LA OBLIGACIÓN DE RECHAZAR EL CONCILIO VATICANO II
Dr. Homero Johas
Es
una suma desvergüenza afirmar que de la libertad plena e inmoderada
para el error proviene un bien para la religión. Ella es la peor muerte
para el alma.”
Gregorio XVI – Mirari vos
INTRODUCCIÓN
Serán
pocos los católicos actuales que no perciban el gran número de delitos
contra la fe que suceden entre los miembros de la jerarquía que hoy se
dice católica. Casi todos, sin embargo, ya tuvieron alguna noticia de
ciertas doctrinas nuevas introducidas
en la Iglesia por el Vaticano II: Libertad religiosa, Ecumenismo,
Colegialidad … Pero, la mayor parte no es capaz de discernir las
relaciones entre estas novedades y las doctrinas de los ateos y
agnósticos de la Revolución Francesa que levantan contra el orden social
cristiano las doctrinas no cristianas de libertad moral y jurídica,
igualdad entre el error y la verdad y una supuesta fraternidad de las
víctimas con sus verdugos. Doctrinas secularmente condenadas por la
Iglesia penetraron en el Concilio bajo apariencias engañosas. El orgullo
de los ateos contra Dios se camufló bajo el “culto del hombre” establecido por Pablo VI y por el Concilio al decretar el“derecho del hombre” de obrar contra la verdad y los mandamientos de Dios, igualando todas las falsas religiones con la única verdadera en una “igualdad jurídica” (aequalitas jurídica) y reivindicando de parte de los corderos la unión fraterna para con los lobos que los devoran, la fraternidad “sin discriminación por razones religiosas” entre
el Templo de Dios y los de los ídolos. Pretenden equiparar la ciudad
cristiana a la ciudad de Lucifer y hacer que los hijos de Dios no luchen
más contra los que luchan contra Dios. La pretensión de las nuevas
doctrinas fue eliminar la dicotomía entre la generación de Cristo y la
del demonio que León XIII describió en la “Humanum genus”: “El
linaje humano está dividido en dos bloques diversos y adversos: uno
combate por la verdad y por el bien; el otro, por todo cuanto es
contrario a la verdad y a la virtud”. El Concilio vino a predicar aquello que Gregorio XVI llamó “deliramentum” y que San Agustín denominó como “derecho de perdición”: “el derecho de los que no cumplen la obligación de seguir la verdad y de adherirse a ella” (2.9). Es el “derecho” concedido al “non serviam” de Lucifer. Para encubrir con “velo de malicia” tal
absurdo, el Concilio se sirvió de la Filosofía agnóstica de los ateos:
niega la objetividad de la distinción entre verdad y error, entre bien y
mal. Así, la noción de Dios, de verdad y de ley divina, se vuelve
ignorada e igualada a su negación: se afirma o se niega libremente,
subjetivamente, lo que se quiere, como error o verdad. Los límites entre
el “deber” verdadero y lo que está contra el deber quedan subordinados al“criterio propio libre” de
cada uno. Innumerables veces, ya sea la Filosofía católica, ya sea el
Magisterio de la Iglesia, condenaron tal doctrina absurda y pusieron en
evidencia los sofismas por los cuales fue propuesta férreamente por los
enemigos de la Iglesia. Pero, como avisara San Pío X, éstos se
infiltraron entre los hombres de la Iglesia y se declararon falsamente “católicos“. Penetraron en el Concilio: conquistaron a aquél que se sentaba en la Cátedra de Pedro. Y entonces vimos allí a un “papa” decretar ese derecho satánico y hablar del “culto del hombre” al
final del Concilio. Dentro de los límites de este artículo analizaremos
algunos puntos de la Filosofía y Teología conciliares, mostrando la
perversión de la razón y la herejía que mancha la Revelación y el
Magisterio tradicional católico. De allí que se puede y se debe rechazar
esa “Iglesia conciliar” como “falsa religión cristiana”,“enteramente ajena a la única Iglesia de Cristo” (Pío XI Mortalium ánimos). Quien no lucha por la verdad y por el bien pertenece al “bando adversario” y no a la “ciudad de Dios”.
PRIMERA PARTE
EL AGNOSTICISMO DE LA FILOSOFÍA CONCILIAR
1.1. Tres sofismas fundamentales
Un agnóstico nada puede probar como verdad: tanto vale lo que afirma como “su”
verdad, como la negación de lo que declara. Eso porque no tiene un
criterio universal de verdad objetiva, niega hasta la posibilidad de
tenerlo, no tiene una regla universal de moralidad. Pero, asimismo,
contradictoriamente, los agnósticos, y el Concilio con ellos, procuran
probar el “derecho” natural para no seguir la verdad, para obrar contra la obligación moral. Son tres sofismas del Concilio:
Dice el Concilio: “La
ley divina el hombre la conoce por medio de su conciencia (mediante
conscientia sua). Por lo tanto, él está obligado a seguir su conciencia
en toda su actividad para llegar a Dios, su fin…” (3.5). El
objeto en sí, la ley imperativa de Dios, es sustituido por la conciencia
del sujeto: lo objetivo por lo subjetivo. En vez de seguir los
mandamientos, cada cual sigue el “proprio libero consilio” (8.1), se sigue a sí mismo.
Toda
filosofía agnóstica y escéptica se funda sobre un sofisma tal que no
distingue entre el aspecto lógico y el aspecto ontológico del
conocimiento humano. Por el hecho de que conozcamos los seres del mundo
exterior a través de una representación existente en nuestra mente (medium in quo), niegan que aquello que conocemos por la representación mental (id quod cognoscitur)
sea el ser real existente fuera de la mente humana. De ahí se sigue el
Subjetivismo y el Relativismo universal afirmado como dogma absoluto y
contradictorio: cada cual con “su” verdad, no existe ciencia universal.
