viernes, 11 de marzo de 2016

EL FIN DE LA HISTORIA EN LAS NOVELAS DE HUGO WAST







EL FIN DE LA HISTORIA EN LAS NOVELAS DE HUGO WAST


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Por el Profesor Alberto Caturelli
El artículo estudia, medita y expone el contenido de sus novelas apocalípticas poniendo a la luz su contenido doctrinal, sin dejar de tener en cuenta la situación del mundo en el tiempo en que fueron escritas.
Introducción
Las novelas de Hugo Wast, Juana Tabor y 666 aparecieron en 1942; de modo que puedo creer que fueron escritas, muy probablemente, hacia 1941.
No se trata de una obra de exégesis bíblica, la que tiene una riquísima tradición desde los Padres Apostólicos hasta hoy y ha producido una bibliografía inmensa; menos todavía, de un tratado sobre los Novísimos.
Nadie lo sabía mejor que el propio autor, que solamente pretendió escribir dos novelas (o una en dos tomos); y su obra se acerca así a la de Robert Benson, El amo del mundo (principios del siglo XX), hasta cierto punto al breve Relato sobre el Anticristo, de Vladimir Soloviev publicado en 1900; también podría recordar pasajes inolvidables de Los hermanos Karamazov, de Dostoievski (1879).


Nuestro Hugo Wast escribió una gran novela; pero no era posible ni siquiera pensable sin el conocimiento y la reflexión sostenida de las fuentes escriturísticas y un minimun suficiente de formación teológica. Por eso, sin sacar su obra del escenario “artístico”, como diría Castellani, merece una exposición de las líneas doctrinales esenciales que el relato supone, y una consideración crítica que tendrá en cuenta el aporte, el valor y la actualidad de su obra sobre el fin de los tiempos.

Martínez Zubiría pensó su novela cuando el mundo se hundía en la inmensa tragedia de la Segunda Guerra Mundial; España acababa de salir de la guerra civil y el triunfo del Alzamiento había impedido que la Península fuese la más decisiva avanzada del imperio soviético sobre Europa y la misma Iberoamérica. Las perspectivas para el mundo eran, sin embargo, muy oscuras. En la Argentina, un Presidente enfermo se mantenía a duras penas hasta que en junio de 1942 presentó su renuncia y murió poco después. El presidente Ortiz fue sucedido por el Vicepresidente Ramón S. Castillo. Hugo Wast veía circular sus novelas por todo el mundo; junto con Manuel Gálvez era quizá uno de los escritores más leídos de la lengua castellana.

No sólo su vocación literaria, sino algún motivo muy profundo, lo movió a escribir sus dos novelas sobre el fin de la historia. Su contenido doctrinal es lo que me propongo analizar y valorar.

El contenido doctrinal

a) Los signos del fin

Hugo Wast se vale de dos recursos novelísticos para exponer y penetrar el sentido de los “signos” que preanuncian el fin de los tiempos: la decadencia de una antigua orden religiosa en la cual aún vive santamente fray Plácido de la Virgen, que es como la voz y el centro de referencia; y las tres visiones que el fraile tuvo del gran apóstata Voltaire: una sobre los “signos”, otra sobre el Anticristo y la última sobre la misma Parusía.


A diferencia de Benson, que construye su novela suponiendo la revelación pero sin referencia directa a los textos, Hugo Wast siempre se muestra adherido a las Escrituras.

El “enfriamiento religioso, que precederá al fin de los tiempos” (J.T., 12) se manifiesta en la decadencia de la orden de los “gregorianos” en cuyo seno aparece un brillante sacerdote, fray Simón de Samaría que no escucha los alarmados consejos de fray Plácido de cuidarse del orgullo secreto y renunciar a los gustos espirituales; pero en fray Simón tambalea la obediencia y la adhesión total al Papa, la renuncia a la propia voluntad y a la oración litúrgica (J.T., 15-19).

Fray Plácido tiene presente el anuncio del Señor de que vendrán muchos “falsos Cristos” que serán la gran tentación de los elegidos (Mt 24, Mr 13, Lc 21).

Sin embargo fray Simón, simultáneamente con su vocación sacerdotal, ha comenzado a soñar con una “Iglesia del Porvenir” (J.T., 19). Su nombre no es gratuito porque Hugo Wast debe haber tenido presente cierta simbología de Samaría, ciudad fundada por los israelitas y ocupada por los asirios hacia 721 aC, después por Alejandro y más tarde por los romanos.

Narra nuestro autor el diálogo terrible entre fray Plácido y Voltaire, que es como una voz que anuncia lo que está por venir, a la vez que confiesa su obstinación en el mal: “yo cogí la sentencia, gime Voltaire, que Él no quería firmar, y yo fui mi propio juez” pues “ninguna condenación lleva la firma del Cordero” (J.T., 26).

