MUERTE DEL JUSTO – San Alfonso María de Ligorio
Pretiosa in conspectu Domini mors
sanctorum ejus.
Es preciosa en la presencia de Dios
la muerte de sus Santos
(Salmo, 115, 15)
PUNTO 1
Mirada la muerte a la luz de este mundo, nos
espanta e inspira temor; pero con la luz de la fe es deseable y consoladora.
Horrible parece a los pecadores; mas a los justos se muestra preciosa y amable.
“Preciosa —dice San Bernardo— como fin de los trabajos, corona de la
victo¬ria, puerta de la vida”.
Y en verdad, la muerte es término de penas y
trabajos. “El hombre nacido de mujer,
vive corto tiempo y está colmado de muchas miserias” (Job, 14, 1).
Así es nuestra vida tan breve como llena de
miserias, enfermedades, temores y pasiones. “Los
mundanos, deseosos de larga vida —dice Séneca (Ep. 101)—, ¿qué otra cosa buscan sino más prolongado
tormento?” “Seguir viviendo —exclama San Agustín — es seguir padeciendo”. Porque —como dice San Ambrosio (Ser. 45)— la
vida presente no nos ha sido dada para reposar, sino para trabajar, y con los
trabajos merecer la vida eterna; por lo cual, con razón afirma Tertuliano que,
cuando Dios abrevia la vida de alguno, acorta su tormento. De suene que, aunque la muerte fue impuesta
al hombre por castigo del pecado, son tantas y tales las miserias de esta vida,
que —como dice San Ambrosio— más parece alivio al morir que no castigo.
Dios llama bienaventurados a los que mueren
en gracia, porque se les acaban los trabajos y comienzan a descansar. “Bienaventurados los muertos que mueren en
el Señor”. “Desde hoy —dice el Espíritu Santo (Apocalipsis, 14, 13)— que descansen de sus trabajos”.
Los tormentos que afligen a los pecadores en
la hora de la muerte no afligen a los Santos. “Las almas de los justos están en mano de Dios, y no los tocará el
tormento de la muerte” (Sabiduría, 3,1).
No temen los Santos aquel mandato de salir de
esta vida que tanto amedrenta a los mundanos, ni se afligen por dejar los
bienes terrenos, porque jamás tuvieron asido a ellos el corazón. “Dios de mi corazón —repitieron
siempre—; Dios mío por toda la eternidad”
(Salmo, 72, 26).
“¡Dichosos
vosotros! —escribía el Apóstol a sus discípulos, despojados de sus bienes
por confesar a Cristo—. Con gozo
llevasteis que os robasen vuestras haciendas, conociendo que tenéis patrimonio
más excelente y duradero” (Hebreos, 10, 34).
No se afligen los Santos a dejar las honras
mundanas, porque antes ellos las aborrecieron y las tuvieron, como son, por
humo y vanidad, y sólo estimaron la honra de amar a Dios y ser amados de Él. No
se afligen al dejar a sus padres, porque sólo en Dios los amaron, y al morir
los dejan encomendados a aquel Padre celestial que los ama más que a ellos; y
esperando salvarse, creen que mejor los podrán ayudar desde el Cielo que en
este mundo.
En suma: todos los que han dicho siempre en
la vida “Dios mío y mi todo”, con
mayor consuelo y ternura lo repetirán al morir.
Quien muere amando a Dios no se inquieta por
los dolores que consigo lleva la muerte; antes bien se complace en ellos,
considerando que ya se le acaba la vida y el tiempo de padecer por Dios y de darle
nuevas pruebas de amor; así, con afecto y paz, le ofrece los últimos restos del
plazo de su vida y se consuela uniendo el sacrificio de su muerte con el que
Jesucristo ofreció por nosotros en la cruz a su Eterno Padre. De este modo
muere dichosamente, diciendo: “En su seno
dormiré y descansaré en paz” (Salmo 4, 9).
¡Oh, qué hermosa paz, morir entregándose y
descansando en brazos de Cristo, que nos amó hasta la muerte, y que quiso morir
con amargos tormentos para alcanzarnos muerte consoladora y dulce!
PUNTO 2
“Limpiará
Dios toda lágrima de los ojos de ellos, y ya la muerte no será más”
(Apocalipsis, 21, 4). En la hora de la muerte enjugará Dios de los ojos de sus
siervos las lágrimas que hubieren derramado en esta vida, en medio de los
trabajos, temores, peligros y combates con el infierno. Y lo que más consolará
a un alma amante de su Dios cuando sepa que llega la muerte será el pensar que
pronto ha de estar libre de tanto peligro de ofender a Dios como hay en el
mundo, de tanta tribulación espiritual y de tantas tentaciones del enemigo.
