El Saco de Roma: un castigo misericordioso
La Iglesia vive una época de
desorientación doctrinal y moral. El cisma se ha desatado en Alemania,
pero por lo visto el Papa no se da cuenta de la magnitud del drama. Un
grupo de cardinales y obispos promueve la necesidad de un acuerdo con
los herejes. Como suele pasar en los momentos más graves de la historia,
los acontecimientos se suceden con extrema rapidez. El domingo 5 de
mayo de 1527, un ejército desciende de Lombardía y llega al monte
Janícolo.
El emperador Carlos V, airado por la alianza política del papa
Clemente VII con su adversario el rey de Francia Francisco I, llevó un
ejército contra la capital de la Cristiandad. Aquella tarde el sol se
puso por última vez sobre la deslumbrante belleza de la Roma
renacentista. Unos 20.000 hombres entre italianos, españoles y
lansquenetes alemanes de fe luterana, se disponían a atacar la Ciudad
Eterna. Su comandante les había autorizado a realizar actos de saqueo.
Durante toda la noche, la campana del Capitolio tocó a rebato para
convocar a los romanos a las armas, pero ya era tarde para improvisar
una defensa eficaz. Al amanecer del 6 de mayo, amparados por una espesa
niebla, los lansquenetes asaltaron los muros entre la iglesia de San
Onofre y la puerta de Santo Spirito. La Guardia Suiza se situó en torno
al Obelisco del Vaticano, y decidió mantener su juramento de fidelidad
hasta la muerte. Los últimos cayeron junto al altar mayor de la Basílica
de San Pedro. Su resistencia permitió que el Papa pudiese huir junto
con varios cardenales.
A través del Passetto del Borgo, que sobre una muralla comunica el
Vaticano con el Castillo Sant’Angelo, Clemente VII pudo refugiarse en la
fortaleza, único baluarte que quedó libre de las fuerzas enemigas.
Desde la azotea del castillo, el pontífice presenció la tremenda masacre
que dio comienzo con la multitud que se había apiñado a las puertas del
castillo en busca de refugio, mientras los enfermos del hospital de
Santo Spirito de Sassia caían bajo los golpes de las lanzas y las
espadas.
La licencia ilimitada para robar y matar duró ocho días, y la urbe
estuvo ocupada durante nueve meses. «El infierno no es nada comparado
con el aspecto que presenta Roma», puede leerse en un informe veneciano
del 10 de mayo de 1527 mencionado por Ludwig von Pastor en su Historia de los papas.
Las principales víctimas de la furia de los lansquenetes fueron los
religiosos. Los palacios arzobispales fueron desvalijados, las iglesias
profanadas, sacerdotes y monjes fueron asesinados y esclavizados y las
monjas violadas y vendidas en los mercados. Se vieron obscenas parodias
de ceremonias religiosas, cálices utilizados para emborracharse entre
blasfemias, hostias consagradas fritas en sartenes y dadas de comer a
animales y tumbas de santos y cráneos de apóstoles profanados, como el
de San Andrés, con el que se jugó a la pelota en las calles. A un asno
le pusieron vestiduras eclesiásticas y lo condujeron al altar de una
iglesia. El sacerdote se negó a darle la comunión, y lo descuartizaron
por ello (véase El saco de Roma, de André Chastel, Espasa-Calpe, Madrid 1986; Umberto Roberto, Roma capta. Il Sacco della città dai Galli ai Lanzichenecchi, Laterza, Bari 2012).
Clemente VII, de la familia Médicis, no había renovado la convocación
de su predecesor Adriano VI a una reforma radical de la Iglesia. Hacía
diez años que Lutero divulgaba sus herejías, pero la Roma de los papas
seguía inmersa en el relativismo y el hedonismo. Sin embargo, no todos
los romanos eran corruptos y afeminados, como parece creer el
historiador Gregorovius. No lo eran los nobles que, como Giulio Vallati,
Giambattista Savelli y Pierpaolo Tebaldi enarbolaban un estandarte con
la divisa «Pro Fide et Patria» y opusieron una heroica resistencia en el
Puente Sixto. Tampoco lo eran los alumnos del Colegio Capranica, que
acudieron prestos en defensa del Pontífice y murieron en Santo Spirito.
A aquella hecatombe debe el mencionado seminario romano el título de
«Almo» (vivificador, que da vida). Clemente VII se salvó y gobernó la
Iglesia hasta 1534, afrontando después del cisma luterano el anglicano.