Fray Plácido sospecha que ha saltado ya el sexto sello y que “las estrellas del cielo cayeron a la tierra” (Ap 6, 12 y 13) (alusión a los apóstatas); esto ocurrirá cuando haya venido el Anticristo, que Voltaire anuncia como el vencedor del Infame y de sus santos (J. T., 27), porque le será permitido “hacer guerras a los santos y vencerlos” (Ap. 13, 7).

Alude a la Bestia del mar, el Anticristo, “con diez cuernos y siete cabezas, y en sus cuernos diez diademas, y en sus cabezas “nombres de blasfemia” (Ap 13, 1).

En la novela de Hugo Wast reaparece la antigua cuestión de si el Anticristo será un ser colectivo o personal; el novelista, correctamente, sostiene que será una persona singular (“el hombre de pecado”) que arrastrará consigo una multitud.

Alude también a la Bestia de la tierra que “tenía dos cuernos como un cordero, pero hablaba como dragón” (Ap13, 11): es decir hablaba como Satán; es, por eso, el falso profeta (II Tes, 2, 9 ss) que hará adorar a la Bestia primera y que, en la novela, es Simón de Samaría.

Pasaron diez años. Mientras la Iglesia Católica, aislada, mantiene el latín, todo el mundo habla el esperanto y se unifica la moneda. Proféticamente, Hugo Wast imagina un mundo en el cual la natalidad decrece (J.T., 34-35) y la secularización llega a la abolición del calendario gregoriano.

Fray Plácido sueña aquel sueño de Daniel, el de las cuatro bestias surgidas del Mar (el mundo gentil): león, oso, leopardo y una cuarta “espantosa y terrible” con dientes de hierro, diez cuernos y uno pequeño con ojos como de hombre “y una boca que profería cosas horribles” (Dan 7, 1-8).

Se produce aquí la segunda aparición de Voltaire en cuya boca pone el autor la interpretación. Sin detenerme en una exégesis intrincada, difícil y frecuentemente hipotética, la cuarta bestia es para muchos, figura del Anticristo; mientras para los antiguos exégetas, los cuatro imperios tienen un sentido histórico, en la novela lo tienen espiritual y representarían la masonería, Escandinavia e Inglaterra, el judaísmo carnalizado y el Anticristo (J.T., 41).

El hombre de pecado tendrá como maestro al diablo; pero es libre, “podría hacer el bien si quisiera” y salvarse; el sentido del sueño de Daniel no sería el de cuatro naciones sino cuatro doctrinas que se aliarán al fin de los tiempos y culminarán en el satanismo (J. T., 44).

El novelista puede dar libertad a su imaginación para “construir” una trama, cosa que no puede hacer el exégeta. Pero el novelista no puede permitirse una “construcción” fantástica en pugna con el texto revelado y la exégesis más seria. Hugo Wast no cae en esta falta. Imagina el origen y la genealogía del Anticristo en Ciro Dan que llegará a ser una suerte de emperador del mundo (J.T., 55-73); imagina también que es descendiente de un tal Naboth Dan. Y puede hacerlo por referencia a la pequeña tribu israelita de Dan, pues este Dan es hijo de Jacob y de su sierva Bilhá (Gn 30, 5-6)). Lo cierto es que Ciro Dan adviene bajo el Signo de Satanás en Roma (es el “hijo” del “padre”) señalado por su “profetiza” y reconocido como el Mesías por los judíos carnalizados (J.T., 59-65).

Hugo Wast identifica a la “profetiza” con Jezabel, nombrada en la cuarta carta a las Iglesias (la de Tiatira) del Apocalipsis y es la que “dice ser profetiza … y engaña a mis siervos” dice el ángel (Ap 2, 20); esta utilización simbólica de su nombre (falsa profetiza) tiene antecedentes en Izébel, esposa del rey Ajab (I Reg 16, 31) que propugnaba el culto idolátrico a Baal; es un espíritu perverso y engañador que, en la novela, invita a Ciro Dan a adorar a Satanás (la Serpiente antigua) y a venir al mundo “en su propio nombre” (J.T., 65).

El lector adivina que esta Izébel es Juana Tabor que es vehículo, gracias al robo de una Hostia consagrada por el Papa, de una ceremonia satánica (J.T., 68-73).

El nombre de Juana Tabor, invento del novelista, parece, sin embargo, hacer referencia al monte Santo, al sudeste de Nazaret, donde se transfiguró el Señor (Mt 17, 1-9) pero tomado en un sentido invertido. Ella seduce a fray Simón de Samaría en medio de un mundo totalmente secularizado en el que los sexos se confunden, la rebeldía es la norma, la comunicación (empírica) es instantánea y la inmortalidad es reemplazada por un “congelamiento” que prolonga la vida (J.T., 77-102).

Hugo Wast imaginaba todo esto en 1941 y hoy podemos decir que el novelista era un buen “profeta”.

