SEGUNDA PARTE
LECCIÓN VII
Antes de proseguir
el itinerario socrático en procura del mejor y más profundo conocimiento del
alma, vamos a enumerar algunos ejemplos altamente ilustrativos acerca de la
manera ordinaria y también académica, de tratar las cosas que están en nosotros
o en nuestro contorno humano.
Las características de
nuestra mentalidad volverán a resaltar con lamentable nitidez y apreciaremos,
una vez más, la declinación intelectual, moral y política que tanto nos
empequeñece y debilita. Acaso nos sorprenda todavía en el ciudadano de las
democracias occidentales, la actitud irresponsable de Alcibíades cuando se
disponía a participar activamente en la vida de la República, sin antes haberla
esclarecido y afirmado en su propia alma sobre cimientos de eternidad. Todo lo
que está en el hombre y todo lo que fuera de él le pertenece, tiene que ser
asumido por el alma en la forma de la racionalidad, es decir, en la forma de la
reflexión sobre sí misma, de la conciencia de su verdadero significado
espiritual. La sensación y la fantasía, la pasión y el apetito, la habilidad y
la virtud, así como el cuerpo y el espacio donde se mueve, la habitación y el
vestido, las formas sociales y las instituciones jurídicas, los usos y
costumbres, la economía y la riqueza, las manualidades y las técnicas, las
ciencias y las artes, deben ser referidas por el alma reflexiva a la unidad de
la Sabiduría divina y humana desde su extrema diferenciación de materias y de
valores. Tan sólo esa unidad interior, conscientemente jerarquizada en la vida
del alma, de los bienes espirituales, de los bienes corporales y de los bienes
exteriores, puede sustentar la República en la unidad moral de sus partes
constitutivas y en la concordia consigo misma a través de todas sus
diferencias. Cada vez comprendemos mejor que no es en el cerebro ni en otro
órgano corporal, como ha intentado tanto investigador trasnochado y fantasioso,
donde puede razonablemente estudiarse el alma; más bien la encontraremos y nos
será permitido examinarla en el cuerpo institucional de la República y,
principalmente, en la Idea visible que lo dinamiza y conduce, concertando sus
elementos sociales en la unidad del fin. La Idea, o mejor, el ideal de vida que
define la esencia de la República, es la idea que el alma tiene de sí misma,
personificada en el héroe nacional que se reconoce e imita, y corporizada en
las instituciones que obedecen a la razón vital de las antiguas costumbres y de
las tradiciones memorables. Cuando en la vida de la República, el cuidado de
los bienes interiores y exteriores no se ajusta al dictamen de la Sabiduría y
no guarda la debida proporción, es que el alma se ha enajenado de su intimidad
y se encuentra dispersa en la multiplicidad abstracta y exterior. El alma se
pierde a sí misma en sus afanes intelectuales o prácticos que cultiva en la
abstracción de la unidad viviente del espíritu y a los cuales se entrega como a
otros tantos absolutos o incondicionados fines en sí; pasa de una cuestión a
otra, de una atención a otra, como si saltara de un planeta a otro planeta o de
un criterio a su contrario y después a otro y así indefinidamente. Y en el
espejo de la República, el alma asiste al grotesco espectáculo “de un carnaval
cosmopolita de divinidades, de costumbres y de artes”; vida privada y vida
pública como dos regímenes extraños entre sí y absolutamente apartados, cada
uno con su moral propia y exclusiva; ciencia pura sin fetiches teológicos ni
metafísicos; economía pura, derecho puro y pedagogía pura, sin contaminación
política. ¡Fuera de la escuela, la política!; arte puro o arte por el arte;
edad infantil con su vida propia, su mundo propio y sus leyes propias; edad
juvenil, ídem; edad adulta, ídem; catolicismo dominical, liberalismo docente y
socialismo económico en la misma persona; tradicionalismo, progresismo,
pacifismo, feminismo y patriotismo exaltados, en buena vecindad dentro de la
misma alma y de la misma escuela que suponen haber eliminado todo lo que divide
a los hombres y que todo lo concilian en el plano superior de un nuevo
humanismo abstracto y genérico; obrero o patrono, estudiante o profesor,
profesional o empleado, clasista y partidista, antes que ciudadano de la
República y aún en contra de la República. He aquí la confusión y el caos del
alma que se ignora a sí misma, pero que presume saber, reflejado en la
confusión y el caos de la plaza pública. Este es el mal que está destruyendo a
nuestro mundo occidental: el caos interior que ahonda día a día el
bolcheviquismo triunfante en el alma y en la República. Y el poder de
destrucción y de muerte de ese enemigo invisible, imponderable, inmaterial, es
superior, mucho más, infinitamente más, que el que puede obrar el ejército de
innumerables legiones que se cierne sobre las fronteras de nuestra cultura y de
nuestra vida.
