AVANCE DE UN INTERESANTE LIBRO II
REINO UNIDO, EL TITIRITERO DEL MUNDO
El siglo xviii fue testigo
de las dos revoluciones que cambiaron el destino de la historia, si fue para
bien o para mal lo dejaremos al arbitrio del lector. Por nuestra parte diremos
lo que debemos decir: existió un quiebre de paradigmas en los flancos económico
y cultural que, como tratamos de explicar anteriormente, ya se “veía venir”
desde el primer golpe al sistema monárquico inglés propinado por la nueva
burguesía puritana. El mencionado quiebre brindaría
el perfecto colchón sobre el que se recostará el nuevo orden económico mundial:
el capitalismo liberal. Así como también el nuevo orden cultural, al que
llamaremos mammonismo.
Por un lado, la Revolución Industrial —cuyo comienzo se produce en la
segunda mitad del siglo XVIII— causó, a fuerza de carbón, máquinas de coser y
jornadas laborales de mujeres y niños sin descanso, la inmediata
sobreproducción de manufacturas por parte de Gran Bretaña. Como dice José María
Rosa:
“Las máquinas
producen por cien, doscientos, quinientos obreros con el trabajo de uno. El
costo disminuye, desaparecen los talleres artesanales y empiezan las
manifestaciones económicas del gran capitalismo: financiación, concentración
del capital, producción standard y barata, comercialización por los mismos
industriales. Y también sus resultados sociales: desvalorización del trabajo,
rebaja de salarios, empleo de mujeres y niños, horarios de catorce y dieciséis
horas, condiciones insalubres de la producción. Capitalismo y proletariado son
expresiones antagónicas”.[1]
Entre los múltiples y variados efectos, se desarrolló una producción
interna de manufacturas superior al consumo de la totalidad de la isla;
situación que “impuso” al imperio la necesidad de salir a buscar mercados en
donde poder colocar sus productos y, en simultáneo, garantizarse el
abastecimiento de materias primas. En palabras del “joven” William Pitt,
entonces primer ministro británico: “Para Inglaterra: defender el comercio o
perecer.”
Paralelamente, en 1776, el economista escocés Adam Smith —cuyo monumento
se puede apreciar hoy en día en pleno centro de la ciudad de Edimburgo— publica
su obra La Riqueza de las Naciones. Por nuestra parte, no podemos dejar de
preguntarnos si hubo o no un encargo del Parlamento a Smith, a fin de que este
emprendiera la argumentación “técnica” o “filosófica” de la economía de libre
mercado, ya que, de hecho, tales posiciones convencieron a quienes todavía se
mantenían al margen de la anglofilia.
Europa estaba en ruinas, pero sus teóricos convencidos que la apertura
comercial era la base de la riqueza y que cada nación debía cumplir con el
papel que Inglaterra le asignaba.
Esta coyuntura, a su vez, sirvió de excusa al Ministerio de Relaciones
Exteriores de Gran Bretaña (Foreign Office) para dejar detrás el camino de la invasión y la guerra,
propio de la época anterior a Cromwell y comenzar a embarcarse en una nueva
empresa colonialista amparada en la imposición del ahora aclamado libre
mercado.
Entre los exponentes más
conocidos de esta nueva “filosofía”, encontraremos al empresario de Manchester,
Richard Cobden (1804-1865). Cobden fue un férreo opositor al gasto militar que
demandaba una guerra; defensor de la “paz”, la “independencia” y el libre
mercado e impulsor de la concepción de la América del Sur como “granja” de Inglaterra.[2]
Distintos hechos determinaron los acontecimientos: el alto costo de la
guerra, la pérdida de las 13 colonias norteamericanas luego de la batalla de
Yorktown (1781) y el Tratado de Alianza y Amistad que Estados Unidos acordó con
Francia (1778), inclinaron la balanza hacia un nuevo protocolo de
dominación. De aquí que el aludido José
María Rosa afirmara que:
“la
Revolución Industrial Inglesa tiene más trascendencia histórica que la
contemporánea Revolución Francesa”[3], ella “…dará la característica de la
época contemporánea (más, pero mucho más que la revolución política francesa,
doctrinaria y superficial)”.[4]
A partir de entonces Inglaterra
comenzará a imponer su poderío y dominio a través de los tratados comerciales,
el dominio de la banca y la penetración de agentes británicos en las zonas de
su interés (Hispanoamérica en general y, en especial, el Virreinato del Río de
La Plata); el Reino Unido permitirá que esas comarcas se organicen
políticamente, impedirá que las mismas gocen de amplios territorios y
promoverá, a través de sus agentes, la implantación del modelo económico de la
Escuela de Manchester, a la que le dedicaremos un apartado. Sobre la acción
inglesa en el orden diplomático, Raúl Scalabrini Ortiz ha escrito que:
“La
diplomacia inglesa es el instrumento ejecutivo que en sus relaciones con el
extranjero, tiene la necesidad de expansión y la voluntad de dominio del
Imperio de la Gran Bretaña. Donde hay un pequeño interés, presente o futuro, la
diplomacia inglesa tiende sus redes invisibles de conocimiento, de sondeo, de
preparación o de incautación”.[5]
De ahora en más, el método británico de conquista estará sustentado
sobre 8 patas fundamentales:
1. Divide y reinarás
(Divide et Impera). La diplomacia sajona se encargará de apoyar económica y
militarmente todo movimiento segregacionista minoritario en América del
Sur.
