domingo, 8 de marzo de 2020

CUARTA PARTE LECCIÓN XIII


CUARTA PARTE
LECCIÓN XIII

La duda socrática es un síntoma de buena salud espiritual, el primer paso decisivo en la conquista de un pensamiento libre y de un saber riguroso: el discípulo tiene que aprender a dudar de su propio juicio para mejor aprender a pensar.


El arquetipo de humana sabiduría y su maestro insuperable es Sócrates: la duda que provoca en el alma de los jóvenes es un principio de vida y el más poderoso acicate porque despierta una curiosidad apasionada e insaciable; contiene el apremio por llegar; previene contra la ficción y el error; ejercita la razón el más ceñido respecto a la identidad. No es una duda escéptica que paraliza la inteligencia y disminuye su capacidad para la verdad, a la manera de los sofistas que niegan el valor normativo del principio de identidad y pretenden legitimar la contradicción. No es tampoco la duda metódica, a la manera de Descartes y los otros reformadores del racionalismo, que presumen de la absoluta suficiencia del ego pensante y declaran el carácter problemático de todo lo demás; de donde proceden los incurables proyectistas, planificadores y utopistas para hacerlo o rehacerlo todo desde la raíz, desde el mismo comienzo: la religión, la filosofía, las artes, la familia, la sociedad, el Estado, los usos y costumbre, etc. Ni duda negativa de la pereza, ni duda irreverente de la soberbia; pero sí, la duda saludable y fecunda de la responsabilidad en el discípulo que asume conciencia de los límites de la razón y de las propias limitaciones, así como del riesgo constante de caer en el error; pero que, sin embargo, puede y debe llegar por sí mismo a la posesión del saber y de la verdad. Por sí mismo no significa que aprende sin la asistencia y la guía del maestro, cuya autoridad tiene que estar necesariamente presente en todos sus pasos decisivos; por sí mismo, quiere decir que el maestro no puede hacer el camino por el discípulo y que sólo transitándolo uno mismo, llega a ser el poseedor real y activo de la ciencia. La duda socrática sigue, como si fuera su propia sombra, al aprendiz de filósofo que advierte su frivolidad intelectual y su vergonzosa pedantería, apenas se ponen a prueba sus pretendidos saberes. Menón se muestra azorado ante su impotencia para continuar discurriendo sobre la virtud; antes de iniciar la conversación con Sócrates estaba seguro de su saber y dispuesto a dar la lección en cualquier momento; ahora está atónito y lleno de dudas. Al pronto, siente odio hacia el insoportable burlador y le parece que tienen sobrada razón los acusadores, cuando dicen que corrompe a la juventud con sus enseñanzas; incluso le anticipa que no podría ejercer impunemente su maléfica influencia en una ciudad extranjera, donde sería eliminado de inmediato. La verdad es que la propia Atenas tuvo que deshacerse finalmente del incorregible educador, empeñado en mejorar a los ciudadanos de la República, sin querer escuchar razones ni prudentes consejos, sin querer darse cuenta de que incurría en el peor y más inexcusable de los crímenes en contra de la democracia pura, cuya ley de igualdad extrema prohíbe lo mejor en todo. Lo mejor es democráticamente aborrecible y deben cegarse las espigas que crecen demasiado alto; entre todas, la superioridad de la inteligencia es la más imperdonable. Una ley común para hombres comunes y si fuera posible, todo en común; he aquí el