La Iglesia “del porvenir” con la que sueña fray Simón es una Iglesia sincretista en la que “caben todos” (J.T., 105-112); así se va perfilando poco a poco la imagen de un gran apóstata, el “falso profeta del Anticristo” tentado por medio de Jesabel (J.T., 117) y anunciado quizá por la trompeta del tercer ángel: “Y se precipitó del cielo una grande estrella” (Ap 8, 10) llamada Ajenjo que es nombre de amargura.

La narración insiste en la agonía simultánea de la vida religiosa y de la contemplación; luego se detiene en un diálogo entre fray Plácido, que representa la fidelidad a Cristo, y Fray Simón, el apóstata, a quien Jesabel le anuncia que será el próximo Papa.

Simón predice cómo ha de ser la Iglesia del porvenir: no es el mundo el que ha de convertirse sino (como dicen hoy muchos progresistas) la Iglesia al mundo; no debemos llamar a los no-cristianos a la conversión sino a la inversa. Anticipándose a Rahner, hay que decir, por ejemplo, a los musulmanes: “conservad vuestra fe en el Dios único” (J.T., 139); lo mismo a los judíos confirmados en su error (J.T. 140).

Fray Simón ha de permanecer en la Iglesia Católica para cambiarla desde su raíz: es un edificio demasiado estrecho para hacerle entrar en él a la humanidad”; sólo desde dentro es posible realizar “la Iglesia universal” del porvenir (J.T., 169) como hoy sueña el falso ecumenismo, esencialmente opuesto a la ecumenicidad constitutiva del Cuerpo Místico.

Por boca de fray Plácido, el novelista recuerda el diario de aquel apóstata ex-carmelita Jacinto Loyson que renegó de la Iglesia después del Concilio Vaticano I (J.T., 144). Como dice fray Plácido, después de considerar los altos “ideales” de los apóstatas y los vulgares pecados en que concluyen: “casi todas las apostasías son aventuras vulgares, pero todos los apóstatas creen que su caso es de enorme trascendencia para la Iglesia” (J.T., 144). El último terminará sirviendo a la bestia que surge del abismo”, el anticristo (Ap 11, 7) y adorando al “gran dragón” llamado Satanás (Ap 12, 9).

Antes acontecerá la alianza de la Iglesia con la democracia (J.T., 165); anticipa la actual herejía de “la Iglesia democrática” que destruye su carácter jerárquico y concluye en la negación del primado de Pedro.

El novelista prevé un “nuevo Santo Imperio (cap. X) que nada tiene de santo y sí un gran parecido con la “globalización” actual que anula las Patrias singulares e instaura un totalitarismo planetario. En la novela, la siete cabezas de la Bestia del mar simbolizan los sistemas filosóficos inmanentistas que van preparando el “adviento” del anticristo (J.T., 185-6).

El capítulo XIII del Apocalipsis concluye con las misteriosas palabras que aluden al número de su nombre con el que hay que marcar a todos en la mano derecha o en la frente: “quien tiene entendimiento calcule la cifra de la bestia. Porque es cifra de hombre: su cifra es seiscientos sesenta y seis” (Ap 13, 18).

Las interpretaciones del simbolismo de este número son múltiples y a veces inverosímiles. No creo necesario detenerme en este tema salvo indicar como conjetura que la repetición del 6, que nunca llega a ser 7, signo de la perfección, puede ser interpretado como signo de la imperfección y de la indignidad mayor, de la maldad sin atenuantes. Quizá Hugo Wast así lo haya pensado.
b) La iniquidad del pseudo Profeta, el Anticristo y el demonio. El fin de los fines
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En 666, Hugo Wast pasa de los signos a los hechos. Nos describe una sociedad totalmente secularizada (666, 191-203) en la cual fray Plácido, que representa la fe católica sumida en las catacumbas, cree que cinco de los siete ángeles del Apocalipsis han derramado sus copas sobre el mundo: el primero sobre la tierra que produjo una úlcera horrible y maligna; el segundo sobre el mar que se convirtió en sangre; el tercero en los ríos y en sus fuentes, el cuarto sobre el sol que abrasó a los hombres, el quinto sobre el trono de la Bestia que “se cubrió de tinieblas” (Ap 16, 1-10).

En el mundo unificado por el mar, la Argentina experimenta la disolución de las fuerzas Armadas (666, 205), la descristianización y la exaltación de Babilonia (666, 210; Salmo 138) mientras una suerte de “quinta columna” de patriotas, desde el interior del país “han vivido organizándose a ocultas del Gobierno, alentados por dos amores sublimes: la religión y la patria” (666, 231). Ellos se harán cargo de la defensa de la Argentina invadida por la Patagonia, por el norte y el noreste (666¸ 235-246).

