REFLEXIONES SOBRE LAS POSTRIMERÍAS DEL HOMBRE – EL INFIERNO
Diego Santos Lostado y Calderón
TERCERA POSTRIMERÍA DEL HOMBRE
EL INFIERNO
Hic ure, hic seca, hic non parcas, ut in æternum parcas.
Quema Señor, corta y no tengas piedad de mí en esta vida, con tal que te apiades de mí en la otra (San Agustín).
Tiempo es ya de poner los ojos en el
espantoso abismo que un Dios irritado abrió para eterno sepulcro del
hombre que muere impenitente. Tiempo es ya de dar una ojeada, alma mía,
por este piélago insondable, hacia donde corren siempre los furiosos
torrentes de la divina justicia y jamás llegarán los mansos arroyos de
la misericordia; en donde se niega el paso a la esperanza, y la
desesperación ocupa su propio lugar.
Pero antes de llevar nuestra reflexión a
las negras orillas de este precipicio; antes que oigamos los bramidos de
los culpados que viven muriendo en aquellas tenebrosas regiones,
suspendamos el paso para observar otros objetos que a la imaginación
ofrece esta triste jornada.
¡Oh qué espaciosos son estos caminos y
cuántos millones de mortales encuentro al paso! ¡Qué confusión de
naciones! ¡Qué rumor de gentes! ¡Qué desorden! ¡Qué multitud de ídolos!
¡Qué crecido número de sacrificadores! ¡Qué infinidad de víctimas! ¡Qué
antigüedades!…
Parece que me hallo en los primeros días
de los siglos y estoy viendo el sitio donde el hombre cometió el primer
pecado. Aquí fue donde se derramó la semilla de la concupiscencia que
vició la tierra; donde nacieron todos los males; y donde tuvo su cuna la muerte.
Desde este mismo lugar siguen ya las
huellas que aquel antiquísimo transgresor estampó en el camino de la
maldad. ¡Oh cuántos vestigios del pecado! Aquí veo teñidas todavía las
arenas con la inocente sangre de Abel. Más allá descubro algunos restos y
huesos petrificados de los que fueron sumergidos en la universal
inundación. Por aquí se ven aun algunas piedras abrasadas de Sodoma
entre las cenizas de sus habitantes ¡Oh antiguos y míseros despojos, mi
sangre se hiela al observaros, y mi alma se pasma al ver que todavía
dura encendida la ira que os redujo a pavesas!
No bien huyen mis ojos de tan
melancólicos objetos, cuando otros muchos aparecen delante de mí
amontonados. Por aquí están los caminos que llevaron las soberbias
tropas de Faraón, cuando persiguieron al pueblo de Dios… sigamos las
pisadas que dio aquel atrevido y desventurado ejército; la maldad las va
marcando hasta las orillas del mar; busquemos los rastros que dejó de
allí adelante; no aparecen, las aguas fueron su sepulcro.
Dejemos sepultado en ellas el temerario
arrojo de los egipcios, y vamos en pos de Israel hasta la falda del
monte Sinaí. ¡Oh sacra montaña! En tu cumbre fue donde dio el Cielo a la
tierra el testimonio de su alianza. Por esas tus laderas me parece que
veo bajar aquel santo Caudillo cargado con las tablas de piedra, donde
la mano del más sabio Legislador grabó las mejores leyes; y que al
llegar al campo de la prevaricación, llevado de celo, las hace pedazos;
deshace el ídolo infame que adora la multitud de su pueblo y ordena que
los levitas derramen la sangre de cuantos prevaricadores se les pongan
delante. ¡Oh qué mortandad! ¡Qué campo de horror!
Mi triste imaginación asombrada huye de
estos lugares; mas sin saber por dónde, se halla en las márgenes de
aquella insondable sima que se abrió de repente y tragó a Coré, Darhán y
Abirón. Extendamos nuestra vista por ella. ¡Qué profundidad! Por estos
cortados declivios rodaron los infelices sin encontrar otro fondo que un
lago de fuego inextinguible; ni otra salida que una puerta que verán
cerrada eternamente; ni otra esperanza que la de bogar sin interrupción
sobre aquellas espantosas olas.
