ESCRITO DE LOS PADRES DE LA IGLESIA
21
jul
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA
El valor de las riquezas
(¿Quién es el rico que se salva? 11-14)
Vino corriendo uno y, arrodillado a sus pies, le preguntó: Maestro
bueno, ¿qué debo hacerpara conseguir la vida eterna? (…). Jesús,
mirándole de hito en hito, mostró quedar prendado de él; y le dijo: una
cosa te falta: anda, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, que así
tendrás un tesoro en el Cielo; y ven después, y sígueme. A esta
propuesta, entristecido el joven, marchóse muy afligido, pues tenía muchos bienes (/Mc/10/17-22). ¿Qué es lo que le movió a la fuga y le hizo desertar del Maestro, de la
súplica, de la esperanza y de los pasados trabajos? Lo de vende cuanto
tienes. ¿Y qué quiere decir esto? No lo que a la ligera admiten algunos.
El Señor no manda que tiremos nuestra hacienda y nos apartemos del
dinero.
Lo que El quiere es que desterremos de nuestra alma la primacía
de las riquezas, la desenfrenada codicia y fiebre de ellas, las
solicitudes, las espinas de la vida, que ahogan la semilla de la
verdadera Vida. Si no fuera así, los que nada absolutamente tienen, los
que, privados de todo auxilio, andan diariamente mendigando y se tienden
por los caminos, sin conocimiento de Dios y de su justicia, serían, por
el mero hecho de su extrema indigencia, por carecer de todo medio de
vida y andar escasos de lo más esencial, los más felices y amados de
Dios, y los únicos que alcanzarían la vida eterna.
Por otra parte, tampoco es cosa nueva renunciar a las riquezas y repartirlas entre los pobres y necesitados, pues lo hicieron muchos antes del advenimiento del Salvador: unos, para dedicarse a las letras y por amor de la vana sabiduría; otros, a la caza de fama y de gloria, como Anaxágoras, Demócrito y Crates.
Por otra parte, tampoco es cosa nueva renunciar a las riquezas y repartirlas entre los pobres y necesitados, pues lo hicieron muchos antes del advenimiento del Salvador: unos, para dedicarse a las letras y por amor de la vana sabiduría; otros, a la caza de fama y de gloria, como Anaxágoras, Demócrito y Crates.
¿Qué es, pues, lo que manda el Señor como cosa nueva, como propio de
Dios, como lo único que vivifica, y no lo que no salvó a los anteriores?
¿Qué nos indica y enseña como cosa eximia el que es, como Hijo de Dios,
la nueva criatura? No nos manda lo que dice la letra y otros han hecho
ya, sino algo más grande, más divino y más perfecto que por aquello es
significado, a saber: que desnudemos el alma misma de sus pasiones
desordenadas, que arranquemos de raíz y arrojemos de nosotros lo que es
ajeno al espíritu. He ahí la enseñanza propia del creyente, he ahí la
doctrina digna del Salvador. Los que antes del Señor despreciaron los
bienes exteriores, no hay duda de que abandonaron y perdieron sus
riquezas, pero acrecentaron aún más las pasiones de sus almas. Porque,
imaginando haber realizado algo sobrehumano, vinieron a dar en soberbia,
petulancia, vanagloria y menosprecio de los otros.
Ahora bien, ¿cómo iba el Salvador a recomendar, a quienes han de vivir
para siempre, algo que dañara y destruyera la vida que Él promete? En
efecto, puede darse el caso de que uno, echado de encima el peso de los
bienes o hacienda, no por eso mantenga menos impresa y viva en su alma
la codicia y apetito de las riquezas. Se desprendió, sin duda, de sus
bienes; pero, al carecer y desear a la par lo que dejó, será doblemente
atormentado por la ausencia de las cosas necesarias y por la presencia
del arrepentimiento. Porque es ineludible e imposible que quien carece
de lo necesario para la vida no se turbe de espíritu y se distraiga de
lo más importante, con intento de procurárselo cómo y dónde sea.
¡Cuánto más provechoso es lo contrario! Poseer, por una parte, lo
suficiente y no angustiarse por tenerlo que buscar; y, por otra,
socorrer a los que convenga. Porque, de no tener nadie nada, ¿qué
comunión de bienes podría darse entre los hombres? ¿Cómo no ver que esta
doctrina de abandonarlo todo pugnaría y contradiría patentemente a
otras muchas y muy hermosas enseñanzas del Salvador? Haceos amigos con
las riquezas de iniquidad, a fin de que, cuando falleciereis, os reciban
en los eternos tabernáculos (Lc 16, 9). Tened vuestros tesoros en los
cielos, donde el orín y la polilla no los destruyen, ni los ladrones
horadan las paredes (Mt 6, 19). ¿Cómo dar de comer al hambriento, de
beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al desamparado—cosas por
las que, de no hacerse, amenaza el Señor con el fuego eterno y las
tinieblas exteriores—, si cada uno empezara por carecer de todo eso?