La Escolástica ya refutó ampliamente tal concepción contradictoria que
afirma la universalidad de ese conocimiento no universal. Es la
filosofía de la Iglesia: “sea santamente observada”; enseña San Pío X: “directe universalia cognoscimus” […] (D.S. 3620). Pero, el Vaticano II prefirió la filosofía de los ateos: cada cual con “su” verdad, “su fe” subjetiva (4.8), “sua principia religiosa”, sus “normas propias” (4.3), su “criterio propio libre” (8.1). Cualquiera tiene igual derecho de negar tal doctrina como falsa.
Dice el Concilio: Los actos interiores por los cuales “los hombres se ordenan directamente hacia Dios” son“voluntarios y libres”. Pero, el hombre tiene “naturaleza social”. Luego, esta naturaleza del hombre “exige que él se comunique con los otros en materia religiosa, que profese su religión (suam religionem) de modo comunitario” (3.7-3.8).
Del
Relativismo universal en el conocimiento pasa, contradictoriamente, al
Subjetivismo universal en el obrar. ¿Cómo conoce objetiva y
universalmente la “naturaleza” del hombre, quien afirma conocer todo “mediante conscientia propria” en
el sentido lógico? Esa naturaleza así conocida, ¿no es también
subjetiva, propia? ¿Cómo sabe que los actos interiores son
universalmente libres en todos? Si son libres bajo el aspecto lógico, si
en este aspecto no son necesarios, nada puede afirmar de “naturalezas”
y de sus exigencias: la negación es ahí equivalente a la afirmación. Si
los actos interiores son psicológicamente libres, pues conocemos
nuestra voluntad como tal, sabemos que las leyes morales no son libres,
como no lo son las verdades lógicas. ¿Cómo habla de “otros” quien sólo conoce “su” conciencia subjetiva? La “exigencia”
entonces no viene del objeto, de las leyes divinas, de Dios, sino de sí
mismo. Tenemos la contradicción: una necesidad libre. Entonces, por el
sofisma, se pasa de la libertad psicológica a la libertad lógica “de pensamiento” y a la libertad moral interior o exterior, “social“.
Todo cuanto el hombre quisiere interiormente será libre socialmente:
moral e inmoral, religioso e irreligioso, verdad y error, serán cosas
dependientes no de objetos más allá de la conciencia subjetiva, sino
del “proprio libero consilio”agnóstico.
Dice el Concilio que los “actos religiosos”, agnóstica y subjetivamente definidos, puestos “ex animi sui sententia”, es decir, dimanantes ontológicamente del espíritu del hombre, “por
los cuales ellos se ordenan a sí mismos hacia Dios, de modo privado y
público, trascienden el orden terrestre y temporal de las cosas” (3,10).
¡Sofisma!
Ontológicamente, ellos están situados en el tiempo y en el espacio, en
el orden terrestre y temporal. Y si la verdad moral trasciende el orden
terrestre y temporal, ella no es libre, vincula a todos los hombres,
gobernantes y gobernados, ni es conocida solamente “mediante su conciencia”, por “criterio propio libre”, sino por criterio universal de todos los hombres. A esa premisa, agrega el Concilio otra: “el fin propio del poder civil es cuidar del bien común temporal”. ¡Nuevo sofisma! Por el término “fin propio” significa
el fin específico, pero excluye el fin propio del hombre que no es
temporal. El bien común temporal se ordena al fin último del hombre, se
subordina a las leyes divinas para alcanzarlo.
De esas premisas equívocas, de sentido doble, concluye el Concilio que el gobernante civil “excede sus límites si presume dirigir o impedir actos religiosos” (3.11).
¡Malicia pura! Si el gobernante es hombre como los gobernados y si no
somos agnósticos, ambos, él y los subditos, están regidos superiormente
por las leyes universales del conocer, por la verdad objetiva y por las
leyes universales del obrar, las leyes divinas religiosas. La ley humana
está“regulata vel mensurata quadam superiori mensura”, dice Santo Tomás (S. Theol. 1-2, 95,3), y el gobernante es un“regulans regulatum”. Entonces, sólo por el agnosticismo universal el acto “religioso” está relativizado por el “proprio libero consilio” de
cada uno. Sólo por él los gobernantes y gobernados son desvinculados de
las necesidades, no libres de los objetos, de la verdad lógica y moral.
Sólo por él, la propia revelación exterior está desligada de la
autoridad mayor en la tierra en “res religiosa”, el Sucesor de Pedro, para ser dejada al criterio libre de cada uno. Por el agnosticismo pasa a ser “cosa religiosa” no
sólo la verdad religiosa natural y revelada, sino también lo que está
contra la moral y la religión. He allí los fundamentos viperinos del
Vaticano II.
1.2. Profesión de fe herética
Si toda la ciencia es agnóstica, el unlversalizar una verdad “propia” no pasa de una creencia subjetiva, libre. Y los ateos de la “civilización moderna” quieren por lo tanto rechazar toda coacción autoritaria exterior, contra su “criterio libre” moralmente.
La autoridad sólo hará lo libremente aprobado por las bases. Entonces
la fe deja de ser dogmáticamente impuesta, las leyes dejan de ser
imperadas por Dios y sus ministros. Y entonces el Concilio “profesa” (profitetur, credimus) con los agnósticos esa fe subjetiva y libre: la Revelación exterior es profesada como hecha equívocamente “al género humano”. El texto ambiguo sirve para la “revelación” hecha “mediante conscientia sua” o por actos externos de Cristo. La Iglesia de Cristo deja de ser la única verdadera: la “única verdadera religión”, la subjetiva, meramente “subsiste en la Iglesia Católica“. Se deja también la “subsistencia” de la “única verdadera religión” en todas las demás “iglesias” y conciencias cada una con “su fe”, “su religión”. El “deber” no será el de adherirse a la única verdad objetiva, sino sólo el de “buscar” libremente por “inquisición libre”, activa, esa verdad. Cada cual se adhiere a “su” “verdad conocida” por sí mismo.