Dejando, por ahora, el
comentario de los ejemplos patéticos, vamos a documentar la peor de las
ignorancias en otros más sencillos y más claros si cabe. Abrid un manual o un
tratado de Historia de la Civilización a la moda, tipo Esquema de Historia
Universal de Wells o Colección Berr. Es casi seguro que la historia de la
Humanidad se presenta en continuidad con la historia de los animales, de las plantas,
de la tierra y del universo entero; además se asiste a un proceso de lenta
humanización de la bestia más próxima, a fin de que no se altere aquello de que
natura non facit saltus. De donde resulta que el hombre no es en fondo hombre,
sino un antropoide distinguido, paulatinamente mejorado por la adaptación al
medio; pero no puede ocultarse que después de muchos miles de años de evolución
ascendente todavía tiene mucho de bestia, como lo prueban las continuas guerras
y violencias que desata para satisfacer feroces instintos. Por ello es que el
jefe del positivismo inglés Heriberto Spencer previene terminantemente a la
Humanidad contemporánea que “la posibilidad de un estado social superior, en
política y en general, depende fundamentalmente de la cesación de la guerra. El
militarismo persistente, conservando las instituciones adoptadas, debe
inevitablemente impedir o, al menos, neutralizar cambios en la dirección de
leyes y de instituciones más equitativas, mientras que una paz permanente sería
necesariamente seguida de mejoras sociales de toda especie 65” 65 Cf. F.
HOWARD COLLINS, An epitome of the synthetic philosophy of Herbert Spencer, with
a preface by Herbert Spencer, London, 1889. Hay traducción española: F. HOWARD
COLLINS, Resumen de la filosofía de Herbert Spencer, con prólogo de Herbert
Spencer, 2 volúmenes, Madrid. Sin datos respecto de la versión utilizada por el
autor.
El uso de este esquema
evolucionista y naturalista para explicar los orígenes del vestido y de la
habitación, nos ofrecerá la conocida versión de un animal aterido de frío o
azotado por el viento y la lluvia que se envuelve con la piel abrigada de otro
animal o que se guarece en el hueco de un árbol añoso. De tal modo que la
habitación y el vestido tienen un origen fundamentalmente zoológico; son
reacciones instintivas o respuestas de una inteligencia al servicio del
instinto de conservación; y todas las variaciones ulteriores no son más que
complicaciones graduales del sencillo modelo original. Y este tipo de
explicación proporcionada a nuestra mentalidad de animales adaptados nos deja
satisfechos; y, en cambio, sonreímos con marcada suficiencia si alguien nos
recuerda que la habitación y el vestido tienen su origen en el alma que es como
decir, un origen inmediatamente divino. La razón primera y principal que
explica la habitación y el vestido es el pudor, esta imperiosa necesidad del
alma que no del cuerpo, en virtud de la cual el alma se reviste de intimidad y
de recato en el propio cuerpo y en el espacio que ciñe su vida. El alma repudia
la naturalidad inmediata de la bestia, la desnudez brutal del instinto y revela
su espiritualidad cubriendo su cuerpo, recogiendo se vida familiar en la
intimidad del hogar y su vida civil entre los muros sagrados e inviolables de
su Ciudad. Cuando este régimen normal de la existencia se corrompe y se
degrada, el hombre pierde el pudor y cae en la promiscuidad, en el
cosmopolitismo y en el internacionalismo. Esto no significa excluir la
necesidad biológica en la explicación del vestido y de la vivienda; pero sí,
darle su justo lugar de razón secundaria y subordinada a la razón del alma.