Las copas sexta y séptima están por derramarse sobre el mundo. El falso profeta fue a despedirse de su Obispo, Monseñor Bergman, antes de partir a Roma: el Papa ha muerto y espera ser elegido Sumo Pontífice con el nombre de Simón I. El Obispo todo lo espera de él porque fray Simón “es el hombre de esta hora”, motor de la transformación democrática de la Iglesia (666, 247).

El programa de la gran reforma es clara: 1. “Abolición del celibato de los clérigos. 2. Supresión de las órdenes religiosas y de todos los votos; 3. Elección de los obispos por el clero y los fieles, y del Papa por los cardenales y los obispos; 4. Uso del esperanto en vez del latín. Democratizada así la jerarquía católica, la Iglesia será del pueblo y para el pueblo” (666, 248): tal como después lo han proclamado Metz, Sobrino, Gutiérrez, Segundo, Cardenal, Boff, Cox, Altiser, Robinson y otros de por acá, la Iglesia se reconciliará con el mundo (666, 259).

En la ficción de Hugo Wast, el nombre de Simón de Samaría corre por el mundo en alas de la falsa noticia de que ha sido electo Papa el que adoptó el nombre de Simón I; este pseudo pontífice, que no llega a ser propiamente antipapa, es como el torrente cada vez mayor de la apostasía: “me voy alejando –declara en su diario– de la Iglesia del Papa, en la misma medida en que me acerco a la Iglesia de Dios” (666, 272); es una Iglesia (la del pseudo profeta) que practica el falso ecumenismo (el irenismo de los últimos tiempos); una Iglesia imaginada como tres círculos donde caben los cristianos, los judíos, los musulmanes, los politeístas y los ateos (666, 273).

Es la Anti-Iglesia de los que dudan, de los que niegan; fray Simón decide quedarse en la Iglesia para fundar la “Iglesia del Porvenir”; la profetiza del Anticristo, aunque no esté bautizada, para fray Simón pertenece a “una Iglesia Superior… a la libre Iglesia de Jehová” (666, p. 275) y el fraile sueña con ella; ahora podrá unir “catolicismo y liberalismo” aunque tenga que romper los límites visibles de la Iglesia (666, 276).

En los últimos capítulos de 666, Hugo Wast concede más libertad a su fantasía de novelista sin contradecir su fuente de inspiración que son las Escrituras. Un exégeta riguroso debe reconocer que esa libertad es literariamente legítima y, dicho sea de paso, con frecuencia parece anticiparse a los acontecimientos futuros.

Dejemos por ahora la palabra al novelista: Juana Tabor recibe sacrílegamente la comunión y exhorta a fray Simón a no alejarse físicamente de la Iglesia para reformarla desde dentro. Jesabel, en realidad, adora al Padre de la mentira de quien ha aprendido la plena autosuficiencia (“ciencia del bien y del mal”) que impulsa su deseo de “ser como Dios”. La “Iglesia” de Jesabel es, en verdad, la “Sinagoga” de Satanás” anunciada por San Juan (Ap 2, 9). Hugo Wast pone en labios del fraile apóstata unos bellísimos versículos del Cantar de los Cantares, pero invirtiendo su sentido: “Morena soy, pero hermosa, /oh hijas de Jerusalén/ como las tiendas de Cedar,/ como los pabellones de Salomón” (Cant 1, 4). La esposa morena es figura de la nación israelita desposada por Yahvé; anticipo de la Iglesia. Nuestro novelista, con una suerte de ironía teológica, la pone del revés (666, 296-7).

A medida que la narración se acerca al fin, parece cada vez más dominada por la idea de sacrilegio. Después de la descripción del Anticristo como el “el más hermoso y el más sabio de los hombres” que “remedará a Cristo en los milagros” (666, 299) se prepara el ambiente y el escenario de la Misa sacrílega y de la horrenda Comunión del Anticristo, que coincide con el martirio de siete fieles. En el celebrante, como en Judas cuando comió de mano del Señor, “entró en él Satanás” (Jn 13, 27); Ciro Dan bebió de la Sangre del Cordero mezclada con la de su mártir. Y allí, en el estrado apareció “un dragón color de sangre, con siete cabezas y diez cuernos, que hizo crujir el trono de la derecha” (666, 331) (Ap. 12, 3).

Llegamos al final con la aparición de los Patriarcas Henoch y Elías (los dos testigos) y la tercera visita de Voltaire. Aunque el novelista no lo dice, sabemos que este Henoch es el séptimo descendiente de Set, Hijo de Adán (Gn 5, 3-8) que vivió muchos años unido al Señor y Dios “se lo llevó” (Gn 5, 23-24); figura en la genealogía de Cristo según san Lucas (Lc 3, 37). En cuanto a Elías, su nombre significa “Yahvé es mi Dios”; fue fidelísimo defensor de Yahvé bajo el rey Ajab y Jezabel su mujer (I Rey 20, i-43) que imponían la adoración de Baal, el “Señor de las moscas”, tal vez Beelzebub. Sabemos de sus milagros y de su desaparición “arrebatado en un torbellino de fuego sobre una carroza tirada de caballos de fuego” (Ecclo, 48, 9; I Mac 2, 58; Re II, 1) y que fue testigo junto con Moisés de la transfiguración del Señor (Mt 17, 3; Lc 9, 30).

