ALGUNAS MATIZADAS PONDERACIONES SOBRE EL ISLAM
En la anterior entrada, un comentarista nos recomienda amablemente
"matizar el juicio" en relación al Islam.
PRESIONE "MAS INFORMACION" A SU IZQUIERDA PARA LEER EL ARTICULO
Aceptamos el consejo, aunque
no sin sujetarlo también a oportunos matices y distinciones. La
matización corresponde, al fin de cuentas, al arte intelectual del
análisis, y a éste debe seguirle (por razón de la propia naturaleza de
la actividad mental) la síntesis, la reconducción de las partes al todo,
a su principio común. No de otra guisa un católico desnortado como
Maritain supo recordar en sus mejores momentos la necesidad de
"distinguir para unir", y hasta el agnóstico Aldous Huxley, exudante
modernidad por todos los poros, reclamaba para las universidades la
creación de «cátedras de síntesis», que suficientes había ya de
análisis. Por ahí consta, para más abundar, la lección pascaliana acerca
del esprit de finesse, capaz de contemplar de un vistazo la
consecuencia que se deriva de los principios, y el «espíritu
geométrico», dado más bien a la cuidadosa distinción de esos mismos
principios. Ambos se complementan y son necesarios, aunque habitualmente
no encarnen en el mismo sujeto.
Si se debe a la invención del microscopio este afán de distinción a menudo inmoderado, incapaz de recapitular en la unidad lo contemplado, que lo responda quien lo sepa. Lo que no podemos dejar de reconocer es que ya se ha vuelto sintomática, de tan recurrente, esta exigencia constante o voz de mando: matizar, matizar. Si es cierto que no deben nunca propiciarse síntesis groseras, que acaban por conspirar contra la verdad, no lo es menos que hoy el vicio inherente a nuestro mundo occidental (o, al menos, a sus minorías ilustradas, consecuencia del hábito vicioso del racionalismo) es el dialecticismo estéril, la metódica bifurcación de la atención y el moroso desdoblamiento de la realidad escrutada. Actitud que conduce en forma irremediable y por razón de sus propias disposiciones a la atomización indefinida del datum y a la capitulación intelectual. Fue por el abuso de la argucia que decayó la Escolástica.
Si se debe a la invención del microscopio este afán de distinción a menudo inmoderado, incapaz de recapitular en la unidad lo contemplado, que lo responda quien lo sepa. Lo que no podemos dejar de reconocer es que ya se ha vuelto sintomática, de tan recurrente, esta exigencia constante o voz de mando: matizar, matizar. Si es cierto que no deben nunca propiciarse síntesis groseras, que acaban por conspirar contra la verdad, no lo es menos que hoy el vicio inherente a nuestro mundo occidental (o, al menos, a sus minorías ilustradas, consecuencia del hábito vicioso del racionalismo) es el dialecticismo estéril, la metódica bifurcación de la atención y el moroso desdoblamiento de la realidad escrutada. Actitud que conduce en forma irremediable y por razón de sus propias disposiciones a la atomización indefinida del datum y a la capitulación intelectual. Fue por el abuso de la argucia que decayó la Escolástica.
Obispado de Mosul, en llamas |
Hecha esta necesaria advertencia, volvemos sobre el tema Islam. ¿De qué
sirve rehabilitar la distinción obvia entre musulmanes violentos y
pacíficos, si esta distinción responde, en todo caso, más a las
disposiciones de los sujetos que a las enseñanzas explícitas del Corán? El problema del Islam es el Islam, tituló con acierto el blogue Ex Orbe una
de sus recientes entradas, en la que se recuerda cuánto el Corán sea
«el código político primario, la inspiración que articula el Estado, la
fuente en la que la violencia islamista seguirá catalizando cualquier
proyecto político que surja en su medio». Insistir en esta sazón con la
engañosa dualidad entre "buenos y malos muslimes" para concluir que los
buenos son los verdaderos observantes del Islam remite a aquella
ilusoria cooperación cristiano-comunista que se alentaba en los días de
la posguerra. Entonces también muchos católicos vendados abogaban por
los "marxistas-con-don-de-gentes", por aquellos rojos que no demostraban
aversión sangrienta hacia la Iglesia:se creía poder trabajar con
ellos para el bien común. Esta es la tesis implícita también en el
clamoreado ecumenismo, extensivo a los no cristianos: éste comporta por
fuerza una remoción de los principios, que serán siempre un estorbo en
la consecución de un "común denominador" con los infieles. Pero una cosa
es la tolerancia con los errados, y aun con los malos (como lo enseña
la parábola del trigo y la cizaña), y otra esta asociación imposible que
se nos propone. La experiencia demuestra cuánto en tales componendas la
dirección tuerza bien pronto no en el sentido querido por aquellos a
quienes cabe in altum ducere, sino más bien hacia el contrario.