De esas premisas “de fe” pasa el Concilio a su dogma central para el orden interior y exterior: “El Sínodo sagrado profesa que estos deberes (agnósticos) vinculan la conciencia de los hombres, pero que la verdad no se impone de otro modo a no ser por la fuerza de la propia verdad…” (nec aliter sese imponere...) (D.S. 1.9).
Sólo la conciencia individual agnóstica es vinculada por la “verdad” conocida “mediante conscientia sua”, por la“inquisición libre”, por el “criterio propio libre”. ¡Vínculos libres! Sólo por la “fuerza de la propia verdad” y ésta es filtrada por el “criterio propio libre”. Otro modo, no libre, es contra la “fe”
conciliar. ¡Es la profesión del agnosticismo universal! Los modos
autoritarios, dogmáticos, de Dios y de la Iglesia, las leyes imperativas
de Dios y de la Iglesia se subordinan al “criterio propio libre” de
cada uno. La autoridad exterior nada puede exigir coactivamente por la
fuerza moral del Derecho y por la fuerza física a título de libertad de
la “verdad” agnóstica que
incluye todas las falsedades en su concepto agnóstico. Dios y Cristo
Legislador y sus ministros de la Iglesia y del Estado no podrán exigir
nada de nadie a título de “verdad“, de “razón religiosa”. De ahí nace la Iglesia Ecuménica, basada sobre acuerdos libres y gobernada “colegialmente” y no por monarquía y leyes impuestas por derecho divino. La falsedad de tal “fe” profesada se verá fácilmente en los “argumentos”
teológicos: se mutila la Revelación divina, principalmente la Carta a
los Romanos (13, 1-8) y el Magisterio, especialmente el de Trento (Cristo Legislador) y de Pío VI (sistema democrático liberal). Es una fe “herética” (D.S. 2604). No existe la menor duda sobre eso.
1.3. Teología experimental agnóstica
Del agnosticismo, el Concilio deriva la “aequalitas jurídica” y el “neve ínter eos discriminatio fíat [… ] propter rationes religiosas” (6.7); la acción libre de “cuiusvis religionis”, de cualquier falsa religión (6.8) predicando la “euromque pacifica compositione” (7.6) junto con la “libertas quam máxime”, la “integrae libertatis consuetudo” (7.7). Todos pueden “libere ostendere”, “mostrar libremente la virtud singular de la propia doctrina” (4.8); todos pueden “reunirse movidos por el propio sentimieno religioso” (suo ipsorum sensu religioso moti) (4.9). Se excluye todo género de coacción exterior contra las falsas religiones (quodvis genus coercitionis) (10.3). Gregorio XVI llamó a eso“summam impudentiam”, suma desvergüenza (Mirari vos).
El Concilio, sin embargo, afirma que “aunque la Revelación divina no afirme expresamente ese derecho (non expresse affirmet jus)”, con todo ella muestra la “dignidad del hombre” y de ahí concluye que semejante doctrina“tiene raíces en la Revelación divina” (radices habet) (9,2). Ahora bien, es falso que la Revelación solamente “no exprese” ese
derecho: ella expresa lo opuesto. Y si muestra la dignidad ontológica
del hombre, dotado de libertad psicológica (creado a imagen y semejanza
de Dios), ella también evidencia la discriminación moral entre buenos y
malos, y lógica entre verdad y error. Sólo una falsa “revelación” agnóstica mostraría una “dignidad” agnóstica del “hombre“. El propio término “hombre” es universal y no relativista, no un mero “sentimiento” subjetivo. Pero el Concilio pretende que el conocimiento de esa dignidad del hombre y de sus “exigencias” “se volvieron más conocidas a la razón humana (plenius) por la experiencia de los siglos”, “per saeculorum experientiam” (9.1.). Entonces, la “Revelación” conciliar viene por la “razón” de cada uno y por la “experiencia“, por una razón agnóstica que “no discrimina por razones religiosas”, por el “sentimiento religioso”. Se pretende la evolución de la verdad: hoy esa “dignidad” sería de conocimiento “más pleno” para una razón que no alcanza la verdad. ¡Contradicción! ¡Injuria a la Civilización cristiana!
1.4. Igualdad jurídica entre el error y la verdad
Pretende el Concilio una “congruencia” entre los derechos de la verdad y de la fe con los derechos contrarios a la verdad y a la fe. ¡Nuevo sofisma! La Iglesia enseña que nadie sea forzado a cumplir el deber de creer: “que nadie sea forzado contra su voluntad a abrazar la fe católica, pues, como enseña San Agustín, nadie puede creer sino voluntariamente” (León
XIII – D.B. 1875). Entonces, la Iglesia tolera que no se cumpla ese
deber de creer. Pero, de la voluntariedad psicológica exigible por el
acto de fe, el Concilio pasa a la libertad lógica, moral y jurídica: “Por
lo tanto, está plenamente de acuerdo con la naturaleza de la fe que, en
materia religiosa [agnósticamente concebida}, cualquier género de
coacción por parte de los hombres sea excluido” (10.3). El “obsequio racional” de la fe se torna “libre”
moralmente y se pasa del acto de fe a los actos que no son de fe sino
de ley natural de la razón y ahí por el agnosticismo, se incluye también
lo que es contra la razón y la fe. Entonces, se usa como fachada y
disfraz la tolerancia para quien no cumple el deber “ad fidem”, para encubrir un falso “derecho” de obrar “contra fidem” y“contra rationem”. Nicolás I (858-867), enseñó: “En modo alguno debe ser usada la violencia para que crean (ut credant) (D.S. 647). Alejandro II (1061-1073) juzgó “celo desordenado” el procedimiento opuesto y tolera ahí la libertad: “resérvala unicuique proprii arbitrii libértate” (D.S. 698). Pero, no era eso lo que deseaban los padres conciliares “progresistas“. Querían el “criterio propio libre”, agnóstico, el “derecho” de contrariar la verdad y de practicar actos contra las leyes de Dios. Eso va contra la Revelación divina: “principes non sunt timori boni operis sed malí” (Rom. 13,3). No debe existir temor para las obras buenas; pero para las obras malas, sí. Entonces, el agnosticismo quiere que “no sea impedido” quien impide la fe y la verdad, quien viola las leyes de Dios: “Nadie sea impedido”. Se prohibe prohibir el error y el mal. Se da “derecho” para el crimen contra las leyes morales. La falsa “verdad” quiere los derechos de la verdad: indiferentemente serían iguales con “aequalitas iuridica” (6.7). Violar los mandamientos de Dios sería un “derecho” del hombre que el gobernante no podría impedir. El Derecho sería igualado a la Ontología, la “norma agendi” divina,
reguladora de los actos libres psicológicamente, sería obrar conforme a
la libertad psicológica. Se iguala la Moral a la Psicología. En vez de
que la Moral rija los actos psicológicos del hombre, él se regiría a sí
mismo por su “criterio propio libre”, sin imperativos impuestos por Dios o por los “ministros de Dios”, las autoridades exteriores.