2. Las decisiones
geopolíticas serán tomadas en ambas cámaras del Parlamento a puerta cerrada y
ejecutadas por agentes propios o cipayos corruptos.
3. A través de la
infiltración se buscará el “acuerdo” comercial con tratados bilaterales donde
Gran Bretaña saldrá siempre beneficiada por su posición dominante en los mares
y su industria.
4. Se fomentará el reniego
de la Cultura Criolla. A través de los medios de comunicación y de una
educación pobre y direccionada, se instigará el odio hacia la eurodescendencia
americana, reivindicando subculturas sui
generis que tendrán como objetivo la confusión del pueblo y su relativismo
axiológico.
5. La Argentina deberá
despreciar su inclinación hacia la grandeza nacional y la restauración del
dominio territorial perdido. La confusión impuesta a nuestra gente quitándole
la herramienta de la educación, así como su espiritualidad, impedirá que sus
dirigentes tomen conciencia de estos planes. Así, odiándose entre ellos por
desacuerdos en políticas coyunturales, tendrán cegado su entendimiento hacia
las políticas del imperio que nos somete.
6. El desprecio entre
chilenos y argentinos, chilenos y peruanos y/o entre peruanos y bolivianos,
etcétera, será instigado y fomentado, dado su imprescindibilidad para los
intereses británicos. Sobre esa premisa se sustenta la hegemonía inglesa.
7. La Nación
Hispanoamericana deberá desaparecer.
8. El Foreign Office se
encargará de mantener a la oligarquía anglófila argentina en el poder a toda
costa, esta garantizará la desindustrialización y la agro dependencia.
Muy cerca de la Revolución Industrial, en Francia, se estaba desatando
una revuelta “popular” contra el antiguo régimen absolutista. Como nota de
color, diremos que la Revolución Francesa significó el comienzo del
establecimiento de lo que dio en llamarse Nuevo Orden Mundial: la cabeza de la
pirámide social dejaría de ser la aristocracia[6] para dejar paso a la burguesía, insertando
consigo los nuevos valores sociales y religiosos. El Caballero dejaría de ser
considerado un héroe, un hidalgo, un hombre valeroso, honrado y fiel a su rey,
para ser tenido por un loco. Un ridículo que pelea contra los molinos de viento,
secundado por su escudero: el “gordo” Sancho Panza. Ya no estaremos frente al
rey Soberano sino delante de Marianne, una mujer con sus pechos desnudos que
viste un gorro frigio, el estandarte de todo pueblo civilizado. En Argentina
acogeremos una imagen sorprendentemente similar a la que llamaremos “Efigie de
la Libertad”, “Cabeza de la Libertad” o “Dama de la Libertad”; diseñada también
por un escultor francés: Eugène-André Oudiné. Lo cierto es que, como
inmortalizara el brillante pensador nacional “Pepe” Ingenieros, la Revolución
Francesa: “dio libertad política a sus descendientes, mas no supo darles esa
libertad moral que es el resorte de la dignidad”.[7]
Con relación al orden financiero, esta
“revuelta” de revolución no tuvo absolutamente nada. De hecho, vino a
“legalizar” popularmente el sistema librecambista que Inglaterra tanto
anhelaba.
El 4 de agosto de 1789, la Asamblea
Constituyente francesa proclamó abiertamente la libertad de mercado, los
burgueses apátridas que anhelaban la destrucción del sistema monárquico para
así convertirse en la nueva clase dominante, festejarán. El fracasado abogado
Camilo Desmoulins, por ejemplo, proclamará: “En esta noche histórica han caído
todos los privilegios: se ha concedido la libertad de comercio, la industria es
libre”. ¿Era lo único que importaba,
verdad?
Francia, el principal enemigo de la
corona británica y potencia mundial de entonces, cuya industria había estado
por delante de la inglesa en lo que a maquinaria y fábricas respecta, había
caído bajo el control de los capitalistas de Manchester; la diplomacia y la
infiltración eran el camino idóneo hacia la nueva conquista británica.
“Crear bases
marítimas, instigar a unos estados contra otros, mantenerlos en mutuos recelos,
impedir la unión de las dos fracciones continentales, la América del Norte y la
América del Sur, tal es justamente la obra perniciosa desarrollada por
Inglaterra”.[8]
Francisco Hotz “Atando Cabos.
Crónica histórica para un argentino despistado”. 2015. En Edición.
1] José María Rosa Historia Argentina. Tomo II, La Revolución (1806-1812), Oriente, Bs. As. 1981. Pág. 12.
[2]
Ver Hirst, Francis Wrigley Free trade and
other fundamental doctrines of the Manchester school, set forth in selections
from the speeches and writings of its founders and followers. London, New York, Harper &
brothers, 1903.
[3] José María Rosa Rivadavia y el Imperialismo Financiero.
1ed., Bs. As. Punto de Encuentro, 2012. Pág. 9.
[4] José María Rosa (1981). Óp.
Cit. Pág. 12.
[5] Raúl
Scalabrini Ortiz Política Británica en el
Río de La Plata. Lancelot, Bs. As.,
2009. Pág. 53.
[6] Interprétnos lector: cuando
nos refierimos a “aristocracia” lo hacemos en el sentido etimológico, es decir
“gobierno de los mejores”. Condenamos todo sistema monárquico reivindicando a
ultranza la meritocracia.
[7] José Ingenieros El Hombre Mediocre.
[8] Raúl Scalabrini Ortíz. Óp.
Cit. Pág. 57.