La vida temporal es una guerra continua
contra el infierno, en la cual siempre estamos en riesgo grandísimo de perder a
Dios y a nuestra alma.
Dice San Ambrosio que en este mundo caminamos
constantemente entre asechanzas del enemigo, que tiende lazos a la vida de la
gracia. Este peligro hacía temblar a San Pedro de Alcántara cuando ya estaba
agonizando: “Apartaos, hermano mío
—dirigiéndose a un religioso que, al auxiliarle, le tocaba con veneración—, apartaos, pues vivo todavía, y aún hay
peligro de que me condene”.
Por eso mismo se regocijaba Santa Teresa cada
vez que oía sonar la hora del reloj, alegrándose de que ya hubiese pasado otra
hora de combate, porque decía: “Puedo
pecar y perder a Dios en cada instante de mi vida”.
De aquí que todos los Santos sentían consuelo
al conocer que iban a morir, pues pensaban que presto se acabarían las batallas
y riesgos y tendrían segura la inefable dicha de no poder ya perder a Dios
jamás.
Refiérase en la vida de los Padres que uno de
ellos, en extremo anciano, hallándose en la hora de la muerte, se reía mientras
sus compañeros lloraban, y como le preguntaran el motivo de su gozo, respondió:
“Y vosotros, ¿por qué lloráis, cuando voy
a descansar de mis trabajos?”. También Santa Catalina de Sena dijo al
morir: “Consolaos conmigo, porque dejo
esta tierra de dolor y voy a la patria de paz”.
Si alguno —dice San Cipriano— habitase en una
casa cuyas paredes estuvieran para desplomarse, cuyo pavimento y techo se
bambolearan y todo ello amenazase ruina, ¿no desearía mucho salir de ella?...
Pues en esta vida todo amenaza la ruina del alma: el mundo, el infierno, las
pasiones, los sentidos rebeldes, todo la atrae hacia el pecado y la muerte
eterna.
“¿Quién me librará
—exclamaba el Apóstol (Romanos, 7, 24)— de
este cuerpo de muerte?” ¡Oh, qué alegría sentirá el alma cuando oiga decir:
“Ven, esposa mía; sal del lugar del
llanto, de la cueva de los leones que quisieran devorarte y hacerte perder la
gracia divina!” (Cantar, 4, 8).
Por esto San Pablo (Filipenses, 1, 21),
deseando morir, decía que Jesucristo era su única vida, y que estimaba la
muerte como la mayor ganancia que pudiera alcanzar, ya que por ella adquiría la
vida que jamás tiene fin.
Gran favor hace Dios al alma que está en gracia
llevándosela de este mundo, donde pudiera no perseverar y perder la amistad
divina (Sabiduría, 4, 11). Dichoso en esta vida es el que está unido a Dios;
pero así como el navegante no puede tenerse por seguro mientras no llegue al
puerto y salga libre de la tormenta, así no puede el alma ser verdaderamente
feliz hasta que salga de esta vida en gracia de Dios.
“Alaba
la ventura del caminante; pero cuando haya llegado al puerto” —dice San
Ambrosio—. Pues, si el navegante se alegra cuando, libre de tantos peligros, se
acerca al puerto deseado, ¿cuánto más no debe alegrarse el que este próximo a
asegurar su salvación eterna?
Además, en este mundo no podemos vivir sin
culpas, por lo menos leves; porque “siete
veces caerá el justo” (Proverbios, 24, 16). Mas quien sale de esta vida
mortal, cesa de ofender a Dios. “¿Qué es
la muerte —dice el mismo Santo — sino el sepulcro de los vicios?” Por eso
los que aman a Dios anhelan vivamente morir. Por eso, el Venerable Padre
Vicente Caraffa se consolaba al morir diciendo: “Al acabar mi vida, acaban mis ofensas a Dios”. Y el ya citado San
Ambrosio decía: “¿Para qué deseamos esta
vida, si cuanto más larga fuere, mayor peso de pecados nos abruma?”
El que fallece en gracia de Dios alcanza el
feliz estado de no saber ni poder ofenderle más. “El muerto no sabe pecar”. Por tal causa, el Señor alaba más a los
muertos que a los vivos, aunque fueren santos (Eclesiastés, 4, 2). Y aún no ha
faltado quien haya dispuesto que, en el trance de la muerte, le dijese al que
fuese a anunciársela: “Alégrate, que ya
llega el tiempo en que no ofenderás más a Dios”.