SEGUNDA PARTE
APOYO DEL CONCILIO AL AGNOSTICISMO Y A LA HEREJÍA
2.1. Mutilación de la Revelación y sofismas
Sería demasiado que el Concilio, hablando de su supuesto “derecho“,
no citase a San Pablo, en la Carta a los Romanos (XIII, 1-8). Pero,
pervierte y mutila el texto. Cita mutilados los versículos 1 y 2 y omite
los demás. ¿No tienen igual autoridad? ¿Dejan de existir por la
omisión? Los textos omitidos enseñan que “quien resiste al poder adquiere para sí la condenación…”. Niegan la libertad, el derecho de no obedecer a las autoridades “ministros de Dios”. Ellos distinguen entre acción buena y mala, contradiciendo al Concilio que dice: “No se hagan discriminaciones […] por razones religiosas” (6.7). Incluyen la “espada” para “vindicta”
contra los que practican el mal. Prescriben el temor a la autoridad,
además de enseñar el amor. Obligan a obedecer a la autoridad por
necesidad de conciencia y no a obedecer sólo a la propia conciencia: “sed sumisos [… ] en conciencia” y no el obrar por “criterio propio libre”. Entonces, la ley cristiana no elimina la coacción exterior contra el error.
El Concilio no cita a Cristo: “la verdad os hará libres”. No cita a Cristo expulsando a los vendedores del templo y predicando “como quien tiene autoridad”.
Omite todo el Antiguo Testamento donde Dios preceptuó hasta la pena de
muerte en materia religiosa. Y, al citar los dos versículos, incluso de
manera mutilada, el Concilio, de inmediato, intenta vaciarlos, diciendo
que los Apóstoles: “no temieron
contradecir al poder público que se oponía a la santa voluntad de Dios”,
“hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (11, in fine). ¡Pura malicia! Se sirven de la verdad para encubrir la falsedad de su doctrina: supone el Concilio que la “voluntad de Dios” sea el “derecho” de no seguir los mandamientos de Dios, sino el “criterio propio libre”.
¡No obedecer a Dios sería la voluntad de Dios! Si los Apóstoles se
opusieron a quien se oponía a la voluntad de Dios, ellos no ratificaron
el derecho de no seguir la verdad, de no obedecer a las leyes de Dios.
He aquí la “summam impudentiam” declarada
por Gregorio XVI. Iguala el Concilio a quien se opone a la voluntad de
Dios con quien se rige y rige la sociedad por los mandamientos de Dios.
Invierte la ley divina. ¡Summam impudentiam!
2.2. Eliminación de la defensa social de la verdad
La “teología”
conciliar no pasa de una serie de repeticiones de la doctrina contra
toda autoridad, dogma, coacción exterior, imposición, uso de la fuerza y
pena temporal: los Apóstoles, dice, “despreciaron las armas carnales”(11.20); “no usaron acción coercitiva” para convertir a los hombres (11.6); “el reino de Dios no se reivindica hiriendo”(11.14); “no quisieron imponer la verdad a sus contradictores, por la fuerza” (11.13).
Ahora bien, San Pablo dice: “…no procediendo con astucia, ni adulterando la palabra de Dios.(2 Cor. 4,2) y eso hace el Concilio. “Cada luchador usa las armas propias para su milicia y lucha”, escribe Santo Tomás sobre las luchas espirituales. El texto de San Pablo donde se habla de que no luchamos con “armas carnales” (2 Cor. 10, 4) se refiere a las luchas espirituales. Pero en la “ordenación de Dios” para el orden exterior, San Pablo habla de “non sine causa gladium portat” (Rom. 13, 1-8). Entonces, el Concilio pervierte la Revelación. Pío VI enseña que “los propios Apóstoles usaron de la fuerza exterior para constituir y sancionar la disciplina” (Auctorem fidei) y condenó como “herética” la doctrina que es hoy del Concilio (D.S. 2604). He ahí la base de la Teología conciliar.
