En pleno fragor de la revolución bolchevique, con Lenin
y Trotzki al mando de la misma, la ciudad de Petrogrado fue
escenario de graves convulsiones sociales, que comenzaron en los círculos
proletarios de esa localidad, extendiéndose muy pronto a los marineros de
la flota del Báltico, vanguardia durante 1917 del levantamiento soviético.
El 28 de febrero de 1921, la tripulación del acorazado Petropavlosk emitió
una resolución en la que se formulaban las reivindicaciones de la tropa
naval, resolución que sería aprobada al día siguiente en el
curso de una asamblea de toda la guarnición de Cronstadt.
Los principales puntos del programa aprobado eran la reelección de
los soviets, la libertad de palabra y de prensa para los obreros, la libertad de
reunión, el derecho a fundar sindicatos, y el derecho de los campesinos a
trabajar la tierra del modo que lo deseasen. Reivindicaciones, todas ellas,
fieles al más puro ideario soviético. Así pues, los
marineros de Cronstadt no se sublevaban contra la causa revolucionaria, sino
contra el régimen totalitario del Partido Comunista. De hecho, uno de los
párrafos de la resolución, cuyo elocuente título era "Por
qué luchamos", rezaba así: "Al efectuar la
Revolución de Octubre la clase obrera esperaba obtener su libertad. Pero
el resultado ha sido un avasallamiento mayor de la persona humana.....Cada vez
ha ido resultando más claro, y ello es hoy una evidencia, que el Partido
Comunista ruso no es el defensor de los trabajadores que dice ser, que los
intereses de éstos le son ajenos y que, una vez llegados al poder, no
piensan más que en conservarlo".
Como se podrá apreciar, volvían a reproducirse los mismos
hechos que ya tuvieran lugar durante la Revolución Francesa, y de nuevo
se levantaban los parias para reclamar la "soberanía del pueblo"
y los restantes señuelos en cuyo nombre habían sido movilizados
contra el régimen anterior. No será ocioso decir que también
el desenlace se reprodujo otra vez. El 2 de marzo, Lenin y Trotzki denunciaban
el movimiento de Cronstadt y lo calificaban de "conspiración blanca",
ordenando acto seguido la provisión de una fuerza de 50.000 hombres que,
al mando de Tukhatcchevski, salió para aplastar la
revuelta. En la noche del 17 al 18 de marzo, tras encarnizados combates, la
expedición punitiva penetró en la ciudadela rebelde defendida por
5.000 marinos y aplastó la insurrección. De entre los
supervivientes, una parte fueron fusilados, y el resto trasladados a los campos
de concentración de Arkangelsk y Kholmogory. La revuelta de Cronstadt,
había declarado Lenin durante el X Congreso del PCUS
celebrado en marzo de 1921, "es más peligrosa para nosotros
que Denikin, Yudenitch y Koltchak (jefes de la contrarrevolución) juntos".
La represión y el gulag fueron instituciones consustanciales al
Estado bolchevique desde sus inicios. Así, en una fecha tan temprana como
1925, la cifra oficial de fusilados por el régimen marxista se elevaba a
1.722.747, de los cuales un setenta y cinco por ciento eran obreros, campesinos
y soldados. No obstante, y debido precisamente a su carácter oficial, esa
cifra no recogía las ejecuciones sumarias ni las muertes ocurridas en las
prisiones, y mucho menos aún las masacres colectivas. Según otro
recuento igualmente oficial elaborado por el propio régimen leninista, en
1922 había 825.000 personas internadas en los campos de concentración
de Kholmo, Kem, Naryn, Mourmane, Tobolsk, Portaminsk y Solovski. Al final de la
época estalinista, el balance total de víctimas, incluidas las
ocasionadas por las hambrunas provocadas artificialmente, arrojaba una cifra que
oscila, dependiendo de las estimaciones, entre los treinta y cinco y los
cincuenta y cinco millones de muertos.