¿Y qué otra cosa cumple esperar de una religión surgida después de Cristo (después de que, al encarnarse, Dios cumpliera su definitiva autorrevelación), de una religión que, surgida en un ámbito semi-cristianizado, aprovechara la autoridad del Antiguo y del Nuevo Testamento para traerla en socorro de sus novedades, tan "nuevas" como el error? Una religión que surge -pese a sus vaivenes, a sus aparentes y parciales condescendencias con el cristianismo- como una impugnación frontal de la fe cristiana («no digáis que hay una Trinidad en Dios. Él es único» IV, 169; «los que sostienen la trinidad de Dios son blasfemos» V, 77; «el Mesías, hijo de María, no es más que un ministro del Altísimo» V, 79; «Dios no puede haber tenido un hijo» XIX, 36. Citamos según nuestra vieja edición del Corán, versión castellana por A. Hernández Catá, París, Garnier Hermanos, sin fecha de edición). Una religión con un afán de universalidad parejo al del cristianismo, pero perfectamente opuesto en sus medios: si éste se expandió por la sangre de sus propios mártires, el Islam lo hizo por la sangre ajena.
Se podrá ciertamente matizar:
- ¡P...p...pero el Corán les admite a cristianos y judíos la posibilidad de salvarse! ¡No es siempre tan feroz con ellos! Advierta aquel versículo 41 del capítulo XXII: «si Dios no hubiera opuesto una parte de los hombres a la otra, los monasterios y las iglesias de los cristianos, las sinagogas, y el Templo de La Meca y todos los lugares santos donde se invoca el nombre de Dios habrían sido destruidos». Y aquel otro (V, 73): «los fieles, los judíos y los cristianos que creen en Dios y en el Juicio Final, y los que hayan practicado la virtud, estarán a salvo de todo temor y de todo tormento». Admitamos que esto suena mucho más civilizado y potable que aquel terrible «extra Ecclesiam nulla salus».
- Sí: a juzgar por estos pasajes, se diría que Mahoma fue el primer cultor de la equivalencia de todas las religiones, un ecumenista ante litteram, el camellero portador de la Nostra Aetate. Pero no más recular unos pocos versos, en la misma sura a que usted alude, vea (V, 56): «¡oh creyentes! No constituyáis cruzamientos con los judíos y con los cristianos. Dejadlos que se unan entre sí. Aquel que los tome por amigos, concluirá siendo semejante a ellos, y Dios no guía a los perversos». Para rematar, en varios pasajes, fórmulas del estilo de: «¡oh creyentes! Combatid a vuestros vecinos, los infieles, Que encuentren en vosotros enemigos implacables» (IX, 124). Es el problema de las ambivalencias: no pueden sostenerse a largo, y quien así lo pretenda acabará por volcarse hacia uno de los dos opuestos invocados, con total olvido del otro. No se puede servir a dos señores.
Es así como en el Corán las frecuentes invocaciones a la guerra, a la venganza, a la persecución sañuda de los infieles, por su mayor fuerza persuasiva, invalidan todas las otras relativas a la paz. El clima de terror que exudan esas páginas es punto menos que inocultable, y ya se sabe que el belicismo extremo obra en la conciencia un embotamiento y una excitación parejos al efecto de una droga. No deja de ser significativo, al momento de asociar violencia y alucinación, que el origen del término «asesino» se remonte a una secta árabe que sembraba la muerte en nombre de Allah bajo los efectos del hachís, los Hashsha-shin. Ni parece fácil de rastrear en otros medios que no sean los de la medialuna extravíos tan furiosos como los del actual Ejército Islámico, que llega a adiestrar a los niños en las artes de la decapitación empleando muñecos.