Y
hay más: los textos conciliares usan del sofisma para encubrir los
errores que desean con la fachada de otras doctrinas verdaderas. Si “los Apóstoles no usaron de coacción para convertir a los hombres”, para “reivindicar el reino de Dios” espiritual, para “imponer la verdad” de fe, Cristo y los Apóstoles nos enseñaron el uso del látigo contra los profanadores del Templo, la “autoridad en la predicación”, la “ordenación de Dios” en el orden exterior donde se usa la fuerza, no “para convertir” sino para impedir que impidan las conversiones a la fe, “ut fidem non impediant”,
al decir de Santo Tomás. Y la imposición civil de las leyes de Dios, el
castigo de sus violadores, no es cuestión sólo de fe. Incluso sin la fe
es cuestión de ley natural exigible por la razón. “Si en la sociedad existen malos —y siempre los habrá— la autoridad debe ser tanto más fuerte cuanto el egoísmo de los malos fuere más amenazador… El deber de todo católico es usar de las armas políticas que posee para defender la Iglesia” (San Pío X – Notre charge apostolique). Si por tolerancia la Iglesia no obliga “ad fidem”, si juzga tal proceder un “celo desordenado” (D.S. 698 – Alexandre II), ella ordena defender las ovejas contra los lobos, las víctimas contra los criminales.
2.3. Sólo predicar, sin régimen jurídico
Dice el Concilio como “teología“: “la persona humana debe ser conducida por criterio propio y gozar de libertad”(11.2). Cristo fue “manso y humilde de corazón”, “pacientemente atrajo e invitó a los discípulos” (11.4). Los Apóstoles “siguieron el ejemplo de modestia y mansedumbre de Cristo” (11.20). El reino de Dios se establece“testimoniando y oyendo la verdad, y crece por el amor con que Cristo en la Cruz atrae los hombres para sí”(11.14). “Los Apóstoles afirmaban con plena fe que el propio Evangelio era la fuerza de Dios para la salvación de todo creyente” (11.19); ellos “confiaron
plenamente en la fuerza divina de esta palabra para destruir los
poderes adversos a Dios, para llevar a los hombres a la fe y a la
sumisión a Cristo” (11.20); ellos “dieron testimonio de verdad” (11.18).
He allí la profesión pública de la “herejía” del “sistema herético” que Pío VI condenó. La Iglesia, enseña Pío VI:“recibió de Dios el poder de imponer una disciplina en cuanto a las cosas exteriores (res exteriores)” y puede“exigere per vim exteriorem subiectionem suis decretis”. Eso no es “abuso de autoridad” como pretendían los Jansenistas (D.S. 2604). Ella puede “ordenar por leyes y ejercer coacción y obligar a los desviados y contumaces por juicio externo y penas saludables” (D.S. 2605). La Iglesia tiene el poder de “definir dogmáticamente” (D.S. 2921), enseña Pío IX, y condena a los que afirman que “la Iglesia no tiene el poder de usar de la fuerza” [… ] (D.S.
2924). El sofisma del Concilio es, pues, el mismo de los herejes.
Desprecia todo el Magisterio de la Iglesia; desprecia y pervierte la
propia Revelación. Sigue a los protestantes que pretendían la “sola Biblia”, sin autoridades, sin imposición, sin penas. Sigue a Wyclif que, escribía: “Nuestro Legislador nos dio una ley por sí misma suficiente para el régimen universal de la Iglesia”.
Mientras que los malos usan la fuerza exterior contra sus víctimas, se
pretende quitar a éstas las armas exteriores para su necesaria defensa.
Los Apóstoles y Cristo no pretendieron ser autoridades civiles y usar
ellos mismos de la espada. Pero Cristo enseñó que “sus ministros lucharían si su reino fuese de este ‘mundo’“‘ temporal y San Pablo legitimó “el motivo” del uso de las armas por los gobernantes temporales: “vindicta contra los malos”. El Concilio usa del sofisma de la libertad psicológica para destruir la necesidad lógica, moral, jurídica y religiosa de la “ordenación de Dios”.
Pretende, por las virtudes de los pacientes, mansos y humildes,
conferir derechos a los agresores de ellos y quita a las autoridades el
deber de defenderlos, a no ser por “palabras“, “atracción” e “invitación“. Quieren, con los Modernistas y Protestantes, “un Cristianismo no dogmático, sino amplio y liberal” (San Pío X – D.S. 3465).
2.4. Negación de la autoridad divina de Cristo
Afirma el Concilio: Cristo “apoyó
y confirmó su predicación con milagros para excitar y comprobar la fe
de los oyentes y no para ejercer coacción sobre ellos” (11.5). El “prefirió llamarse Hijo del Hombre” […] (11.9).
Estas afirmaciones provienen de la negación de la divinidad de Cristo por los modernistas. Enseñaron éstos que la divinidad de Cristo es un “dogma de la conciencia cristiana; que no se prueba por los Evangelios” (D.S. 3427). Enseñaron que Cristo “al ejercer su ministerio, no hablaba para enseñar que era el Mesías y que sus milagros no tenían por finalidad demostrar eso” (D.S. 3428). Estos serían sólo para “excitar la fe de los oyentes”,
la fe que nacería sólo de la conciencia, interiormente. He aquí cómo el
Concilio repite la gran blasfemia: la finalidad de los milagros sería
la “excitación” de la fe en la
conciencia de los oyentes y no sería demostrar la autoridad divina por
la cual Cristo tiene el poder y derecho de imponer doctrinas de fe y de
obligar a la observancia de mandamientos a los “oyentes“. Estos no serían subditos de Cristo, sino sólo alumnos de un maestro sin autoridad imperativa. Cristo “prefirió“, dice el Concilio, ser “Hijo del Hombre”, como si no fuese también Hijo de Dios, verdadero Dios. Deja reticente la divinidad de Cristo.
2.5. Negación del reinado social de Cristo
Afirma el Concilio: Cristo “no
queriendo ser un Mesías político y que dominase por la fuerza, prefirió
llamarse Hijo del Hombre que vino para servir y dar su vida para la
redención de muchos” (11,9).
