lunes, 20 de julio de 2015

La buena mesa hace buenos amigos


La buena mesa hace buenos amigos

 El pequeño Mozart al clavecín
El fenómeno de la globalización uniformiza la comida, tornándola insípida y haciendo perecer las ricas cocinas regionales.
El gran Mozart, aun siendo niño, ya poseía una extraordinaria vocación musical. Si se pudiese imaginar a su padre destinándolo al aprendizaje mecánico en un ruidoso taller, se podría concebir que en pocos años su sensibilidad artística habría languidecido y acabado desapareciendo por completo. Su imaginación primaveral, poblada de sutiles pero aún inciertas melodías, habría sido derrochada si, en vez de expresarse en las clases de clavecín, fuera inmersa en el estridente matraquear de mazas y martillos. Y el mundo no habría conocido sus geniales composiciones.
 
Aunque ficticio, el ejemplo ilustra la existencia de una relación, claramente percibida por todos, entre los ambientes y los comportamientos.
También los hombres, al constituir los ambientes en los cuales viven, expresan naturalmente sus aspiraciones de alma. Visitando la encantadora casa de Mozart, en Salzburgo, nadie diría que allí vivió Henry Henry Ford, genio de la mecánica. Claramente ella fue compuesta de acuerdo a la fina sensibilidad de un músico.
Los pueblos, como las familias y los individuos, también exteriorizan de modo diverso según su medio, su pasado, sus condiciones. Cada pueblo, criando expresiones de su alma, transmite a las generaciones siguientes su modo de ser. Y así aseguran su continuidad, afirmando su propia identidad. ¿Quién no notó la diferencia entre los estilos de vida alemán e italiano? ¿Quién no oyó hablar de la cocina francesa y de la culinaria portuguesa, cada una con deliciosas ‒pero cuán diferentes‒ peculiaridades?
 Cada pueblo, criando expresiones de su alma, transmite a las generaciones siguientes su modo de ser.
Cuando un pueblo deja de manifestar auténticamente sus características de vida a través de nuevas expresiones culturales, camina hacia su fin. Deja de ser pueblo y se transforma en masa, según la enseñanza del Papa Pío XII. Es lo que se constata en el triste y fallido imperio soviético.
Entre las expresiones de la cultura popular más reveladoras de la personalidad de un pueblo, se encuentra la culinaria. Ella comprende no sólo la elaboración de recetas y la preparación de sabores, sino también la composición de la mesa: manteles, cubiertos y cristales. Además de eso, en torno a la mesa se cultivan las buenas maneras y las conversaciones adecuadas a la ocasión.
“Sírvase, por favor. ¿Puedo servirle?”. ¿Qué convidado no fue distinguido por esa cortesía? Es un reflejo de la sacral idea que nos viene de la condición de cristianos, relacionado a la Última Cena, de la cual Nuestro Señor se sirvió para instituir, bajo la forma de alimento, el más sublime de los sacramentos. Los primeros cristianos dieron a la comida el nombre de ágape, cuyo sentido es “amor”.
¿Por qué, desde los simples aniversarios en familia, bautismos y casamientos, hasta las grandes ceremonias oficiales ‒como la investidura de Presidentes, las visitas de Jefes de Estado, etc. ‒ se incluyen siempre comidas o banquetes en sus programas? Sin la mesa se siente incompleta la conmemoración. Ella revela lo indisociable de dos degustaciones: la de la compañía de los amigos y la del paladar.
Las abadías medievales fueron las que favorecieron esa unión indisoluble, elaborando grande recetas culinarias, a fin de que, como enseñó San Francisco de Sales mucho más tarde, “se trate bien al cuerpo a la mesa para que la alma se sienta a gusto, pudiendo así empeñarse en elevadas conversaciones, dando al prójimo toda la atención debida”. (Introducción a la Vida Devota)
La buena mesa quedó así como símbolo de la armonía social.
El menú de cada pueblo devorado por el monstruo globalizador
Sociólogos contemporáneos, preocupados con la desagregación social, se muestran aprensivos con la extinción de los hábitos culinarios característicos de las diversas regiones. La uniformización de las comidas es un fenómeno general. Con ella, tiende a desaparecer un importante factor para el armonioso relacionamiento entre los hombres.
Progresivamente las comidas van siendo preparadas según las técnicas industriales para la alimentación de masas: en modernas fábricas la materia prima (ya no más los ingredientes) es transformada, aliñada, dispuesta en cajas y enviada a los cinco continentes.
La homogenización no respeta las tradiciones locales. Ella se impone con el pretexto de ser práctica, barata y científicamente nutritiva. Al tornar trivial la comida, la familia y la sociedad pierden un factor de cohesión.