Oh alma mía, párate un poco en la suerte
de estos desgraciados, y en ella verás el presagio de la que nos
amenaza, si desechamos la tabla que nos presenta este mismo escollo para
escapar del naufragio. Temamos, pues, temamos, y llevemos tan justo
temor más allá de nuestra jornada. Este nos avisará incesantemente el
funesto fin de nuestras maldades, y será como un dique que detenga los
impetuosos torrentes de nuestras pasiones.
Mas, para que podamos aumentar con más
razón este temor, sigamos adelante, y dejando a un lado aquellos
antiguos caminos por donde transitaron al abismo tantos hijos del
pecado; pasemos a otros no menos manchados por inmundas plantas de
nuevos sucesores del vicio.
¡Oh cuántos mortales pisan estas
tortuosas veredas sin conocer que van errados! ¡Y cuántos, sabiéndolo,
andamos por ellas como si lo ignorásemos!
Por estas va una multitud de avaros cargados del oro que amontonaron con el sudor de los pobres.
Por ellas camina una caterva de jóvenes disolutos y relajados haciendo alarde de sus liviandades.
Aquí se ven millares de hipócritas, que para encubrir más bien sus engaños, van disfrazados con los adornos de la virtud.
Allí aparece una numerosa turba de soberbios levantando torres de Babel sin recelar su eterna confusión.
Aquí se descubre una ostentosa comitiva
de poderosos siguiendo las mismas huellas de aquel indolente que miró
con desprecio los andrajos del pobrecito Lázaro.
Allí se siente un tropel de hombres iracundos que, continuamente, están reñidos con la paz, la razón, la caridad y la gracia.
Acá se ven injustos litigantes que con el
oro y el favor se introducen en los tribunales por si pueden comprar la
justicia que les falta.
Allá se ve un adúltero que lleva sobre sí el tálamo manchado con su delito.
A este le sigue una madre prostituta
alimentando a su hija del mismo veneno que la mata, y un deshonesto
anciano vomitando obscenidades al lado de una joven.
Por aquí… Por aquí he caminado yo también con estos compañeros de mis vicios.
¡Oh infelices carnales! ¡Oh envejecidos
viciosos! pecadores todos, y yo más que todos vosotros, apaguemos las
llamas de nuestros torpes sacrificios, si no queremos que ellas mismas
nos hagan pavesa del infierno.
Oigamos desde este momento la voz de
aquel santo Profeta que a todos nos pregunta: ¿Quién de vosotros podrá
habitar con el fuego devorante? ¿Quién de vosotros podrá sufrir los
ardores sempiternos?
Escuchemos estas voces del Cielo; que nos
aterre este trueno espantoso, temamos nuestra ruina y mudemos de tal
suerte que, disipado el embeleso de las pasiones que antes nos
esclavizaban, seamos ahora dueños de ellas.
¿Dueño de ellas? Oh razón mía, ¿cómo pues
podrás domar la inquieta rebeldía de mi carne, de este enemigo
doméstico que declarada nos tiene interminable guerra? Difícil es la
empresa; pero no imposible librarte, alma mía, de todos sus golpes
puesto que quien ha querido lograr este triunfo ha salido victorioso.
El albedrío del hombre es tan libre para
eludir el mal, como para abrazar el bien; de modo, que si se precipita
en la maldad es porque quiere, y no porque no puede huir del precipicio.
Es verdad que soy hombre frágil; y mientras viva en el mundo, tan
peligroso, que a cada paso dan con un escollo, no estoy exento de caer,
estoy seguro; pero también lo es que si me arrojo en los brazos de mi
Dios, no se apartará para dejarme caer.
¡Oh santa confianza, tú eres mi aliada; tú vienes a mi defensa, tú me aseguras la victoria!
Así, pues, busquemos a Dios, y siempre le hallaremos pronto a nuestro socorro; unámonos a este Señor, y estaremos seguros.
¡Oh santo pensamiento! ¡Oh inspiración
divina, ya siento tu grandioso poderío! tú me haces detestar, para
siempre, la indecorosa servidumbre en que tanto tiempo me tuvieron mis
locas pasiones; tú me apartas de los peligrosos caminos del vicio; y me
muestras la escondida senda por donde transitaron los pocos sabios que
han sido. No la perdamos de vista, alma desengañada, y ella nos llevará a
nuestra patria.
Mas para que mejor podamos huir del
peligro, llenémonos de terror al considerar aquel profundo abismo que
estremece al más justo penitente; abismo que por más que le hayan
ponderado las plumas más elocuentes, jamás han llegado a darnos de él
otra idea que la de un imperfecto bosquejo; abismo de imponderables
tormentos que se acabarán cuando tenga fin la eternidad.