El
Concilio hace una oposición entre Cristo como Redentor y Cristo como
Legislador político. El fin de la venida de Cristo sería sólo la
Redención y sus leyes no serían un “servicio” para el hombre. El Concilio Tridentino anatematiza tal doctrina: “Si
alguien dijere que Cristo Jesús fue dado por Dios a los hombres como
Redentor en quien confíen y no también como Legislador a quien
obedezcan, sea anatema” (D.S. 1571).
¡He allí la herejía conciliar! Niega a Cristo Legislador. Urbano V condenó como “herética” la doctrina de que Cristo“abdicó del… derecho a las cosas temporales” (jus in temporalibus) (D.S. 1091). Luego, es “herejía” negar a Cristo el poder y el derecho de ser Legislador de los hombres. Pío XI enseñó: “erraría
torpemente quien negase a Cristo el imperio sobre cualesquiera cosas
civiles”; “los hombres reunidos en sociedad no están menos que
individualmente en poder de Cristo” (Quas primas). El gobernante no puede “conculcar los derechos de Dios en la sociedad” (Ubi arcano).
2.6. La superioridad de los derechos de Dios
Afirma el Concilio: “Cristo reconoció el poder civil [… ] pero advirtió que los derechos superiores de Dios debían ser observados” (11.11).
¡Sofisma! Supone falsamente que los derechos superiores de Dios no son los mandamientos imperativos de Dios, el “serva mandata”, sino la libertad para violar los mandamientos. El Concilio de Trento condenó tal doctrina: “Si alguien dijere que el hombre justificado… no
está obligado a guardar los mandamientos de Dios y de la Iglesia, sino
sólo a creer, como si el Evangelio fuese simple y absoluta promesa de
vida eterna, sin la condición de observancia de los mandamientos, sea
anatema” (D.S. 1570).
Así, si las leyes de Dios son “superiores” al poder civil, obligan al poder civil en sus acciones de gobierno. De la “superioridad” no se infiere la libertad moral, sino el deber de sumisión: “Obedeced a vuestros prepósitos y estadle sujetos” (Hebr. XIII,17). “Todos han de someterse a las potestades superiores…” (Rom. XIII, 1). “Quien dice aue le ha conocido a Dios y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso…” (I Jo. II, 4). El texto “hay que obedecer a Dios antes aue a los hombres” (Hech. V, 29) se aplica primariamente a las autoridades míe gobiernan, contra sus pretensiones “democráticas“, contrarias a las leyes de Dios.
2.7. La Redención obtuvo la liberación de los Mandamientos
Afirma el Concilio: Cristo, “al
completar en la Cruz la obra de la Redención, por la cual adquiriría
para los hombres la salvación y la libertad verdadera, concluyó su
revelación” (11.12).
¡Sofisma! Sugiere
que con la Redención en la Cruz todos ganaron la libertad de no
adherirse a la verdad, de no observar las leyes de Dios; que Cristo es
sólo Redentor y no también Legislador; que la salvación no implica la
condición de observar los mandamientos. El Concilio de Trento condena
tal doctrina: “Si alguien dijere que
nada está mandado en el Evangelio fuera de la fe y que el resto es
indiferente, ni mandado, ni prohibido, sino libre; o que los diez
mandamientos nada tienen que ver con los cristianos, sea anatema” (D.S. 1569).
Y,
contradicción, si Cristo no probó ser el Mesías y tener autoridad
divina, ¿cómo conquistó la redención? ¿La conquistó en acto, aplicando
sus méritos a todos “los hombres”,
incluso obrando contra sus leyes? Los Begardos negaban la obediencia
sólo a los preceptos de la Iglesia y, aun así, ya fueron codenados como “herejes” por Clemente V (D.S. 893). La “verdadera libertad” cristiana
se somete a los mandamientos por amor, libremente y no por coacción de
las leyes: pero, no quita el deber de obedecerlas (Santo Tomás, S.
Theol. 1-2, 108, 1-2-3). Si todos se salvan por la Redención para todos,
todos tienen el “derecho” de pecar libremente. Es lo que Lutero escribió a Melachton: “Peca fuertemente y cree más fuertemente”.
2.8. Dios respeta la dignidad de los malos
Afirma el Concilio: “Dios
tiene en cuenta la dignidad de la persona humana [… ] que debe ser
conducida por criterio propio libre y gozar de libertad” (11.2). Los Apóstoles “respetaban a los débiles a pesar de que cayesen en errores”(11.17).
¡Sofisma!
Se pasa de la dignidad ontológica, por la cual Dios sustenta en el ser
hasta los demonios en el Infierno, a la dignidad moral y lógica, natural
y sobrenatural. Si Dios castiga a los malos con penas temporales y
eternas, no“tiene en cuenta”, ni “respeta” la dignidad de los que obran contra la dignidad moral y religiosa. La “dignidad”
moral y religiosa sería agnóstica. Y, contradictoriamente, un agnóstico
nada puede afirmar sobre Dios. Sofisma tétrico que pretende que Dios “respeta” la dignidad de Lucifer y quiere que Lucifer tenga igual “dignidad” que Dios; que los malos tengan igual dignidad que los buenos: el mal moral sería indiferente, “no discriminable”. Contradicción. Si fuese “derecho” obrar mal, no existiría pena en el juicio final, como afirma. ¡No se castiga el ejercicio de un “derecho” dado por Dios! Ni tampoco todos los “vacilantes” son “débiles”
en el sentido de inadvertidos, impotentes; existen los renitentes en
los errores, conscientemente; existen los perversos, endurecidos por el
mal. Con la gracia de Dios: “podemos todas las cosas”, dice San Pablo.
2.9. Cristo ordenó el “derecho” de obrar mal
Afirma el Concilio: “Cristo, reconociendo la cizaña sembrada con el trigo, ordenó que ambos creciesen hasta la siega, al fin de los siglos” (11.8).