Pero para él, presenciar el saqueo de la urbe sin poder hacer nada, fue
más doloroso que la propia muerte. El 17 de octubre de 1528 las tropas
imperiales abandonaban una ciudad en ruinas.
Un testigo ocular español nos presenta un cuadro aterrador de la
ciudad un mes después del Saco: «En Roma, capital de la Cristiandad, no
suenan las campanas, no se abren las iglesias, no se dice Misa, no hay
domingos ni festivos. Las opulentas tiendas de los mercaderes sirven de
establos, los más espléndidos palacios son devastados, numerosas casas
incendiadas. Otras las destruyen y se llevan puertas y ventanas, las
calles están convertidas en estercoleros. El hedor de los cadáveres es
espantoso: hombres y bestias comparten una misma sepultura. En las
calles he visto cadáveres roídos por los perros. No sabría con qué
comparar esta situación, salvo con la destrucción de Jerusalén. Ahora
reconozco la justicia de Dios, que aunque se demore no olvida. En Roma
se cometían abiertamente toda suerte de pecados: sodomía, simonía,
idolatría, hipocresía, engaños. Por esa razón, no podemos creer que esta
calamidad haya sido casual, sino por justicia divina» (L. von Pastor,
op. cit.).
Clemente VII encargó a Miguel Ángel el Juicio Universal de la Capilla
Sixtina como para inmortalizar el drama sufrido en aquellos años por la
Iglesia de Roma. Todos comprendieron que se trataba de un castigo del
Cielo. No faltaron avisos premonitorios, como un rayo que cayó en el
Vaticano y la aparición de un ermitaño, Brandano da Petroio, venerado
por las multitudes como «el loco de Cristo», que el jueves santo de
1527, mientras Clemente VII bendecía a al gentío en San Pedro, gritó:
«Bastardo sodomita, por tus pecados Roma será destruida. Confiesa y
conviértete, porque dentro de 14 días la ira de Dios se abatirá sobre ti
y sobre tu ciudad».
A fines de agosto del año anterior, los ejércitos cristianos habían
sido derrotados por los otomanos en Mohacs. El rey Luis II Jagelón de
Hungría murió en la batalla, y el ejército de Soleimán el Magnífico
ocupó la capital, Buda. La avalancha islámica sobre Europa parecía
incontenible. Y aun así, como siempre, la hora del castigo fue también
la de la misericordia. Los hombres de Iglesia comprendieron la
insensatez que era dejarse llevar por las tentaciones de placer y poder.
Tras el terrible saqueo, la vida cambió radicalmente.
La Roma alegre del Renacimiento de transformó en la Roma austera y
penitente de la Contrarreforma. Entre los que habían padecido el Saco se
encontraba Gian Matteo Giberti, obispo de Verona, que a la sazón
residía en Roma. Prisionero de los asaltantes, juró que jamás
abandonaría su residencia episcopal si lo liberaban. Cumplió su palabra:
regresó a Verona y dedicó todas sus energías a la reforma de su
diócesis hasta que falleció en 1543.
San Carlos Borromeo, que después sería el modelo de la Reforma
católica para los obispos, se inspiró en su ejemplo. También estaban en
Roma Carlo Carafa y San Cayetano de di Thiene, que en 1524 habían
fundado la orden de los teatinos, instituto religioso que fue objeto de
burlas por su intransigente postura doctrinal y por el abandono a la
Divina Providencia, por el que llegaban al extremo de contar con que
recibirían limosnas sin pedirlas siquiera. Ambos cofundadores fueron
hechos prisioneros y torturados por los lansquenetes, y se libraron
milagrosamente de la muerte.
Cuando Caraffa fue creado cardenal y comisario general del primer
tribunal del Santo Oficio, llamó a su lado a otro santo, el dominico
Michele Ghislieri. Tanto Carafa como Ghislieri, con los nombres
respectivos de Paulo IV y Pío V, serían más tarde los papas por
excelencia de la Contrarreforma del siglo XVI. El Concilio de Trento
(1545-1563) y la victoria de Lepanto contra los turcos (1571)
demostraron que, también en los momentos más oscuros de la historia, es
posible renacer con la ayuda de Dios: pero el origen de ese renacer
estuvo en el castigo purificador del Saco de Roma.
Roberto de Mattei
[Traducido por J.E.F]