(…) No deben, consiguientemente, rechazarse las riquezas que pueden ser de provecho a nuestro prójimo. Se llaman efectivamente posesiones porque se poseen, y bienes o utilidades porque con ellas puede hacerse bien y para utilidad de los hombres han sido ordenadas por Dios. Son cosas que están ahí y se destinan, como materia o instrumento, para uso bueno en manos de quienes saben lo que es un instrumento. Si del instrumento se usa con arte, es beneficioso; si el que lo maneja carece de arte, la torpeza pasa al instrumento, si bien éste no tiene culpa alguna.
(…) No deben, consiguientemente, rechazarse las riquezas que pueden ser de provecho a nuestro prójimo. Se llaman efectivamente posesiones porque se poseen, y bienes o utilidades porque con ellas puede hacerse bien y para utilidad de los hombres han sido ordenadas por Dios. Son cosas que están ahí y se destinan, como materia o instrumento, para uso bueno en manos de quienes saben lo que es un instrumento. Si del instrumento se usa con arte, es beneficioso; si el que lo maneja carece de arte, la torpeza pasa al instrumento, si bien éste no tiene culpa alguna.
Instrumento así es también la riqueza. Si se usa justamente, se pone al
servicio de la justicia. Si se hace uso injusto, se la pone al servicio
de la injusticia. Por su naturaleza está destinada a servir, no a
mandar. No hay, pues, que acusarla de lo que de suyo no tiene, al no ser
buena ni mala. La riqueza no tiene culpa. A quien hay que acusar es al
que tiene facultad de usar bien o mal de ella, por la elección que hace;
y esto compete a la mente y juicio del hombre, que es en sí mismo libre
y puede, a su arbitrio, manejar lo que se le da para su uso. De suerte
que lo que hay que destruir no son las riquezas, sino las desordenadas
pasiones del alma que no permiten hacer mejor uso de ellas. De este
modo, convertido el hombre en bueno y noble, puede hacer de las riquezas
uso bueno y generoso.
Ejemplo de buen Pastor
(¿Quién es el rico que se salva? 42)
(¿Quién es el rico que se salva? 42)
Oigamos una historia que no es una fábula, sino un testimonio real
acerca de San Juan, transmitido de generación en generación. Después de
la muerte del tirano Domiciano, Juan regresó a Éfeso desde la isla de
Patmos. Siempre que solicitaban su presencia, acudía a las ciudades
vecinas de los gentiles para nombrar obispos, organizar la Iglesia, o
elegir como clérigo a uno de los designados por el Espíritu Santo.
En cierta ocasión, se trasladó a una de aquellas ciudades próximas —algunos incluso mencionan el nombre de Esmirna—donde, después de haber confortado a los hermanos, mientras observaba a quien había nombrado obispo, distinguió a un joven que destacaba por su buen aspecto y fuerte temperamento. Señalándole, dijo al obispo: Te lo confío con especial solicitud ante la Iglesia y Cristo, como testigos. El obispo lo acogió e hizo la promesa, con las mismas palabras y los mismos testigos.
En cierta ocasión, se trasladó a una de aquellas ciudades próximas —algunos incluso mencionan el nombre de Esmirna—donde, después de haber confortado a los hermanos, mientras observaba a quien había nombrado obispo, distinguió a un joven que destacaba por su buen aspecto y fuerte temperamento. Señalándole, dijo al obispo: Te lo confío con especial solicitud ante la Iglesia y Cristo, como testigos. El obispo lo acogió e hizo la promesa, con las mismas palabras y los mismos testigos.
Juan partió hacia Éfeso y el obispo acogió en su casa al joven que le
había sido confiado; lo alimentó, lo educó y tuvo cuidado de él hasta
que, por fin, fue bautizado. Sin embargo, después del Bautismo, el
obispo disminuyó su celo y vigilancia con el joven, porque ya estaba
marcado por el sello del Señor y para él aquello representaba una sólida
garantía.
Dejado precipitadamente a merced de su libertad, el joven fue corrompido
por algunos muchachos ociosos y de vida disoluta, habituados al mal.