Ahora
bien, la Tradición y los contextos muestran que Cristo ahí preceptuó la
tolerancia de los malos, en ciertos casos, en atención a la defensa de
los buenos y no concedió a los malos un “derecho” de obrar mal. El no mandó dar “derecho” a la cizaña, sino “permitir” (sinite) que creciese. Y el fin de ese “permiso”
fue no damnificar, por el castigo, simultáneamente, al trigo. Donde no
existe ese daño posible a los buenos, la Revelación coloca la espada del
gobernante como “vindicadora contra el que practica el mal”. No ordena a las autoridades “dormir” para que “el hombre enemigo” siembre la cizaña. Se castigará a la cizaña; no le da “derecho” de acción. El precepto divino ahí sólo tiene lugar: “cuando no podemos erradicar la cizaña sin extirpar junto el trigo” (Santo
Tomás, Summa contra gentiles, III, 146). Si para los crímenes contra el
patrimonio los hombres aplican penas hasta de muerte, ¿por qué no las
aplicarían contra los que envenenan las almas por la herejía? El
Concilio deforma, pues, la doctrina de la tolerancia en vista de un bien
mayor. Enseña el “derecho de perdición”, el derecho del “non serviam”.
2.10. Solamente castigo en el Día del Juicio
Afirma el Concilio: “Cristo censuró la incredulidad de los oyentes, pero dejó la vindicta para Dios en el día del juicio”(11.6), “al fin del siglo” (11.8), “cada uno de nosotros ha de dar a Dios cuenta de sí mismo” (Rom. 14,12).
Ahora bien, tal doctrina es “herética“.
Tanto Dios como sus ministros terrestres tienen derecho y poder de
imponer penas temporales. Para eso, San Pablo habló de la “espada” en las manos del gobernante y Cristo usó el látigo. En el Salmo 88, 32, Dios habla sobre los que “y no guardaren mis mandamientos”: “castigaré con la vara sus iniquidades y con azotes sus pecados”. San Pablo habla del fin medicinal y salvífico de la pena temporal: “ut salvus fiat spiritus ejus in die Domini” (ICor. 5, 5). Entonces, el Concilio quiere la perdición eterna de las almas, el “derecho de perdición”. Si Cristo “censuró” la incredulidad, no dio “derecho” de no creer ni tampoco de violar sus leyes. Trento habla de la “pena temporal a ser pagada en este siglo” (D.S. 1580). Pío XI enseña: “Cristo tiene el derecho de imponer penas a los hombres todavía vivos (adhuc viventibus)” (Quas primas). Y Pío IX habla del deber de los gobernantes de “reprimir con sanciones a los violadores de la religión católica” (Quanta cura). Luego, es falsa la doctrina conciliar. Y el juicio individual de cada uno, “por sí mismo”,
no le quita a nadie, gobernantes y gobernados, los deberes sociales por
los cuales ha de rendir cuentas a Dios. Dijo Dios a Ezequiel: “..
.y tú no le previnieres ni hablares para amonestar al impío [que se
aparte] de su perverso camino y viva, ese impío morirá en su iniquidad;
mas Yo demandaré de tu mano su sangre” (Ez. 3, 18). Santo Tomás, comentando las Escrituras, enseña que los gobernantes “rendirán cuentas a Dios por las almas de sus subditos”, al rendir cuentas “por sí mismo” (In Hebr. 13, 17); “les será imputado si hubieren sido negligentes en hacer lo que su deber requería” (In Rom. 14, 12).
2.11. La coacción causaría la muerte del alma
Afirma el Concilio: Cristo “no quiebra la caña cascada, ni extingue la mecha que aun humea”.
Ahora bien, por tales metáforas se entiende, según la Tradición, la tolerancia divina para con ciertos pecados y no el “derecho” de pecar. El “derecho” de pecar es “muerte para el alma”,
según Gregorio XVI. La pena, vimos, tiene un fin salutífero. Los actos
libres de los malhechores de las almas quiebran las cañas ya cascadas
por el pecado original y por las concupiscencias y extinguen los restos
de inocencia y libertad dejados por los pecados. Invierte el Concilio
los fines de la coacción y la naturaleza mala de la libertad agnóstica.
Pío IX enseña que la libertad para el mal corrompe las costumbres (D.S.
2979).
2.12. La Iglesia en espíritu
Afirma el Concilio: “Dios
llama a los hombres para que le sirvan en espíritu y en verdad; por lo
cual están vinculados en conciencia, pero no coaccionados” (11,1).
Es la doctrina de los Protestantes y Jansenistas de la Iglesia “neumática”
que restringe los vínculos religiosos sólo al interior de las
conciencias y deja el orden exterior libre, dentro de la Iglesia y en el
orden civil. Es la doctrina de Sabatier y Harnack. Proviene de
Eckhart: “Dios no manda actos exteriores”; éstos “no son ni buenos ni malos”. Lo condenó Juan XXII (D.S. 966-967). Los Jansenistas condenados por Pío VI pretendían esa “iglesia” integrada sólo por “adoradores en espíritu y verdad” (D.S. 2615). De ahí, deriva el Indiferentismo de Lamennais que pretende que en el orden exterior se puede profesar libremente “cualquier fe”, siendo suficiente la rectitud interior para la salvación. Lo condenó Gregorio XVI (Mirari vos). Es la doctrina del Ecumenismo de los “Pancristianos“, condenados por Pío XI en “Mortalium ánimos”. Niegan la Iglesia “visible y perceptible”, su “naturaleza externa y perceptible a los sentidos”, la existencia de papas y obispos con “jurisdicción visible”. Pío XII enseña: “Están
lejos de la verdad los que imaginan la Iglesia de forma [… ] sólo
neumática, que une entre sí, con vínculos invisibles, comunidades
cristianas separadas en la fe” (Mystici Corporis). Es “herética” esa concepción de “Iglesia” que deja orden exterior sin jurisdicción visible. El Concilio nada habla de la jurisdicción suprema en la tierra en materia religiosa, de la“naturaleza coactiva” de su poder de enseñar y de regir. Quiere una Iglesia sin papa verdadero. Eso es revelador de la naturaleza del Vaticano II.