En cuanto a la tercera aparición de Voltaire, éste confirma a fray Plácido que el Anticristo reina y ya ha saltado el sexto sello que produce un gran terremoto (Ap 6, 12) que en la imaginación de Hugo Wast significa que la tierra ha dejado de rotar alrededor de su eje (666, 346).

Se ha producido el gran Sacrilegio, la comunión del Anticristo. Cuando el ángel abrió el séptimo sello, “se hizo en el Cielo un silencio como de media hora” (Ap 8, 1). Ya no hay más tiempo (Ap 10, 6), Cristo vuelve, la historia termina. Se escuchó el anuncio del séptimo Ángel: “El imperio del mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Cristo; y Él reinará por los siglos de los siglos” (Ap 11, 15).

Valoración crítica

a) El trasfondo doctrinal sobre el fin de la historia

En su tercera y última aparición, Voltaire anuncia que el Hijo del Hombre con su aliento matará al Anticristo … Y no habrá más tiempo: “aparecerá … el Infame, y todos vosotros, los que por vuestra dicha habréis perseverado” irán al encuentro de Cristo (666, 351)

Dijo el Ángel: “no habrá más tiempo” (Ap 10, 6). Ontológicamente el tiempo supone la duración sucesiva. Esto es evidente a la inteligencia con la primera prae(s)entia del ser que es lo participado en todo ente; en cuanto participado, el acto de ser es causado (puro don): causado ex-nihilo (creado); por eso es acto presente, no pasado (ya no es) ni futuro (aún no es) sino presente y, por tanto, temporalidad histórica.

En tal caso el tiempo implica la creación como punto de partida y el fin absoluto como punto de llegada; si así no fuera habría que sostener un tiempo sin comienzo ni fin (un sinsentido) o regresar al eterno retorno de los antiguos que se identifica con la necesidad; luego antes de la creación sólo hay eternidad y después del tiempo sólo eternidad; por tanto el tiempo histórico, presente del pasado-presente del presente-presente del futuro, se contiene en el ámbito de la eternidad y la historia se orienta a su fin en el cual deja de existir como historia. Ontológicamente comprendemos que en el último instante “no habrá más tiempo”; es decir, no habrá más historia.

Teológicamente significa que el tiempo histórico es escatológico de suyo y que el Apocalipsis es la revelación de cómo será el fin en cuanto acto únicoindivisible y último, precedido por los acontecimientos descritos por San Juan que sirven de inspiración a Hugo Wast.

Toda la filosofía moderna usufructúa de la noción de tiempo histórico revelado en las Escrituras y nos la secuestra y seculariza, poniendo el fin inmanente a la historia: el progreso de la razón en la Ilustración, el progreso hacia la educación de la totalidad en Herder; el ideal de la especie y el Estado cosmopolita universal en Kant; el Estado como auto-despliegue del Espíritu Objetivo en Hegel; la sociedad homogénea en el materialismo dialéctico; la aldea global democrática en el capitalismo pragmatista actual, la Nada de nada en el nihilismo contemporáneo …

Pero la contradicción es insuperable: si se pone el fin de la historia en la historia, alcanzar el fin sería la detención del tiempo y por tanto la nadificación de la historia; si para evitarlo, se postula la indefinida prolongación del tiempo, el fin no sólo se alejaría siempre sino que la historia carecería de sentido.

Las novelas que tienen como tema el fin de los tiempos, como las de Benson y Hugo Wast, suponen, no sólo que el tiempo histórico termina sino que el fin supra-histórico es inminente. Cuando el Redentor, en la Cruz, exclamó “todo está cumplido (Jn 19, 30) quiso decir que el plan salvífico de Dios se había consumado; en ese instante comenzaron los últimos tiempos, la última edad de la historia tensa hacia el fin inminente; el fin ingresa en la zona del misterio que sólo podemos conocer por la profecía; el lumen propheticum alcanza a todas las cosas, a todos los actos humanos y el único conocimiento posible del fin, acto singular contingente anticipado en forma de audiciones y visiones.

Así acontece en San Juan, en quien hay primero una visión que prepara una audición y el todo revela la entrada de la historia en la eternidad: “no habrá más tiempo”. Aunque se realice por medio de un profeta humano, la profecía es del mismo Jesucristo (Apocalipsis Iesu Christi, 1, 1).

