SOBRE LA LIBERTAD Y EL LIBERALISMO (Parte 4)
La ley
6. Siendo ésta la
condición de la libertad humana, le hacía falta a la libertad una
protección y un auxilio capaces de dirigir todos sus movimientos hacia
el bien y de apartarlos del mal. De lo contrario, la libertad habría
sido gravemente perjudicial para el hombre. En primer lugar, le era
necesaria una ley, es decir, una norma de lo que hay que hacer y de lo
que hay que evitar. La ley, en sentido propio, no puede darse en los
animales, que obran por necesidad, pues realizan todos sus actos por
instinto natural y no pueden adoptar por sí mismos otra manera de
acción. En cambio, los seres que gozan de libertad tienen la facultad de
obrar o no obrar, de actuar de esta o de aquella manera, porque la
elección del objeto de su volición es posterior al juicio de la razón, a
que antes nos hemos referido.
Este juicio establece no sólo lo que es
bueno o lo que es malo por naturaleza, sino además lo que es bueno y,
por consiguiente, debe hacerse, y lo que es malo y, por consiguiente,
debe evitarse. Es decir, la razón prescribe a la voluntad lo que debe
buscar y lo que debe evitar para que el hombre pueda algún día alcanzar
su último fin, al cual debe dirigir todas sus acciones. Y precisamente
esta ordenación de la razón es lo que se llama ley. Por lo cual la
justificación de la necesidad de la ley para el hombre ha de buscarse
primera y radicalmente en la misma libertad, es decir, en la necesidad
de que la voluntad humana no se aparte de la recta razón. No hay
afirmación más absurda y peligrosa que ésta: que el hombre, por ser
naturalmente libre, debe vivir desligado de toda ley. Porque si esta
premisa fuese verdadera, la conclusión lógica sería que es esencial a la
libertad andar en desacuerdo con la razón, siendo así que la afirmación
verdadera es la contradictoria, o sea, que el hombre, precisamente por
ser libre, ha de vivir sometido a la ley. De este modo es la ley la que
guía al hombre en su acción y es la ley la que mueve al hombre, con el
aliciente del premio y con el temor del castigo, a obrar el bien y a
evitar el mal. Tal es la principal de todas las leyes, la ley natural,
escrita y grabada en el corazón de cada hombre, por ser la misma razón
humana que manda al hombre obrar el bien y prohíbe al hombre hacer el
mal.
Pero este precepto de
la razón humana no podría tener fuerza de ley si no fuera órgano e
intérprete de otra razón más alta, a la que deben estar sometidos
nuestro entendimiento y nuestra libertad. Porque siendo la función de la
ley imponer obligaciones y atribuir derechos, la ley se apoya por
entero en la autoridad, esto es, en un poder capaz de establecer
obligaciones, atribuir derechos y sancionar además, por medio de premios
y castigos, las órdenes dadas; cosas todas que evidentemente resultan
imposibles si fuese el hombre quien como supremo legislador se diera a
sí mismo la regla normativa de sus propias acciones. Síguese, pues, de
lo dicho que la ley natural es la misma ley eterna, que, grabada en los
seres racionales, inclina a éstos a las obras y al fin que les son
propios; ley eterna que es, a su vez, la razón eterna de Dios, Creador y
Gobernador de todo el universo.