domingo, 8 de marzo de 2020

TERCERA PARTE-LECCIÓN VIII


TERCERA PARTE
 LECCIÓN VIII

El conocimiento de sí mismo y la conquista de un pensamiento libre. 

Primeramente, ¡oh hijo!, has de tener a Dios; porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada. Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. 

De los consejos que dio Don Quijote a Sancho Panza, antes que fuese a gobernar la ínsula.                      




El adivino Eutifrón juzga la actitud de Melito, uno de los más enconados acusadores de Sócrates, en estos términos decisivos:  
EUTIFRÓN. - [...] atacándote a ti, Sócrates, me parece que ataca a su Patria en lo que tiene de más sagrado 68. 
Así es y así será siempre: perseguir, condenar, despreciar o simplemente desconocer el magisterio socrático como la verdadera y única educación del ciudadano, será en todo tiempo y lugar, la negación de la Patria misma; la manera más sutil y disimulada, pero también la más peligrosa y destructora de conspirar en contra de la Soberanía. La ocupación de Sócrates, conforme hemos anticipado en clases anteriores, es el cuidado de la Patria misma: la lúcida comprensión de lo que ella es y la vigilancia constante de la integridad de sus ser en el alma del ciudadano y en la vida de la República. Su afán de cada día es demostrar públicamente con fundadas razones y con el testimonio de una inquebrantable fidelidad que cumplimos con nuestro deber hacia la Patria en la medida que atendemos a la perfección del alma, a nuestro mejor ser. La Patria y la República se hacen fuertes y se consolidan o se debilitan y se desmoronan en el alma. Los otros entusiasmos y los otros fervores “patrióticos” son simulacros bastardos o vanas adulaciones. La Patria y la República son realmente inconmovibles en el alma que está cuadrada sobre lo mejor de sí misma: la Sabiduría y las virtudes éticas; o como expresan los versos del poeta griego Simónides que comenta Platón en su Diálogo Protágoras: 
Cuadrado de pies, de manos y de espíritu, y formado sin la menor imperfección 69. 68 Eutifrón, 3 a. 69 Protágoras se dirige a Sócrates y le recuerda los versos del poeta Simónides. Cf. Protágoras, 339 b 
Sócrates, cuando sea llegada la hora decisiva, no vacilará en advertir al tribunal supremo de los atenienses que su amor a la filosofía y la misión que le encomendara Dios de mantener despierto el sentido de la responsabilidad en los ciudadanos, son más fuertes que su apego a la vida y a las libertades; que prefiere verse privado de todos sus bienes, incluso de la propia vida, antes que dejar de filosofar y seguir indagando a sus semejantes. Nada más razonable y oportuno que este lenguaje sin concesiones, viril, decoroso y soberano en quien ha convertido su vida entera en un acto de servicio a la Patria; en quien ha querido renunciar a los más legítimos intereses  particulares para consagrarse a un gran deber; en quien no se reserva nada para sí y se entrega hasta el extremo de identificarse con la Patria misma, porque sabe que la expresión del supremo dominio de sí, la prueba segura del verdadero señorío sobre la propia alma y el propio cuerpo, es una apasionada entrega, una consagración abnegada como la suya. Conocerse a sí mismo, quiere decir conocer la espiritualidad del alma racional. Y esa espiritualidad no se anula ni se compromete por la necesaria y sustancial unión con un cuerpo, a menos que el alma renuncie a su primacía y se degrade hasta humillarse a su inferior; y en lugar de adorar a la pura y trascendente espiritualidad de Dios, cuyo reflejo es el alma misma, se entregue a la idolatría de la materia sin espíritu: el mineral, la planta, el animal, la máquina, la riqueza, el individuo abstracto, el Estado abstracto, la Humanidad abstracta, la civilización y el progreso, la libertad de una voluntad que no quiere nada a fin de reservarse entera y rehusar todo compromiso, donación o devoción, etc. Sócrates conoce la esencia espiritual del alma y se decide a vivir desde ella y para ella; así se eleva por sobre los estrechos límites de la percepción sensible y de la acción material, hasta la visión y la preferencia de una nueva y divina libertad, la libertad interior, cuyo sentido será esclarecido definitivamente por el Cristianismo, pero que ya es la realidad y la verdad de Sócrates en su vida y en su muerte: Saberse es comenzar a ser uno mismo dentro y fuera de sí; poseerse realmente a sí mismo es darse entero a una grande y verdadera misión. San Agustín expresa maravillosamente el significado de esta sabiduría y de esta libertad del alma que funda los otros saberes y las otras libertades: “¿Quizás temes perderte entregándote? Al contrario, no entregándote es como te pierdes. La misma caridad es quien lo enseña por la Sabiduría, y de tal manera que no tienes por qué extrañarte de sus palabras: Entrégate a ti mismo, dice ella, del mismo modo que el que quisiera venderte su campo te diría: Entrégame tu oro    70.” 70 Sermo 34, 7.