Cuando un novelista como Hugo Wast se inspira en estos textos sagrados, sabe –o al menos intuye– que San Juan y los autores del Apocalipsis sinóptico ven no con los ojos de la carne sino con los ojos del hombre interior para los cuales un acto es figura de otro (sentido espiritual fundado en el literal) y también sabe que las mismas cosas (typos) son dispuestas como figuras de otras (antitypos).

A su vez, mientras en el Antiguo Testamento la predicción del fin debe mantenerse en secreto (“sella el libro hasta el tiempo prefijado” (Dan, 12, 24) en el Nuevo se le dice a San Juan: “no selles las palabras de la profecía de este libro, porque el tiempo está próximo” (Ap 22, 10). La Parusía es, pues, para nosotros, siempre inminente.

Sabemos que la historia, en virtud del pecado, es la tensión misteriosa de las dos Ciudades (civitas Dei-civitas mundi) hasta el instante de la Parusía; por tanto la negatividad de la historia tiene su propia plenitud intra-temporal en un estado de iniquidad, en la hora de la tribulación magna (Mt 24, 21); semejante “plenitud” del mal debe ser precedido por la apostasía hasta que se haga manifiesto el “hombre de iniquidad” (II Tes 2, 3).

Paso por alto los antecedentes véterotestamentarios (Ez 38 y 39; Joel 2, 28-32; Zac 14, 1; Dan 7, 4-8) que Hugo Wast sí tuvo en cuenta en su novela, y con los textos del Nuevo, podemos decir que es un hombre, enemigo personal de Cristo (II Tes 2, 1-12) cuya aparición es obra de Satanás: un individuo singular y, simultáneamente, un pueblo que le sigue.

En cuanto ungido del demonio, es parodia de la relación del Padre y del Hijo, mediador del diablo. A su vez, con la aparición de la segunda Bestia, la imitación de la Trinidad se completa porque su padre es Satanás (el Dragón), el Anticristo es el Hijo y el Impostor o pseudo profeta es grosero sustituto del Espíritu: Dragón-Bestia-Impostor, contra-Trinidad diabólica.

Estos elementos esenciales son el trasfondo o la estructura que sostiene la creación literaria. Claro es que después de la derrota de la bestia y del falso profeta (Ap 19, 19-21) llegará el fin y estaremos en el Instante: las dos ciudades (trigo y cizaña) serán separadas y el Reino alcanzará su plenitud (Ap 22, 3-5).

Nada más podemos decir: “no habrá más tiempo”. Toda la historia espera ese Instante sin poder saber más: “lo que toca a aquel día y hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre (Mt 24, 36).
b) Valor y actualidad del mensaje de Hugo Wast

Para crear su novela, Hugo Wast supone y piensa las “señales” o signos que anuncian el fin. Me parece que el más importante de ellos –desde las primeras páginas de Juana Tabor– es la apostasía general: “el Hijo del hombre, cuando vuelva, ¿hallará por ventura la fe sobre la tierra?” (Lc 18, 8).

¿Qué ha ocurrido en el hombre que le ha llevado a la progresiva apostasía de la fe? Los errores teológicos y la reconciliación diabólica con el mundo que Hugo Wast enumera en 666 (pág. 247-259), han sido precedidos por la corrupción progresiva de la verdad natural y las falsas doctrinas que señala en Juana Tabor (p. 40-41). La corrupción de la fe corrompe la naturaleza y la corrupción de la naturaleza vacía la fe.

El proceso ha comenzado afirmando que sólo es posible conocer el singular sensible (indistinción de sensación y pensamiento) y lo dado es sólo un haz de fenómenos (nominalismo medieval) de modo que la experiencia sensible es el único criterio; la realidad es sólo “hechos atómicos” y no es posible ninguna proposición con contenido de verdad objetiva (de Occam a Witgenstein y positivistas actuales). El pensar ha perdido su objeto y la fe (cuando aún la hay) es un acto irracional. En cuanto este proceso prescinde de lo real, la razón “pone” lo real como idéntico a Sí misma y, como acontece en Hegel, la razón se alcanza a sí misma en el saber absoluto que “explica” (y anula) el misterio. La fe no tiene sentido y Dios mismo, como dice Hegel, “ha comenzado a morir”; hoy, el que debe morir es el hombre (Foucault); es quizá más lógico concluir que este mundo racional se convierte con la materia (desde el Iluminismo al marxismo y desde éste al pragmatismo); pero como ni la experiencia sensible, ni la razón, ni la materia pueden fundarse a sí mismas, no nos queda sino aceptar que “el ser del ser es la nada” (Heidegger): nada al principio y nada al fin. El inmanentismo filosófico natural concluye en el nihilismo relativismo actuales que niegan hasta la posibilidad de la revelación y de la fe.