No, no hay mucho que matizar en esta impostura religiosa de Mahoma, manadero perenne de odio y sangre ajena. Por eso, a continuación de los célebres «cinco pilares» de la religiosidad mahometana (confesión de la fe, oración, ayuno, limosna y peregrinación a La Meca), muchos interpretes incluyen un «sexto pilar», cual es la guerra santa o yihad, y la insistencia misma del Corán les da la razón. Esta compulsión a las armas que el mundo islámico lleva en las entrañas explica el fenómeno del imperialismo, adscrito al Islam desde sus inicios, siendo que semejante afán de expansión territorial y de dominio debió esperar, para su advenimiento en el mundo occidental, a la ruptura protestante. Aquella proposición que se intentó arrancarle sin éxito al Concilio Vaticano I, si quis bellum incipiat, anathema sit, pudo colarse en las aulas conciliares -pese a los equívocos que pudiera atraer- justamente a causa de la añeja teología católica de la guerra, que nunca vio con buenos ojos la guerra de agresión. La misma que, bajo modalidades tan dispares pero tan sanguinarias, cultivan hoy anglosajones y muslimes.
El libro de Daniel (XI, 38) habla de un extraño dios llamado Maozim, que sería venerado en las postrimerías. Se lo ha asociado con el "dios de las fortalezas", con el culto del poder. De uno y otro lado de la balacera vemos hoy fielmente honrado a este ídolo cruel, sin que sea de descartar la posibilidad de una entente impía de ambos mundos -y del sionismo- contra los seguidores del verdadero Dios. Al fin de cuentas, son las potencias occidentales las que han armado a los yihadistas, y quienes mueren son predominantemente cristianos, como ovejas enviadas al matadero.
Doblemente sacrificadas tales ovejas si, a cien años de su muerte, contrastamos el caso de san Pío X (de quien se dice que la profunda aflicción provocada por el estallido de la Gran Guerra aceleró el fin de sus días terrenos) con la inmutable sonrisa de Francisco, que parece sujeta con ganchos, mientras avanza y se ceba a raudales en nuestros hermanos de Oriente esta trucidación demoníaca, con pronósticos nada alentadores para las tierras de poniente. El mundo parece querer dividirse en dos bien definidos campos donde de un lado medran banalidad y truculencia y del otro, sin más, el martirio.
¿Y qué otra cosa cumple esperar de una religión surgida después de Cristo (después de que, al encarnarse, Dios cumpliera su definitiva autorrevelación), de una religión que, surgida en un ámbito semi-cristianizado, aprovechara la autoridad del Antiguo y del Nuevo Testamento para traerla en socorro de sus novedades, tan "nuevas" como el error? Una religión que surge -pese a sus vaivenes, a sus aparentes y parciales condescendencias con el cristianismo- como una impugnación frontal de la fe cristiana («no digáis que hay una Trinidad en Dios. Él es único» IV, 169; «los que sostienen la trinidad de Dios son blasfemos» V, 77; «el Mesías, hijo de María, no es más que un ministro del Altísimo» V, 79; «Dios no puede haber tenido un hijo» XIX, 36. Citamos según nuestra vieja edición del Corán, versión castellana por A. Hernández Catá, París, Garnier Hermanos, sin fecha de edición). Una religión con un afán de universalidad parejo al del cristianismo, pero perfectamente opuesto en sus medios: si éste se expandió por la sangre de sus propios mártires, el Islam lo hizo por la sangre ajena.
Se podrá ciertamente matizar:
- ¡P...p...pero el Corán les admite a cristianos y judíos la posibilidad de salvarse! ¡No es siempre tan feroz con ellos! Advierta aquel versículo 41 del capítulo XXII: «si Dios no hubiera opuesto una parte de los hombres a la otra, los monasterios y las iglesias de los cristianos, las sinagogas, y el Templo de La Meca y todos los lugares santos donde se invoca el nombre de Dios habrían sido destruidos». Y aquel otro (V, 73): «los fieles, los judíos y los cristianos que creen en Dios y en el Juicio Final, y los que hayan practicado la virtud, estarán a salvo de todo temor y de todo tormento». Admitamos que esto suena mucho más civilizado y potable que aquel terrible «extra Ecclesiam nulla salus».
