Claudicar
para triunfar.
En política parece inevitable separar el proceso
electoral del efectivo ejercicio del poder. Los más
pragmáticos sostienen, con bastante evidencia a su
favor, que es necesario concentrarse primero en acceder
al poder para luego recién soñar con la posibilidad
de cambiar la realidad.
Entusiasmados con esas
consigas apelan, sin dudar, al "vale todo", convirtiendo
al medio en un fin. Así nacen las frecuentes concesiones
que derivan en el ocultamiento premeditado de las convicciones
más profundas. Para los que hacen política,
esto no es realmente grave, ni siquiera es demasiado cuestionable.
Para ellos, esas son las inmutables reglas de juego vigentes.
Si alguien pretende conquistar el trono, deberá recorrer
irremediablemente ese sendero, por despiadado y cruel que
parezca.
Alcanzar el poder implica someterse
a la voluntad popular y a las demandas de una sociedad que
establece sus objetivos propios. Son muchos los ciudadanos
que entienden que la política debe resolver sus problemas,
y pretenden que sus dirigentes se ocupen del tema dándole
total prioridad.
No importa si esos programas
son justos, razonables o absolutamente inviables. Lo relevante
es que serán esos los criterios que definirán
los perfiles de los candidatos y sus predecibles alegatos
de campaña.
La gente es escéptica
y no confía en que la dinámica electoral encamine
todo adecuadamente. Pero también sabe, qué ante
la falta de alternativas, este es el modo menos ineficiente
de influir con su opinión ciudadana.
Los
políticos recitan discursos, casi siempre, diciendo
lo que la gente quiere escuchar. Contratan encuestas y dialogan
con muchos, solo para diseñar un relato que se ajuste
afinadamente a los requerimientos de la comunidad, y les
permita lograr los votos suficientes para llegar al poder.
Por eso es que rara vez la política realmente
lidera. En la inmensa mayoría de los casos lo hace
la sociedad, explicitando lo que pretende y es la política
la que finalmente promete soluciones a esas exigencias.
Los dirigentes son solo meros seguidores, instrumentadores
circunstanciales de planteos que la sociedad impone unilateralmente
sin participación de la política.
En
ese esquema, los políticos solo perfeccionan y mejoran
las formas de husmear en las prioridades de la gente, y
en vez de "dirigir" el recorrido, solo terminan siendo herramientas
descartables de ese atroz proceso.
Tal vez por
eso tampoco sean respetables los políticos. La gente
sabe que ellos mienten descaradamente, qué dicen solo
lo que resulta útil y oportuno, para luego, en el accionar
cotidiano, hacer cualquier otra cosa.
Es un
juego de una gran hipocresía. La sociedad reclama sobre
opinables asuntos, los políticos abandonan sus convicciones
y dicen lo que la gente espera. El resultado está a
la vista y no merece consideraciones adicionales.
Hay mucho de patético en todo esto. Demasiadas
actitudes inapropiadas, bastante de cinismo y, sobre todo,
una enorme dosis de inmoralidad. Parece difícil interrumpir
este círculo vicioso. Ante la ausencia de un sistema
que sea percibido como superador, solo resta esperar que
aparezcan líderes con mayúsculas, aunque no existen
estímulos suficientes para que ello ocurra.
La llegada al ruedo de personas de honor, preparadas para
compartir su visión sin esperar una recompensa electoral
en el corto plazo, parece solo una utopía o, en el
mejor de los casos, una ingenua expresión de deseos.
Si esos individuos estuvieran en la escena, ciertas
ideas podrían prosperar, algunos ciudadanos se cuestionarían
sus verdades irrefutables y se aspiraría a que empiece
a modificarse lentamente el curso de los acontecimientos.
Lamentablemente, la política está repleta
de ansiosos y voraces personajes que solo piensan en términos
de inmediatez. Ellos pretenden ocupar cargos pronto y no
tienen la paciencia que merece un genuino cambio de rumbo.
A menudo se pueden identificar personas que tienen
principios y que podrían administrar el porvenir, pero
lo cierto es que frente a un proceso electoral concreto,
son muchos los que deciden dejar de lado sus elaborados
argumentos para terminar repitiendo lo que la mayoría
reclama.
Inexorablemente deciden sucumbir frente
a sus ansias de alcanzar la cima y entonces todo vuelve
al inicio. Así no se puede construir nada sensato y,
menos aún, pedirle a la gente que crea en la política
y que participe.
Si el requisito para hacer
política es mentir, ser hipócrita y estar dispuesto
a arrojar la honra al suelo para abandonar definitivamente
las convicciones, no es esperable que "los mejores" quieran
ser parte de esta parodia.
Parece ser este el
denominador común de todo proceso electoral. O el sistema
cambia algún día, vaya a saber gracias a qué
extraño mecanismo difícil de imaginar, o aparece
mágicamente ese paciente héroe dispuesto a liderar
la interrupción de esta pérfida inercia, o se
seguirá asistiendo a este triste espectáculo en
el que la campaña es solo una secuencia de falsos discursos
ajustados a las supuestas demandas de la sociedad.
Mientras tanto, esta pantomima se repetirá hasta
el infinito y el montaje solo mostrará, como hasta
ahora, una gran farsa en la que un conjunto de dirigentes
políticos siguen dispuestos a claudicar para triunfar.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com skype: amedinamendez