Todos estos hechos, que incluso todavía hoy se pudren en el silencio,
fueron denunciados desde muy pronto por revolucionarios disidentes, si bien sus
acusaciones alcanzaron muy escaso eco en el ámbito occidental, ideológicamente
colonizado por la nutrida ralea de los pseudointelectuales acomodados de
izquierdas, cuya labor se vería propiciada, cuando no auspiciada
claramente, por un Sistema capitalista que empezaba ya a explotar la utilidad
que, en todos los órdenes, habrían de reportarle los estereotipos "progresistas".
La ocultación y la manipulación sistemáticas de lo que
realmente significó aquel evento ha sido de tal calibre que, pese a todo
lo ocurrido, el mero hecho de proclamarse de izquierdas sigue valiendo todavía
hoy como certificado de altruismo para un sinnúmero de fantoches, además
de constituir el mejor procedimiento para convertir en éxito la más
absoluta mediocridad. Por contra, los individuos íntegros que se
atrevieron a denunciar la mascarada criminal fueron metódicamente
silenciados y escarnecidos por una jauría de desalmados y medradores que,
a cambio de su bajeza, han venido recibiendo la correspondiente recompensa en
forma de reconocimiento y de estatus social. Vayan, pues, estas líneas en
homenaje y desagravio de André Gide (calumniado y
vejado tras sus denuncias de la infamia bolchevique por sus antiguos colegas de
La Liga de los "Derechos" del Hombre), de Victor Serge,
Boris Suvarin, Panaït Istrati, Artur
Koestler y, en fin, de tantos otros militantes de una causa
falaz que repudiaron tan pronto como los acontecimientos pusieron de manifiesto
que no era la suya.
Hubo que esperar al desmoronamiento del bloque marxista para que una pléyade
de farsantes se dieran cuenta de evidencias clamorosas que hasta poco antes
prefirieron ignorar. Farsantes que ahora abominan de sus pasados planteamientos
para abrazar con entusiasmo el nuevo credo progresista-liberal, esa fórmula
definitiva en la que ya se amalgaman felizmente la libertad de beneficio y los "valores"
de izquierdas. Aunque es lo cierto que, tanto los conversos recientes, como los
devocionarios perennes del sistema capitalista que hoy denuncian con afectación
los excesos del marxismo, deberían en realidad guardarle reconocimiento público,
ya que la labor de disolución en todos los órdenes llevada a cabo
por el materialismo marxista no ha hecho más que allanarle el terreno al
capitalismo multinacional. Fue necesaria, por tanto, la dictadura jacobina, como
lo sería después el totalitarismo soviético, para que el
sistema capitalista alcanzara el poderío de que disfruta en la
actualidad.
Todo lo dicho en el párrafo anterior enlaza directamente con la
segunda gran mistificación apuntada al comienzo de este capítulo.
Una falacia sostenida, como ya se señalara, por todas las facciones política
del Sistema, y en virtud de la cual se presentó al régimen
bolchevique como una amenaza mortífera para el capitalismo occidental. De
la envergadura de semejante patraña dan buena cuenta, entre otros hechos,
las cuantiosos aportaciones realizadas por la Alta Finanza en pro del
asentamiento y posterior desarrollo de su "temible" adversario,
algunas de las cuales se citan a continuación
El 2 de febrero de 1918, el rotativo Washington Post recogía
una breve reseña en la que se consignaba la entrega de un millón
de dólares a los dirigentes bolcheviques por parte de la banca Morgan.
Un año después, el Anuario Judío reproducía
un informe fechado en Londres el 4 de abril de 1919, y firmado por su
corresponsal E.R.Fields, en el que se aportaban nuevas y más completas
informaciones al respecto. Dicho informe reseñaba las aportaciones a la
causa bolchevique del financiero judío-norteamericano Jacob Schiff,
patrón de la Banca Khun&Loeb, junto con las de sus asociados y
correligionarios Felix Warburg, Otto Kahn,
Jerónimo Hanauer, Max Breitung e
Isaac
Seligman.