He ido mucho más lejos que el novelista que escribía en 1941. Pero Hugo Wast no erraba cuando enumeraba las doctrinas que conducen a la concepción del hombre como el “único absoluto para el hombre” (Marx); en lenguaje teológico equivale a “ser como Dios”. Por eso creo que acertaba cuando hace más de setenta años Hugo Wast hacía culminar el proceso de las falsas doctrinas en la masonería y el liberalismo, que son como la quintaesencia de este proceso negativo y vías de acceso del satanismo como rechazo pleno de Dios.

Teológicamente, el proceso de la apostasía es más radical: aceptado lo real como puro dinamismo sin sustancia, se postula la inmanencia, la “evolución” de los dogmas de la teología progresista de fines del siglo XIX y la corrupción de la doctrina del Cuerpo Místico, ahora mera “congregación” de fieles. El lenguaje teológico se hace sólo simbólico sin cosa (o misterio) simbolizada.

En cuanto no existe criterio de verdad sino sólo la razón (trascendental) la Iglesia se abre al mundo (Rahner) o, más radicalmente, se convierte con el mundo (Metz). Para que el mensaje cristiano sea recibido, es menester aceptar el mundo como es, alcanzando el cristiano su “madurez” (Bonhoeffer) y el simbolismo sin ser se hace más radical.

A su vez, si el inmanentismo alcanza su plenitud en la dialéctica hegeliana, el misterio es reemplazado por el Espíritu absoluto (Barth) y la esperanza teologal es sólo el fin intra-mundano de la dialéctica (Bloch). Por eso, hace tiempo que Dios, el Dios viviente de la Revelación, ha muerto (Nietzsche) y sólo cabe una suerte de “ateísmo cristiano” (Altiser). Reducido el Cristianismo a la mundanidad del mundo, la crítica del texto sagrado debe distinguir lo dicho del mito (“desmitologización”) reduciendo lo revelado a lo que los apóstoles creyeron, no a su verdad objetiva (Bultmann). Más aún: si en Hegel y Marx, lo real (y lo único real es el hombre en sociedad) es contradicción dialéctica de dominadores y sometidos, es menester “una nueva forma de hacer teología” (Gutiérrez) como “teología” de la liberación intramundana. Y como, por un lado, el lenguaje es una crítica sin contenido (van Buren) y, por otro, la Iglesia se identifica con el mundo (Cox) hay que eliminar la palabra “Dios” e identificar el Reino con el mundo en cuanto tal. También aquí el misterio de iniquidad ha logrado cierta plenitud.

¿Cuáles son las consecuencias del inmanentismo filosófico y teológico? Estas consecuencias fueron detectadas, como adivinadas, en las novelas de Hugo Wast.

Me limitaré a enumerarlas teniendo a la vista un texto (no el único) de 666: la primera es la apostasía más radical y la transformación de la Iglesia en sentido “democrático”: no es el corpus Mysticum sino una congregación democrática. Si no hay misterio ¿qué sentido tiene el celibato eclesiástico como participación en Cristo sacerdote? Cae el primado de Pedro y la sucesión apostólica y, como dice Hugo Wast, ahora hay que reconciliar a la Iglesia con el mundo (666, 259) que es su enemigo mortal. Por tanto, si no existe verdad objetiva (relativismo contradictoriamente “absoluto”) todas las religiones son válidas y debemos aceptar un pseudo ecumenismo que es, en realidad, un falso sincretismo (J.T., 86 ss; 666, 272-264) y, en el fondo, la negación de la Redención del hombre.

Creo que cuanto he dicho hasta aquí está contenido explícita o implícitamente en la novela de Martínez Zubiría, un enamorado de las Escrituras.

Antes de concluir debo señalar dos temas menos seguros y dejo para el final dos aciertos fundamentales.

Hugo Wast sigue una larga tradición al identificar la perversa Babilonia con Roma caída en la infidelidad; además dice que Roma será destruida (666, 340), que el Señor elegirá nuevamente a Jerusalén (ib, 347, 352). A pesar de la venerable tradición que avala su interpretación, siempre he creído que Babilonia simboliza cierta “plenitud” de la civitas mundi y la disminución de la fe y de la caridad hasta el mínimo. San Agustín dice que esta ciudad se llama místicamente Babilonia, es decir, Confusión; su rey es el demonio a quien están esclavizados los hombres por su impiedad (De Civ.Dei, XVIII, 41, 2).

Otro tema de no fácil interpretación es el momento de la conversión de los judíos. No se trata de las conversiones individuales, de las que tenemos tan hermosos ejemplos, sino de la vuelta de Israel como un todo. San Pablo así lo profetiza, pues el endurecimiento ha venido sobre una parte de Israel hasta que la plenitud de los gentiles haya entrado y de esa manera todo Israel será salvo (Rom 11, 25); aunque sean ahora enemigos del Evangelio, son amados por Dios a causa de sus padres con amor de elección irrevocable; en los últimos tiempos, cuando se haya enfriado la fe hasta la apostasía en los que fuimos gentiles por nuestro origen, habrá llegado el momento de esa Alianza última y Nueva, definitiva: “Tendré misericordia de sus iniquidades y de sus pecados no me acordaré más” (Heb 8, 12). ¿Cuándo ocurrirá esto? No lo sabemos. Algunos conjeturan que después del reinado del Anticristo, porque lo recibirán como al Mesías; otros conjeturaron que será antes. Pero, en realidad, no lo sabemos.