régimen democrático puro. Querer mejorar es un propósito evidentemente aristocrático, incompatible e intolerable en un régimen igualitario; el culpable debe pagar con su vida la increíble osadía de fomentar la natural desigualdad de los hombres y de los valores. La duda socrática que se ha adueñado del alma de Menón, es un principio de aristocracia espiritual porque enseña que todos los pensamientos no son iguales, que todas las opiniones y pareceres no son iguales: hay pensamientos verdaderos y pensamientos falsos; hay opiniones fundadas que son más bien conceptos objetivos y hay opiniones infundadas que son simples pareceres subjetivos. Una democracia pura se funda en el igual valor de todas las opiniones; luego distinguir opiniones verdaderas y opiniones falsas es antidemocrático y de este modo, la peor de las ignorancias manda en las almas y en la República. Nadie ha definido mejor que Emilio Faguet, lo que es la democracia pura: “una ignorancia que se complace en sí misma. 140” Sócrates comprende lo que pasa en el alma del joven discípulo de Gorgias y quiere aliviar la tensión con su exquisito tacto. 
SÓCRATES. – [...] Porque si llevo la duda al espíritu de los demás, no es porque yo sepa más que ellos, sino todo lo contrario; pues yo dudo más que nadie y así es como hago dudar a los demás. Ahora mismo, con relación a la virtud, yo no sé lo que es; y tú quizá lo sabías antes de hablar conmigo; pero en este momento parece que tampoco lo sabes. Sin embargo, quiero examinar y buscar contigo lo que puede ser 141. 140 Cf. ÉMILE FAGUET, Pour qu’on lise Platon, París, 19[?]. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor. 141 Menón, 80 c d.
Pero Menón es todavía el aprendiz de sofista y el resentimiento que envenena su alma, le inspira una respuesta sutilísima donde se muestra toda la agudeza de que es capaz el demonio en las situaciones extremas y donde la inteligencia del mal conserva los rasgos de su perdida nobleza. Es una respuesta insidiosa que plantea de golpe el problema del conocimiento y que, a pesar suyo, orienta su justa solución. 
MENÓN. – [...] ¿Y qué medio adoptarás, Sócrates, para indagar lo que de ninguna manera conoces? ¿Qué principio te guiará en la indagación de cosas que                                                  ignoras absolutamente? Y cuando llegares a encontrar la virtud ¿cómo la reconocerías, no habiéndola nunca conocido? 142. 
Dijimos problemas; más bien debemos decir que esta respuesta de Menón, nos enfrenta al misterio del conocimiento y que nos deja atónitos esta oscura y paradójica revelación de una actividad del alma que es una transparencia luminosa y dirigida hacia los otros seres y hacia ella misma. La delicada situación que le ha provocado Menón, obliga a Sócrates a empezar por una aclaración del verdadero sentido y del real alcance de sus palabras. 
SÓCRATES. - Comprendo lo que quieres decir, Menón. Mira ahora cuán fecundo en cuestiones es el tema que acabas de sentar. Según él, no es posible al hombre indagar lo que sabe, ni lo que no sabe. No indagará lo que sabe porque ya lo sabe; y por lo mismo no tiene necesidad de indagación; ni indagará lo que no sabe, por la razón de que no sabe lo que ha de indagar 143. 
Nada es, pues, tan aparentemente absurdo como la afirmación que inicia la Metafísica de Aristóteles: Todo hombre desea naturalmente saber 144. 142 Menón, 80 d.  143 Menón, 80 e.  144 Metafísica I, 980 a 22.