- Sí: a juzgar por estos pasajes, se diría que Mahoma fue el primer cultor de la equivalencia de todas las religiones, un ecumenista ante litteram, el camellero portador de la Nostra Aetate. Pero no más recular unos pocos versos, en la misma sura a que usted alude, vea (V, 56): «¡oh creyentes! No constituyáis cruzamientos con los judíos y con los cristianos. Dejadlos que se unan entre sí. Aquel que los tome por amigos, concluirá siendo semejante a ellos, y Dios no guía a los perversos». Para rematar, en varios pasajes, fórmulas del estilo de: «¡oh creyentes! Combatid a vuestros vecinos, los infieles, Que encuentren en vosotros enemigos implacables» (IX, 124). Es el problema de las ambivalencias: no pueden sostenerse a largo, y quien así lo pretenda acabará por volcarse hacia uno de los dos opuestos invocados, con total olvido del otro. No se puede servir a dos señores.
Es así como en el Corán las frecuentes invocaciones a la guerra, a la venganza, a la persecución sañuda de los infieles, por su mayor fuerza persuasiva, invalidan todas las otras relativas a la paz. El clima de terror que exudan esas páginas es punto menos que inocultable, y ya se sabe que el belicismo extremo obra en la conciencia un embotamiento y una excitación parejos al efecto de una droga. No deja de ser significativo, al momento de asociar violencia y alucinación, que el origen del término «asesino» se remonte a una secta árabe que sembraba la muerte en nombre de Allah bajo los efectos del hachís, los Hashsha-shin. Ni parece fácil de rastrear en otros medios que no sean los de la medialuna extravíos tan furiosos como los del actual Ejército Islámico, que llega a adiestrar a los niños en las artes de la decapitación empleando muñecos.
No, no hay mucho que matizar en esta impostura religiosa de Mahoma, manadero perenne de odio y sangre ajena. Por eso, a continuación de los célebres «cinco pilares» de la religiosidad mahometana (confesión de la fe, oración, ayuno, limosna y peregrinación a La Meca), muchos interpretes incluyen un «sexto pilar», cual es la guerra santa o yihad, y la insistencia misma del Corán les da la razón. Esta compulsión a las armas que el mundo islámico lleva en las entrañas explica el fenómeno del imperialismo, adscrito al Islam desde sus inicios, siendo que semejante afán de expansión territorial y de dominio debió esperar, para su advenimiento en el mundo occidental, a la ruptura protestante. Aquella proposición que se intentó arrancarle sin éxito al Concilio Vaticano I, si quis bellum incipiat, anathema sit, pudo colarse en las aulas conciliares -pese a los equívocos que pudiera atraer- justamente a causa de la añeja teología católica de la guerra, que nunca vio con buenos ojos la guerra de agresión. La misma que, bajo modalidades tan dispares pero tan sanguinarias, cultivan hoy anglosajones y muslimes.
El libro de Daniel (XI, 38) habla de un extraño dios llamado Maozim, que sería venerado en las postrimerías. Se lo ha asociado con el "dios de las fortalezas", con el culto del poder. De uno y otro lado de la balacera vemos hoy fielmente honrado a este ídolo cruel, sin que sea de descartar la posibilidad de una entente impía de ambos mundos -y del sionismo- contra los seguidores del verdadero Dios. Al fin de cuentas, son las potencias occidentales las que han armado a los yihadistas, y quienes mueren son predominantemente cristianos, como ovejas enviadas al matadero.
Doblemente sacrificadas tales ovejas si, a cien años de su muerte, contrastamos el caso de san Pío X (de quien se dice que la profunda aflicción provocada por el estallido de la Gran Guerra aceleró el fin de sus días terrenos) con la inmutable sonrisa de Francisco, que parece sujeta con ganchos, mientras avanza y se ceba a raudales en nuestros hermanos de Oriente esta trucidación demoníaca, con pronósticos nada alentadores para las tierras de poniente. El mundo parece querer dividirse en dos bien definidos campos donde de un lado medran banalidad y truculencia y del otro, sin más, el martirio.