PUNTO 3
No solamente es la muerte fin de los
trabajos, sino también puerta de la vida, como dice San Bernardo. Necesariamente, debe pasar por esa puerta el
que quisiere entrar a ver a Dios (Salmo 117, 20). San Jerónimo rogaba a la
muerte y le decía: “¡Oh muerte, hermana
mía; si no me abres la puerta no puedo ir a gozar de la presencia de mi Señor!”
(Cantar, 5, 2).
San Carlos Borroneo, viendo en uno de sus
aposentos un cuadro que representaba un esqueleto con la hoz en la mano, llamó
al pintor y le mandó que borrase aquella hoz y pintase en su lugar una llave de
oro, queriendo así inflamarse más en el deseo de morir, porque la muerte nos
abre el Cielo para que veamos a Dios.
Dice San Juan Crisóstomo que si un rey
tuviese preparada una suntuosa habitación en la regia morada para alguna persona
y por un tiempo hiciese vivir a dicha persona en un establo, ¡cuán vivamente
desearía ésta el salir del establo para habitar en el real alcázar!...
Pues en esta vida, el alma justa, unida al
cuerpo mortal, se halla como en una cárcel, de donde ha de salir para morar en
el palacio de los Cielos; y por esa razón decía Santo Rey David (Salmo 141, 8):
“Saca mi alma de la prisión”. Y el
Santo anciano Simeón, cuando tuvo en sus brazos al Niño Jesús, no supo pedirle
otra gracia que la muerte, a fin de verse libre de la cárcel de esta vida: “Ahora, Señor, despide a tu siervo...”
(Lucas, 2, 29), “es decir —advierte San Ambrosio—, pide ser despedido, como si estuviese por fuerza”. Idéntica gracia deseó el Apóstol, cuando
decía (Filipenses, 1, 23): “Tengo deseo de
ser desatado de la carne y estar con Cristo”.
¡Cuánta alegría sintió el copero de Faraón al
saber por José que pronto saldría de la prisión y volvería al ejercicio de su
dignidad! Y un alma que ama a Dios, ¿no se regocijará al pensar que en breve va
a salir de la prisión de este mundo y que irá a gozar de Dios? Mientras vivimos
aquí unidos al cuerpo estamos lejos de ver a Dios y cómo en tierra ajena, fuera
de nuestra patria; y así, con razón, dice San Bruno, que nuestra muerte no debe
de llamarse muerte, sino vida.
De eso procede el que suela llamarse
nacimiento a la muerte de los Santos , porque en ese instante nacen a la vida
celestial que no tendrá fin. “Para el
justo —dice San Atanasio— no hay
muerte, sino tránsito, pues para ellos el morir no es otra cosa que pasar a la
dichosa eternidad”.
“¡Oh
muerte amable! —exclama San Agustín—. ¿Quién
no te deseará, puesto que eres fin de los trabajos, término de las angustias,
principio del descanso eterno?” Y con vivo anhelo añadía: “¡Ojalá muriese, Señor, para poder veros!”
Tema la muerte el pecador —dice San
Cipriano—, porque de la vida temporal pasará a la muerte eterna , mas no el
que, estando en gracia de Dios, ha de pasar de la muerte a la vida.
En la historia de San Juan el Limosnero se
refiere que de cierto hombre rico recibió el Santo grandes limosnas y la
súplica de que pidiera a Dios vida larga para el único hijo que aquél tenía.
Mas el hijo murió poco después. Y como el padre se lamentaba de esa inesperada
muerte, Dios le envió un ángel, que le dijo: “Pediste larga vida para tu hijo; pues sabe que ya está en el Cielo
gozando de eterna felicidad”.
Tal es la gracia que nos alcanza Jesucristo,
como se nos ofreció por Oseas (13, 14): “¡Seré
tu muerte, oh muerte!” Muriendo Cristo por nosotros, hizo que nuestra
muerte se trocase en vida.
Los que llevaban al suplicio al Santo mártir
Plonio le preguntaron maravillados cómo podía ir tan alegre a la muerte. Y el
Santo les respondió: “Engañados estáis.
No voy a la muerte, sino a la vida”.
Así también exhortaba su madre al niño San Sinforiano cuando éste iba a
recibir el martirio: “¡Oh, hijo mío, no
van a quitarte la vida, sino a cambiarla en otra mejor!”
San
Alfonso María de Ligorio – “Preparación para la Muerte” – Meditación 8°
Nacionalismo Católico San Juan
Bautista