Progresivamente las comidas van siendo preparadas según las técnicas industriales para la alimentación de masas
El fenómeno, o mejor dicho, la anomalía hace parte de la globalización de la vida moderna. La homogenización culinaria sigue a la globalización de la economía y de la producción. Por otra parte, siempre los mismos métodos y las mismas manifestaciones “culturales” se imponen.
¿Por qué la desvalorización de los platos nacionales y regionales preocupa a los sociólogos?
Constatando la relación próxima entre la elaboración culinaria y el grado de civilización de un pueblo, ellos saben que cuando una civilización decae, su comportamiento a la mesa se embrutece. En ese sentido, son clásicos los horrores de los banquetes romanos en la decadencia del Imperio.
Claude Levi-Strauss, el conocido antropólogo francés, cuyas teorías contradicen las enseñanzas de la Iglesia ‒ y por eso lo rechazamos‒ sin embargo expresa una verdad en su libro “El origen de los comportamientos a la mesa”: “La culinaria de una sociedad constituye un lenguaje que trasmite inconscientemente su estructura… o sus contradicciones”. (Apud. Gastronomie française, J-R Pitte, Fayard, 1991, p. 201). En otras palabras, cada pueblo compone su menú de acuerdo a su grado de civilización.
Benjamín Barber, consejero del ex Presidente de Estados Unidos Bill Clinton, en su libro “Jihad versus McWorld”, analiza varios campos de la cultura contemporánea, además de la alimentación. La propaganda comercial, demuestra Barber, difunde por todas partes un sólo estilo de vida: las mismas imágenes, los mismos sonidos, los mismos símbolos, los mismos productos por todo el globo. Coca‒Cola, blue jeans, hamburguers, disneylandia, etc. Esa globalización difunde la monocultura. Ella se impone sobre las características de cada país, que quedan así amenazadas de muerte.
Barber afirma que tal imposición de la propaganda constituye una nueva forma de totalitarismo. Ella atenta contra las peculiaridades y aún contra la soberanía de los pueblos. Estos pierden poco a poco su identidad, una mentalidad definida y se someten a una voluntad ajena.
Talleyrand versus Fouché: la elegancia versus la vulgaridad revolucionaria
La música rock and roll, el cine, la televisión, etc., difunden la misma estética artificial que va creando una sensibilidad única. ¡Y cuán empobrecida!
J-L. Flandrin, Profesor de la Sorbona, publicó una voluminosa historia de la alimentación, en la cual denuncia el mismo fenómeno de la monocultura. El establece una relación entre el comportamiento alimentario y el estado de la mentalidad francesa en diferentes fases históricas. Actualmente, con la invasión de hábitos alimenticios y de comportamientos a la mesa extraños a su país, el Profesor Flandrin señala que la mentalidad francesa está desapareciendo, sobretodo en las generaciones más recientes, que son más influenciadas por la propaganda: “La globalización no puede ser una aplanadora de la cultura nacional”.
Sabores y civilización
El príncipe de Talleyrand, eximio en el arte de manipular las delicias de su mesa y de sacar de ella ventajas políticas, después de la derrota napoleónica de Waterloo, en 1815, convidó a cenar a Fouché. El sanguinario jacobino, tan vulgar cuando poderoso, odiaba a los reyes de Francia. Cabía a Taillerand obtener su indispensable apoyo para el nuevo rey Luis XVIII. Era una ardua tarea.
Talleyrand le sirvió un raro y excelente vino. Fouché, que no comprendía la maravilla que tenía en su copa, hizo ademán de beberlo de un solo trago, como si fuera aguardiente. Talleyrand sorprendido detuvo el brazo de su invitado, diciendo:
– “Este vino, estimado amigo, antes de nada debe ser acariciado con la mirada; no existe otro con el mismo matiz de púrpura”.
-¿Y qué importa?
– Después se siente su perfume: es un suave ramillete.
– ¿Y qué importa eso?
– Luego, se repone la copa en la mesa, sin tocarlo, y en silencio.
-¿Y qué?, murmuró Fouché impaciente.
– Entonces, se habla sobre él, completó Talleyrand.
Fouché, el revolucionario arribista, creyó poder promoverse hablando del vino… al cual Talleyrand agregó su política. Terminada la conversación, Fouché concedía su apoyo a Luis XVIII…
Nelson Fragelli