Tampoco sabemos con seguridad el significado del famoso texto del capítulo XX del Apocalipsis sobre el que se funda la siguiente frase de 666: “Se anuncia el día de la ira, en que el mundo será reducido a pavesas. Pero antes sobrevendrá un período larguísimo, miles de años. Tal vez miríadas de siglos, en los que el diablo permanecerá encadenado para que no tiente a los hombres, y reinará Cristo sobre la humanidad santificada y dichosa” (666, 338). Algunos pueden haber pensado que Hugo Wast era milenarista en sentido material. No lo creo: el pasaje no es textual sino una glosa imprecisa.

Yo tampoco tengo por qué ocuparme extensamente del capítulo 20. Sólo indicaré las grandes líneas. Se ha interpretado que existirán dos resurrecciones: una primera, de los mártires y santos (Ap 20. 5) y otra universal, de buenos y malos en el Juicio. Pero esa afirmación es muy dudosa pues espiritualmente se entiende la resurrección por el Bautismo, la misma vida de la gracia. No sabemos entonces si habrá una resurrección de los justos antes de la resurrección general. En cuanto al milenio, podría ser interpretado como un reinado terrenal de Cristo con los justos, tesis que ha sido rechazada por la Iglesia; pero si se tiene en cuenta que “mil años” significa largo tiempo, las innumerables interpretaciones son sólo conjeturales y frecuentemente erróneas. No podemos interpretar el texto citado de Hugo Wast en el sentido del milenarismo literal o material. Digamos más bien que lo único seguro es que nada sabemos de seguro.

En la novela de Hugo Wast hay, en cambio, dos aciertos fundamentales: los últimos tiempos aparecen signados por la destrucción del hombre y por la exaltación del sacrilegio.

La destrucción del hombre es ya anunciada por el novelista cuando narra cómo la apostasía es acompañada por el decrecimiento de la natalidad (J.T., 34 y 35). Recordemos que esas novelas fueron escritas en 1941; el autor sabía que el gran enemigo del hombre es el dragón rojo, la antigua serpiente que odia al Verbo Encarnado en cada hombre porque cada hombre es imagen Suya. En cierto modo mata a Cristo al matar al hombre. El decrecimiento artificial de la natalidad va a concluir en el aborto y, junto con él, en la progresiva eliminación de los signos cristianos, como hoy sabemos que está ocurriendo en España, Italia, Francia.

En 1941 Hugo Wast imaginaba la abolición del calendario gregoriano (J.T. 37 y ss) y la misma cultura como cultura hasta el extremo que, en el mundo de su novela, los hombres han olvidado leer, mientras la técnica inventa el medio de prolongar la vida temporalmente ya que no existe la inmortalidad. Como ha dicho Foucault en nuestros días, ahora es el hombre el que tiene que morir puesto que Dios ha muerto.

El fin de la historia culmina con un gran sacrilegio. En la novela son sacrílegas las misas de fray Simón, la comunión de Juana Tabor, la comunión del Anticristo con Satanás presente (666, 321-322). El autor sabe que Satanás es el gran Sacrílego. Recordemos ante todo, el sentido del sacrilegio: en nuestro lenguaje común, llamamos sacrilegio la profanación de una cosa, de un lugar o de una persona sagrados.

El inmanentismo moderno y la teología sin Dios, paradójicamente, absolutizan y al mismo tiempo destruyen al hombre; para el demonio es la profanación del mismo Verbo que ha asumido la naturaleza humana y, por eso es sacrilegio.

Satán es sacrílego desde el principio y odió al hombre desde el principio: “por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo”(Sab., II, 24). Se podría decir (aunque de modo impropio) que Satanás es el sacrílego imparticipado y que todo sacrilegio lo es por modo de participación con el sacrilegio del demonio.

El primer sacrilegio es el acto primero de idolatría como sustitución de las tres Personas divinas por la auto-adoración del demonio, padre de toda idolatría.

Hoy, las “normas” inicuas del divorcio, del aborto y el pseudo matrimonio de homosexuales son actos patentes de obstinado sacrilegio. Hugo Wast lo había adivinado en 1941.

El demonio tiene urgencia porque sabe que en el instante de la muerte del Cordero en la Cruz (el nuevo árbol de la vida) ya ha sido vencido.

A nosotros nos corresponde, como a Hugo Wast, el testimonio y, como a San Juan, esperar clamando: ¡Ven, Señor Jesús!