¡Oh eternas simas de horror! Paréceme que
os tengo bajo de mis pies, y que siento ya los feroces bramidos de los
insolentes enemigos de Dios, y de los perseguidores del hombre
miserable.
¡Ay! Jesús mío, ¡qué lugar tan espantoso
se presenta a mi triste imaginación en estos momentos! ¡Qué vasto
piélago de sulfúreas olas de fuego, en donde innumerables almas
abrasadas penan, rabian, gritan, lloran, maldicen el día en que
nacieron, y blasfeman al Dios que les dio el ser!
¡Oh desventurados moradores! ¿En dónde
está ya aquel sosiego con que mirabais ese lugar de miserias; ese
abismo, donde un Dios agraviado fijó para siempre todo el furor de su
indignación?
Tranquilos escuchabais las terribles
amenazas del Cielo; tranquilos mirabais derramar su cólera sobre otros
culpados; vivíais tranquilos como si fuerais inmortales. ¿Y qué os
sucedió, infelices? Que anduvisteis extraviados del camino de la verdad;
os perdisteis en la última jornada; y os tragó el infierno.
¿Y no hay esperanza ya de salir de este
horroroso seno o de aliviar nuestras penas? No; no hay remedio; padecer
es vuestra suerte. El pecho más tierno que ahora mismo está admitiendo
en él a innumerables pecadores contritos, es para vosotros más duro, sin
comparación, que lo fue el vuestro para resistir las santas
inspiraciones que os envió repetidísimas veces.
Ni un solo ápice de compasión hallaréis
para vuestro alivio; ya no la hay para vosotros, ni en la tierra, ni en
los Cielos, ni en toda la inmensa extensión de la divina misericordia.
¡Pena de daño!… ¡Pena de sentido!…. ¡Eternidad de penas!
He aquí, alma mía, el estado a que se hallan reducidos estos infelices.
¡Infelices! ¿Cuánto daríais en este
instante por volver a este mundo, y repasar conmigo en la memoria los
pasos que os llevaron a ese sepulcro eterno, y tener la esperanza que
tengo yo todavía de impedir que caiga sobre mí suerte tan desgraciada?
Si os fuera posible volver, con gusto
llevaríais los rigorosos ayunos de los extenuados anacoretas; con gusto
sufriríais el azote y cilicio; con gusto recibiríais los más crueles
tormentos que inventó la tiranía; y con gusto arrostraríais por todos
los males y miserias que afligen al hambre, con el fin de evitar la
suerte que os ha cabido; porque diríais con razón: ¡peor es el infierno!
¡Oh Dios lleno de misericordia, cuánto me
habéis sufrido! ¡Cuántas gracias habéis derramado sobre mí! ¡Y cuán
dichoso puedo llamarme, al ver que me hallo aun en estado de aprovechar
estas reflexiones y abrir los ojos a la luz de la verdad, antes que la
muerte venga a cerrarlos!
Abrámoslos alma mía; resolvamos vivir
bien desde este momento; y mirémosle como que puede ser el último que
nos conceda el Cielo para nuestro arrepentimiento.
No dilatemos este gran negocio; ni
miremos jamás el término que nos está señalado, a la distancia falaz que
lo ven aquellos fatuos que se prometen vivir un siglo entero; pensemos
sí, en emplear los días que nos quedan para terminar nuestra jornada
como quisieran emplearlos aquellos desventurados, si les fuese posible
dejar el imperio de los muertos, y pasar otra vez a la tierra de los
vivos.
¡Oh cuán justo es, Dios de bondad, que lo
hagamos así! Y cuán justo es, Conservador de mi vida, que yo os
agradezca la que me concedéis, para que mi alma vuelva en sí; tome aquel
imperio que debe tener sobre mis sentidos; y auxiliada de vuestra
gracia camine rápidamente por la senda de la virtud.
¡Dichoso yo si llegase a conseguir este
don del Cielo! ¡Dichoso yo si viviese siempre, como anhelo vivir en este
instante! Y dichoso yo si, cuando la muerte rompa los lazos que con el
cuerpo te unen, alma mía, vas a saciar tu deseo en el torrente de las
delicias que jamás se agotan, cerradas eternamente para ti las puertas
del infierno.