2.13. Bastan la Fe y el Bautismo sin las obras
Afirma el Concilio: Cristo,
al enviar a los Apóstoles, les dice: “Quien creyere y fuere bautizado,
será salvo; mas, quien no creyere, será condenado” (Me. 16, 16).
Ahora bien, el Concilio de Trento condenó la herejía de los Protestantes de la suficiencia de la fe sin la “condición de cumplir los mandamientos”, siendo sólo necesario el bautismo. “Si
alguien dijere que los bautizados, por el bautismo, están obligados
sólo a la fe y no a guardar toda la ley de Cristo, sea antema” (D.S. 1620).
“Si
alguien dijere que los bautizados están libres de todos los preceptos
de la Santa Iglesia, ya los escritos, ya los de la tradición, de tal
modo que no están obligados a observarlos, a no ser que espontáneamente
(sua sponte) quieran someterse a ellos, sea anatema” (D.S. 1621).
“Si
alguien dijere que los niños bautizados, cuando crecieren, han de ser
interrogados si quieren ratificar lo que en el bautismo los padrinos
prometieron en su nombre y si respondieren que no quieren, han de ser
dejados a su arbitrio y que no se debe obligarlos por ninguna otra pena a
la vida cristiana […], sea anatema” (D.S. 1627).
He allí la plena condenación de la Iglesia meramente “en espíritu”, con obligaciones sólo “en conciencia”, sólo “espontánea“, sin “coacción exterior”. Junto con el agnosticismo de la “conciencia“, “cualquier fe” sería salutífera. La“Iglesia de la espontaneidad general” no es católica.
2.14. Basta la fe fiducial de los herejes
Afirma el Concilio: los Apóstoles sólo “se consagraron a dar testimonio de la verdad” […] y anunciaban “con confianza (cum fiducia) la palabra de Dios” (Hech. IV, 31). Insinúa la doctrina de la suficiencia de la palabra de Dios con la fe “fiducial” predicada por Lutero, sin necesidad de sumisión a los mandamientos de Cristo y leyes de la Iglesia. Lutero enseñó: “cree fuertemente que estás absuelto y estarás absuelto” (D.S. 1461). El Concilio de Trento la condenó como “confianza vana” (vana fiducia), que “puede darse entre los herejes y cismáticos”, está “contra la Iglesia Católica” (D.S. 1533) y no es la “fe justificante” (D.S. 1562-1563- 1564). Suprime la necesidad de sumisión a la Iglesia visible.
2.15. Mártires de la libertad contra Dios
Afirma el Concilio: “En todo tiempo y lugar innumerables mártires y fieles siguieron este camino” (11.23).
He aquí la “suma desvergüenza”:
afirma que los mártires de la sumisión a las leyes de Dios y de la
Iglesia, cooperadores de la gracia de Dios, son mártires del apego
orgulloso al “proprio libero consilio”,
mártires de la libertad para violar las leyes de Dios, iguales a los
que, por sus crímenes, por predicar falsedades e impedir la libertad de
la “ordenación de Dios” o de la
verdadera fe, fueron justamente castigados. Paulo VI, en un discurso en
Uganda, igualó a los mártires católicos a los de “otras religiones”. Serían iguales al impío Miguel Servet, muerto por los calvinistas. ¡Injuria!
TERCERA PARTE
CONDENACIÓN DE LA IGLESIA CATÓLICA
Y el Concilio llega a la “suma desvergüenza” de injuriar de nuevo a la Iglesia Católica. Afirma que los Apóstoles: “no usaron artificios indignos del Evangelio” (11.16) y que “el pueblo de Dios (populus Dei)”, a través de los siglos “tuvo a veces un modo de obrar menos conforme y hasta contrario (immo contrarius) al espíritu del Evangelio” (12.3).
Ahora bien, no se trata sólo del “obrar” sino también de la doctrina que dirige la acción de la Iglesia. Afirma, por lo tanto, que la Iglesia Católica usó de “artificios” o sea de una falsa doctrina y que, por eso, a través de los siglos fue “contraria” al Evangelio de Cristo. Serían los herejes, las “mentes de los hombres”, por su “experiencia de los siglos” (9.1) los que estarían con la verdad del Evangelio: quienes rindieron culto a la “dignidad del hombre” de modo agnóstico son los ciertos. Contradicción en quien afirma conocer las leyes divinas “mediante su conciencia”(3.5), derivando de ahí “su fe”, “principios religiosos”, “sus normas propias” y, por lo tanto, su “evangelio” propio. Quien afirma el “sentimiento religioso” y el “libre criterio propio”, afirma la prevalencia del “proprio judicio” que, lo afirma San Pablo, es la característica del “haereticus homo” (Tito 3, 10). ¡He aquí el derecho de herejía del Concilio!
Vimos
cómo todas las doctrinas filosóficas y teológicas del Concilio aquí
consideradas son radicalmente opuestas a la Filosofía y Teología de la
Iglesia Católica. Y como afirma el propio Vaticano II, son “contrarias”
entre sí. Ante eso, no nos queda sino el deber imperativo: rechazar el
Concilio Vaticano II como herético, falso, injurioso a la Iglesia
Católica, como obra de enemigos de la Iglesia infiltrados en su medio.
Al adherirse a una “falsae cuidam christianae religioni”, “áb una Christi Ecclesia admodum alienae”, instituyó “una falsa religión cristiana, sumamente ajena a la única Iglesia de Cristo” (Pío XI, Mortalium ánimos).
A M D G V M
Quien tenga ojos para ver, que vea y no sea como los que viendo, no perciben.
Dr. Homero Johas
Tomado de:Fundación San Vicente Ferrer