Apuntes sobre el relativismo posmoderno – Por Agustín Laje
Por Agustín Laje (*)
El fenómeno de la moda, entendido como tendencia homogeneizante,
también hace pie sobre el mundo de las ideas.
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Y es que los costes
inherentes a la información hacen de la adopción masiva y acrítica de
ciertas ideas, un hecho verdaderamente racional para la inmensa mayoría
de la gente que no dispone del tiempo que se precisa para adoptar una
idea de manera verdaderamente consciente y fundada.
Atento a esta lógica, el último grito de la moda en términos
ideológicos es lo que podríamos denominar como el “relativismo
posmoderno”, esto es, en términos muy simplificados, la idea de que todo
valor moral es relativo, incontrastable e inconmensurable. Así las
cosas, siguiendo la lógica relativista hasta sus últimas consecuencias,
sería imposible establecer la superioridad moral de la tolerancia
respecto de la intolerancia; de la libertad frente a la servidumbre; del
respeto frente a la agresión; de la vida respecto de la muerte.
En efecto, es el ideal ético el que perece bajo el ideal relativista.
Claro es que si todo vale lo mismo, entonces nada vale nada pues la
idea de valor pierde todo sentido. Los valores tienen significancia sólo
en virtud de la diferencia; nuestra capacidad de diferenciar estados es
la que nos conduce a valorar. El valor de la libertad, por ejemplo,
sólo tiene sentido en contraposición al hecho de la servidumbre; si ésta
fuese una imposibilidad metafísica, entonces ya no el valor, sino
incluso la mera idea de la libertad carecería de todo sentido. Lo mismo
podría decirse del valor vida: sin la muerte como realidad opuesta,
hablar de vida como estado y valor no tendría sentido.
Lo que enseña el relativismo es, en definitiva, a eliminar el hecho
de la diferencia entre estados opuestos. Todo vale lo mismo porque es,
en última instancia, imposible diferenciar una cosa de la otra. Como
vemos, bajo este relativismo se esconde un igualitarismo extremo llevado
al campo ético que acaba por destrozarlo, y que constituye ese
“neomarxismo cultural” del que muchos hablan.
Lo interesante del relativismo es que en su prédica de que “todo es
relativo” cae, sin darse cuenta, en un absoluto. Y ese absoluto es,
precisamente, que todo es relativo. O podemos invertir la paradoja: si todo es relativo, entonces esta proposición también debiera relativizarse.
A un nivel macro, el relativismo moral deviene en relativismo
cultural, cuya idea fundamental consiste en que las distintas culturas
no pueden ser valoradas y, por añadidura, comparadas o criticadas. Como
mostró Juan José Sebreli en El asedio a la modernidad, el
relativismo cultural se desprende de las visiones particularistas sobre
las civilizaciones, propias de los romanticismos e irracionalismos que
condujeron a los totalitarismos colectivistas no tan lejanos en el
tiempo.
Para el relativismo cultural toda cultura vale en definitiva lo
mismo, y quien ose efectuar críticas a culturas que le son ajenas merece
ser calificado con el estigmatizante mote de “etnocéntrico”. No
podríamos pronunciarnos sobre una cultura externa a nosotros mismos, nos
dicen los relativistas culturales, porque sus pautas nos son
incomprensibles por el hecho de no vivirlas. Lo interesante del caso es
que las acusaciones sobre el etnocentrismo hacen de la cultura entidades
autónomas, cerradas en sí mismas, completamente independientes del
resto de las culturas, algo que, por supuesto, es completamente falso.
Hitler compartía esta idea hermética de las culturas. En el octavo
discurso del Congreso del Partido nacional-socialista, aquél expresó
esta idea particularista de la imposibilidad de comunicación entre las
culturas: “Ningún ser humano puede tener relaciones íntimas con una
realización cultural si no emana de los elementos de su propio origen”.
Lévi-Strauss, desde la antropología, es uno de los autores más
importantes para las ideas del relativismo cultural. Entre otras cosas,
ha afirmado que “habrá que admitir que en la gama de posibilidades
abierta a las sociedades humanas cada una ha hecho una cierta elección y
que esas elecciones son incomparables entre ellas: son equivalentes”.
Mejor no podría explicarse el relativismo: las culturas necesariamente
son equivalentes e incomparables entre sí, simplemente porque han sido
“escogidas” por las sociedades. Es decir, las culturas valen simplemente
porque son culturas.
Sebreli, con gran lucidez, ha anotado al respecto que “la falacia
lógica del relativismo cultural consiste en deducir la validez moral de
toda costumbre o tradición por el mero hecho de ser aprobada por
determinada cultura, es decir por el mero hecho de existir”. Esta
falacia nos conduce a un camino peligroso que hace del ser un deber ser automático, es decir, obnubila la posibilidad de pensar un deber ser al margen de lo que es o, como dijimos anteriormente, sencillamente destroza el ideal ético de valores universales.
Por otro lado, debería llamarse la atención sobre el ocultamiento de
los mecanismos que llevan a moldear las culturas, tomadas tan a la
ligera por los relativistas culturales como entidades continuas y
democráticas (atiéndase al papel de la “elección” que le confiere
Lévi-Strauss a las configuraciones culturales en nuestra cita de más
arriba). Afirmar a la ligera que determinadas pautas culturales son
moralmente intachables porque las personas que bajo estas pautas viven
“las eligieron”, constituye una ingenuidad tendiente a invisivilizar la
opresión que acontece hacia el interior de las culturas en cuestión.
En muchas sociedades primitivas existen ritos para asesinar a los
ancianos, como los shilluks del Nilo Blanco o los dinka del sur de
Sudán. En una veintena de países africanos se practica la mutilación del
clítoris en las jóvenes. Los mahometanos someten a sus mujeres de
innumerables maneras. Los sacrificios humanos han sido prácticas comunes
de muchos de los llamados “pueblos originarios” de nuestra región.
Sentenciar que “la sociedad escogió esas pautas culturales” enmudece a
las víctimas de tales pautas, colocándolas al margen de esa “sociedad
que eligió”.
El relativismo posmoderno es, en resumen, una de las caras que
muestra la complejizada nueva izquierda culturalista que se ha puesto
como objetivo la destrucción de los valores de la libertad mediante la
previa destrucción de la idea misma de valor.
(*) Agustín Laje dirige el Centro de Estudios LIBRE, y es autor del libro “Cuando el relato es una FARSA”.
La Prensa Popular | Edición 311 | Jueves 28 de Agosto de 2014