Primeramente lo condujeron a banquetes suntuosos y, después, mientras
salían de noche a robar, consideraron que sería capaz de llevar a cabo
con ellos empresas mayores. Se habituó a ese género de vida y, por la
vehemencia de su carácter, abandonó el recto camino como un caballo que
rompe el freno, adentrándose cada vez más en el abismo. Al fin, renunció
a la salvación divina y no se preocupó más de las cosas pequeñas; al
contrario, cometiendo un pecado muy grave, se vio perdido para siempre y
siguió la misma suerte de todos sus compañeros. Los reunió y formó una
banda de ladrones y asesinos. Él era su jefe: el más violento, el más
peligroso, el más cruel.
Pasó el tiempo y un asunto exigió de nuevo la presencia de Juan en
aquella ciudad. El Apóstol, después de haber puesto en orden aquello que
motivó su venida, dijo al obispo: Restituye ahora el bien que Cristo y
yo te habíamos confiado en depósito ante la Iglesia, que tú presides y
que es testigo. El obispo, en un primer momento, quedó confuso: pensaba
que se le acusaba injustamente de la sustracción de un dinero que jamás
había recibido, y del que no podría dar fe a Juan porque no lo tenía, ni
tampoco poner en duda su palabra. Sin embargo, en cuanto el Apóstol
añadió: Te pido que me devuelvas aquel joven, el alma de aquel hermano;
el anciano, con una gran exclamación, respondió entre lágrimas: ¡Ha
muerto! ¿Cómo?, preguntó Juan; ¿y de qué muerte? ¡Ha muerto a Dios!,
contestó el obispo, pues se ha convertido en un hombre malvado y
corrupto: un ladrón, por decirlo brevemente. Y ahora, en vez de acudir a
la iglesia, vive en las montañas con una banda de hombres semejantes a
él.
El Apóstol se rasgó entonces las vestiduras y, golpeándose la cabeza,
dijo entre sollozos: ¡Buen custodio del alma de su hermano, he dejado!
¡Enviadme enseguida un caballo y que alguien haga de guía!
Y al instante partió de la Iglesia rápidamente al galope. Nada más llegar, fue capturado por la guardia de los bandidos, pero no intentó huir, ni suplicar, tan sólo les gritó: ¡He venido para esto; llevadme a vuestro jefe! El, mientras tanto, le esperaba armado, pero al reconocerle, quedó avergonzado y huyó. El Apóstol siguió tras de él con todas sus fuerzas sin tener en cuenta su edad, y le gritó: ¿Por qué huyes, hijo? ¿Por qué escapas a tu padre, viejo y desarmado? Ten piedad de mí, hijito, no tengas miedo. Tienes todavía una esperanza de vida. Yo daré cuentas al Señor por ti. Si es necesario, aceptaré la muerte, como el Señor lo hizo por nosotros; daré mi vida por la tuya. ¡Deténte; ten confianza: Cristo me ha enviado!
Y al instante partió de la Iglesia rápidamente al galope. Nada más llegar, fue capturado por la guardia de los bandidos, pero no intentó huir, ni suplicar, tan sólo les gritó: ¡He venido para esto; llevadme a vuestro jefe! El, mientras tanto, le esperaba armado, pero al reconocerle, quedó avergonzado y huyó. El Apóstol siguió tras de él con todas sus fuerzas sin tener en cuenta su edad, y le gritó: ¿Por qué huyes, hijo? ¿Por qué escapas a tu padre, viejo y desarmado? Ten piedad de mí, hijito, no tengas miedo. Tienes todavía una esperanza de vida. Yo daré cuentas al Señor por ti. Si es necesario, aceptaré la muerte, como el Señor lo hizo por nosotros; daré mi vida por la tuya. ¡Deténte; ten confianza: Cristo me ha enviado!
Al escuchar estas palabras, se detuvo. Bajó los ojos, tiró las armas y
comenzó a llorar amargamente, temblando. Después, abrazó al anciano que
estaba a su lado, mientras, entre sollozos, le pedía perdón: así, fue
bautizado por segunda vez con lágrimas. Sin embargo, ocultaba su mano
derecha. San Juan se constituyó en garante, confirmando con juramento
que había obtenido el perdón por parte del Salvador y, rezando, se
arrodilló y le besó la mano derecha, ya purificada por el
arrepentimiento.
A continuación, le condujo de nuevo a la Iglesia, e intercediendo con
abundantes oraciones y luchando juntos con ayunos continuos, cautivó la
mente del joven con los innumerables encantos de sus palabras. Según los
testimonios, no se retiró hasta haberlo introducido de nuevo en el seno
de la Iglesia, dando así un gran ejemplo de penitencia, una prueba
enorme de cambio de vida, un trofeo de conversión manifiesta.
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