Se trataría de un deseo sin sentido, sin razón ni ocasión de ser despertado en el alma, puesto que no se desea conocer lo que se conoce ni se puede desear conocer aquello que se ignora absolutamente. Desear conocer, quiere decir: desear conocer algo determinado; y no es razonable apetecer conscientemente sin saber qué cosa apetecemos. Además ¿cómo podríamos saber si lo que hemos encontrado es lo mismo que buscábamos? Lo grave es que el hombre conoce; que la ciencia es posible por cuanto existe y hasta hay ciencias que son un sistema de verdades necesarias, de afirmaciones apodícticas como las matemáticas, por ejemplo. Y resulta que para desear conocer algo, hay que conocerlo ya en algún modo; para buscar una cosa determinada hay que haberla encontrado ya en alguna forma; y para saber que hemos encontrado lo que buscábamos tenemos necesariamente que saber previamente que es eso mismo y no otra cosa. Es evidente que conocemos; tenemos que aceptar, en consecuencia, que conocer es reconocer, volver a conocer o conocer de nuevo lo mismo. La inteligencia humana conoce siempre de nuevo; su primer acto de conocimiento es un reconocimiento. No parte de cero; no parte de la ignorancia absoluta, porque entonces no haría más que pasar de cero a cero y de la ignorancia a la ignorancia. Además todo lo que entra por los sentidos, no es todo lo que hay en la actividad de conocer; tiene que haber algo más y más                                                  importante para la vida de la inteligencia: algo así como gérmenes de sabiduría, como lo que Descartes llama ideas innatas o como lo que Kant llama funciones a priori. No importa, por el momento, que sea realmente eso que hay, ni lo que haya de verdad o de error en la concepción de las ideas innatas o de los a priori kantianos del conocimiento; lo importante es que hay algo que no viene de fuera del alma y que es en el alma, una como anticipación de todo lo que es capaz de llegar a comprender. ¿Hemos meditado, alguna vez, en ese misterio de la creación poética – Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Balzac, Dostoievski–, que saca del alma del artista todo un mundo de personajes distintos, de caracteres singulares, de vidas con su destino propio, único e intransferible que van al encuentro de su pasión y de su muerte, sin que el artista intervenga siquiera en sus caminos? No nos parece razonable suponer que la experiencia personal del artista lo provee de todos los elementos y de todas las formas que su imaginación produce. Nos resulta, más bien una interpretación grosera, plebeya y propia de mentalidades demasiado prácticas. Nos parece razonable, en cambio, pensar que el artista contempla en su interior ese mundo de formas que luego transcribe en el papel, en la tela, en el mármol; y ese mundo ideal no es una mera elaboración de elementos empíricos; tiene que estar como un germen, como un anticipo de la visión inspirada en el alma del artista. No olvidemos que la creación poética es principalmente una forma de conocimiento. 
Sócrates ha medido en toda su trascendencia, la cuestión planteada por la paradójica respuesta de Menón. Comprende la extrema dificultad en que ha sido colocado y apela a un recurso de emergencia, cuyo uso ha estimado inconveniente en otra ocasión. Tal como lo hiciera oportunamente el sofista Protágoras, recurre a un mito poético para hacer comprensible el misterio del conocimiento. 
SÓCRATES. - Así, pues, para el alma, siendo inmortal, renaciendo a la vida muchas veces, y habiendo visto todo lo que pasa, tanto en ésta como en la otra, no hay nada que no haya aprendido. Por esta razón, no es extraño que, respecto a la virtud y a todo lo demás esté en estado de recordar lo que ha sabido. Porque, como todo se liga en la naturaleza y el alma todo lo ha aprendido, puede, recordando una sola cosa, a lo cual los hombres llaman aprender, encontrar en sí misma todo lo demás, con tal de que tenga valor y no se canse en su indagaciones. En efecto, todo lo que se llama buscar y aprender no es otra cosa que recordar 145. 145 Menón, 81 c d.    
Sólo un poeta realmente divino por su inspiración y la eminencia de su objeto, puede sugerir con tanta fuerza y hondura el remoto origen y el verdadero carácter del conocimiento racional. Estamos aquí ante una primera referencia de Platón a su teoría del conocimiento, según la cual, saber es recordar. Claro está que la memoria no es más que una operación de la inteligencia imaginativa, pero tiene el carácter de una verdadera actividad espiritual: recordamos para recordar simplemente, al margen de toda exigencia práctica; actualizamos nuestro pasado por un puro deseo de contemplar, como en un espejo, lo que hemos vivido. Además, cuando buscamos una cosa olvidada, encontrarla es reconocerla entre las otras cosas. Se comprende que el acto de recordar (y lo mismo se puede decir del acto de esperar), guarde una analogía esencial con el acto de pensar lo que es. ¿Cómo podríamos saber que hemos aprehendido la esencia de una cosa determinada, si encontrarla no fuera reconocerla como tal? ¿Cómo podríamos estar seguros de poseer la verdad, si no supiéramos distinguir entre ser verdadero y ser falso? ¿Cómo sería posible dudar sin saber previamente qué es afirmar? Afirmar lo que es, o, en otros términos, declarar la verdad del ser, es como si el alma que lo afirma lo sacara de si misma para ponerlo en la existencia.  La afirmación es una analogía del acto creador; es una reposición ideal en la existencia de lo que ya está realmente en ella. Nada puede ser absolutamente original en el hombre; nada puede comenzar absolutamente en su alma y hasta sus actividades más puras –el pensamiento conceptual, la creación poética-, son imitaciones. Imitaciones nobilísimas pero nada más que imitaciones. La creación artística es propiamente una recreación; el conocimiento es propiamente un reconocimiento, tal como sugiere el mito de Platón.