Otro ejemplo sumamente ilustrativo es el deporte. Se olvida con peligrosa
frecuencia que el cuerpo debe cultivarse para el alma, como ya enseña
Aristóteles en la Política; en consecuencia, no se trata primordialmente de la
salud, del vigor, de la resistencia o de la destreza, sino de la mejor
disposición física para los trabajos del alma. Más todavía, la razón primera y
principal del deporte es el alivio y purificación del alma juvenil; se trata de
aliviarla y clarificarla de los sueños agobiadores que la invaden y de la
maliciosa ansiedad que la devora, por medio de una sistemática distracción y
fatiga del demonio. Claro está que esta principalísima función ética del
deporte, excluye absolutamente la coeducación. En rigor, toda forma de
coeducación es un atentado contra el pudor y contra la tranquilidad mínima de
los jóvenes. La salud y el vigor físicos carecen de verdadero significado
humano por sí mismos, propuestos con el valor de fines en sí; más todavía,
pueden llegar a ser un evidente contrasentido en virtud de este aforismo de
Aristóteles: “Más vale
vivir un solo año para un fin elevado que arrastrar una larga existencia
vanamente 66.” La cuestión humana no se define ni se decide en el logro y
mantenimiento de una perfecta salud animal, sino en el empleo que el hombre
hace, en este caso, de tan espléndido y prolongado estado físico.
Cuidar
al hombre mismo es aplicarse a todas las cosas –espirituales o materiales-,
teniendo en vista el saber que el alma posee de sí misma, a fin de estableces
la justa medida y proporción de cada actividad respecto de la unidad viviente y
armónica de la Sabiduría. Lo grave es olvidar esa primacía del alma que sabe y
la necesidad de ese saber de sí misma, para justipreciar los otros saberes y
las otras artes; lo verdaderamente lamentable es olvidar que el alma debe
llevar al cuerpo con desenvoltura, en lugar de ser el cuerpo que arrastre
pesadamente el alma. El alma tiene que verse y saberse a sí misma en el cuerpo
y en las cosas exteriores donde realiza sus intenciones y donde expresa su
esencia y su valor espiritual. Obramos una criminal subversión, un monstruoso
atentado contra la naturaleza humana y el decoro de la existencia, toda vez que
pretendemos explicar lo superior por lo inferior, la visión por la acción, la
forma por la materia, el fin por el medio, lo sustantivo por lo circunstancial,
que no otra cosa es el materialismo en cualquiera de sus manifestaciones
históricas. Nada más oportuno que finalizar esta clase con una página de
Claudel donde se explica acabadamente esa tendencia irresistible en nuestros
días, de dar razón de lo que el hombre es, por lo que está en el hombre; y de
lo que está en el hombre por lo que está fuera del hombre. Es el camino que se
sigue a través de la ciencia, conforme al trazado del materialismo positivista
(Augusto Comte y sus epígonos sudamericanos), desde las matemáticas, pasando
por la astronomía, la física, la química y la biología, se llega a la
sociología y a la moral; es decir, se llega hasta la vida propiamente humana a
partir de la cantidad abstracta, la determinación más próxima de la
materialidad, de la indiferencia absoluta: la exterioridad pura. Dice Claudel
en El Libro de Ruth: “La atención
dominante se dirige a la letra y no al espíritu de la letra. Es una
consecuencia de esa actitud viciosa de los hombres del siglo XIX que hacen
proceder todo de abajo, de una espontánea actividad de la causa eficiente; que
explican lo más por lo menos, así es la materia que crea la forma; es el obrero
que crea al órgano; es el espíritu de la época que crea el poema; son las
circunstancias las que crean al héroe; es la historia que se hace por sí sola.
“Nada tan falso como esta visión. En verdad, es el fin lo primero y principal;
es el fin que convoca y concierta los medios. “El ser no es una suma. El
análisis extremado, nos lleva a condiciones cada vez más generales y confusas
que finalizan en la nada. Es como si se quisiera explicar un Ticiano por la
naturaleza química de los colores, por la tela, por la física y la matemática
atómica, etc. 67” 66 Cf. Ética a Nicómaco, IX, c. 8.
67 Cf. PAUL CLAUDEL, Le Livre de Ruth, París, 1938. Sin datos respecto
de la versión utilizada por el autor.