Cuando hace unos meses Francisco saludó a los musulmanes con otra de sus acostumbradas muestras públicas de bonhomie
augurándoles copiosa cosecha de frutos espirituales del Ramadam, al
punto pensamos: «¡que la boca se te haga a un lado por enésima vez,
Pancho, que bien sabemos cuáles son esos frutos!». Y no se hicieron
esperar los agraces, y la persecución sangrienta de cristianos en el
área musulmana recrudeció con creces, quizás como nunca antes en la
turbulenta historia de los de la cimitarra.
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Ocurrió
lo previsible, lo recurrente, lo remanido: a medida que las matanzas y
tropelías se multiplicaban (especialmente en Irak, pero también en
Nigeria, como antes en Siria), la Santa Sede permanecía muda, como el
endemoniado de Mt 9, 32ss., para no ofender a nuestros hermanos de la
medialuna. Y cuando la realidad -irreverente, según su estilo- nos lo
abofeteó al pontífice, éste se decidió a musitar unas irénicas
exhortaciones. Pero como lo señaló con perspicacia Antonio Socci:
«han sido necesarios una veintena de días y muchos pobrecitos, inermes e
inocentes, muertos por homicidio, para que finalmente incluso el papa
Bergoglio llegara a decir que es menester "detener" a aquellos
criminales sangrientos que descuartizan, degüellan, violan, crucifican y
cometen otros horrores... Detener, pero -precisó- "no bombardear". ¿Y
cómo, entonces?». Acá está el secreto de la inopinada valía de
Francisco: mesturar los reclamos con nuevos silencios, con propuestas
absurdas. Así, al hacer el diagnóstico de la situación, se le olvidó
mencionar la religión de los perseguidores y la de los perseguidos (en
este último caso hizo la alusión genérica y vaga a las "minorías"), e
insistió en condenar el recurso a la guerra (que, se sabe, desde el
Vaticano II es siempre ilegítima). Finalmente se hizo pública la
convocatoria a un partido de "fútbol interreligioso" con estrellas del
balón de una y otra confesión, casi como para suplicar gráficamente a
las salvajes milicias de Mahoma que se sirvan ejercitar la vis irascibilis en otro género de bombardeos, cuales son los que se lanzan contra el arco contrario.
Lo que hace ochenta años pudo ser un arriesgado pronóstico en la pluma
de Hillaire Belloc («el Islam es el enemigo más formidable y persistente
que nuestra civilización haya tenido, y puede en el futuro transformarse en una amenaza tan grande como lo fue en el pasado»), refrendado
poco después por Plinio Corrêa de Oliveira al aludir a «la gran inercia
del Occidente cristiano ante la resurrección de la gentilidad
afro-asiática» y «la renovación del mundo musulmán» (dormido después de
Lepanto y Viena, pero lleno de virtualidades prontas a activarse cuando
sonara la trompeta del cambio de rumbo histórico), estos avisos,
decimos, han venido a encontrar la más cruda confirmación en nuestros
días. Y han señalado una analogía plausible entre un mundo occidental
presa de somnolencia, asido a un hábito inveterado de seguridad ya
inexistente, y aquel Bajo Imperio romano ante la presión creciente de
las hordas tras el limes. La paz por la que se aboga, la de la molicie, es razonablemente despreciada por aquellos jinetes ebrios de suras que repican odios y decapitaciones: «no viviremos con sucias bestias, como vosotros», amenazaron los miembros de una organización islamista nórdica
que apunta a establecer una Noruega bajo las directrices del Estado
Islámico. Ya se ve hasta qué lejanas latitudes llegan sus pretensiones. Y
es que «no consideramos que debamos irnos de Noruega, porque hemos
nacido y crecido aquí. Y la tierra de Alá pertenece a todo el mundo».
Y no es todo. Como para fomentar los más fatídicos presagios, espigando
en la concordia reconocible entre cierto temible punto de la profecía
pública (Ap 18) y las más acreditadas de las privadas (aquella visión de
Fátima acerca del obispo vestido de blanco arrastrándose entre ruinas),
ahí sale un diario italiano a afirmar que el mismísimo Francisco, según
fuentes israelíes, «se encuentra en el punto de mira del grupo
yihadista Estado Islámico (EI) por ser portador de la verdad falsa». El
mismo medio reconoce lo que tantos otros: «las llegadas continuas de
inmigrantes [a Italia] sirven de base para la entrada de los yihadistas
en Occidente». Recuérdese la ilícita injerencia de Bergoglio en estos
asuntos inmigratorios que afectan a otros Estados en su ya célebre
discurso en Lampedusa, que en su momento tratamos aquí. Y compruébese cómo le retribuyen sus protegidos, si la versión que corre es verídica.
Si éstos, como la burra de Balaam, aciertan o no con el auténtico
sentido de la acusación de ser Francisco «portador de la verdad falsa»,
es cosa ahora anecdótica. Lo temible, estando a la amenaza, es que
Francisco viva en Roma. En nuestra Roma.