Será menester que meditemos el discurso en que Sócrates explica a los atenienses que van a juzgarlo, la naturaleza y el valor de la misión que cumple en la Ciudad. 
SÓCRATES. - Atenienses, os respeto y os amo; pero obedeceré a Dios antes que a vosotros, y mientras yo viva no cesaré de filosofar, dándoos siempre consejos [...] y diciendo a cada uno de vosotros cuando os encuentre: buen hombre, ¿cómo siendo ateniense ciudadano de la más grande ciudad del mundo por su sabiduría y su valor, cómo no te avergüenzas de no haber pensado más que en amontonar riquezas, en adquirir crédito y honores, en despreciar los tesoros de la verdad y de la sabiduría, y de no trabajar para hacer tu alma tan buena como pueda serlo? [...] estoy persuadido que el mayor bien que ha disfrutado esta ciudad, es este servicio continuo que yo rindo a Dios. Toda mi ocupación es trabajar para persuadiros, jóvenes y viejos, que antes que el cuidado del cuerpo y de las riquezas, es el del alma y de su perfeccionamiento; porque no me canso de deciros que la virtud no viene de las riquezas, sino por el contrario, que las  riquezas vienen de la virtud, y que es de aquí de donde nacen los demás bienes públicos y privados 71. 71 Apología, 29 d – 30 b.                                       
Estas inspiradas palabras definen el ideal pedagógico de un artífice que trabaja sobre el modelo divino; tienen un valor inmutable y una vitalidad perenne. Sócrates es el arquetipo civil, el maestro de conducta en toda ciudad temporal, configurada sobre el alma que se conoce a sí misma y se contempla en las costumbres pudorosas y en la justicia de sus instituciones y de su gobierno. El ideal pedagógico es invariable como el hombre mismo considerado en su esencia y no en las variables circunstanciales de su vida. Sólo hay un humanismo posible, aquel que cultiva al hombre eterno; y sólo una lamentable confusión de lo sustantivo con lo circunstancial puede inducirnos a plantear otros humanismos, a proponer, por ejemplo, un humanismo moderno en oposición a un humanismo antiguo ya caducado. El humanismo no es ni antiguo ni moderno; es clásico, lo cual quiere decir siempre actual, definitivamente valioso y digno de ser imitado y continuado.  El ciudadano es el hombre esencial porque es el hombre en el estado de su naturaleza, el hombre que existe en conformidad con su naturaleza racional y libre. No hay más que un modelo, un tipo fijo e inmutable de ciudadano; y muchas ejecuciones reales, concretas, históricas, más o menos logradas, más o menos perfectas y hasta deformes y contrahechas. Claro está que si al considerar las múltiples realizaciones no tenemos a la vista el modelos o tipo ideal; y no las medimos según el grado de proximidad o de alejamiento de la norma fija, se nos presentarán como una exposición de “modelos” o “tipos” diversos, de concepciones distintas e igualmente valiosas que se corresponden y armonizan con un medio diferente. De este modo, el ciudadano de Atenas, el ciudadano de Roma, el ciudadano de Venecia, el ciudadano del Antiguo Régimen, el ciudadano del Nuevo Régimen del gorro frigio, el ciudadano de la roja Moscú, resultan otras tantas formas de ciudadanías, adaptadas cada una a condiciones existenciales únicas e irrepetibles en el tiempo histórico. He aquí un claro ejemplo del punto de vista de la cantidad y del puro fenómeno que abstrae de la esencia y del valor en sí, procediendo a nivelarlo todo en función de las circunstancias. Un testimonio análogo al que recogimos de Ramón y Cajal, nos lo ofrece el Jefe de la Escuela Sociológica francesa, D. Emilio Durkheim, aunque referido a la realidad social que estamos considerando: “Nosotros sabemos que si se toman al pie de la letra las palabras superior e inferior no tienen científicamente sentido. Para la Ciencia, los seres no están los unos encima de los otros, son solamente diferentes porque difieren sus medios respectivos. No hay una manera de ser y de vivir que sea la mejor para todos, con exclusión de toda otra; y en consecuencia no es posible clasificarlas jerárquicamente según que se acerquen o se alejen de un ideal único. El ideal para cada uno es vivir en armonía con sus condiciones de existencia. “Esta correspondencia se encuentra igualmente en todos los grados de la realidad. Lo que es bueno para unos no lo es necesariamente para otros. La familia de hoy no ni más ni menos perfecta que la de antes: ella es otra porque las circunstancias son otras. El sabio estudiará cada tipo por sí mismo y su sola preocupación será buscar la relación que existe entre los caracteres constitutivos de ese tipo y las circunstancias que lo rodean.72 
Insistimos en que esta manera propia de la ciencia exacta y empírica, aplicada al orden humano, es un caso de materialismo plebeyo y grosero; materialismo puro por cuanto se trata del acomodo con las circunstancias antes que de la conformidad con lo que es. Lo mejor no es la plena adecuación a la esencia sino la adaptación al medio exterior y cambiante, según el canon de este simulacro de saber y de objetividad. No se necesita mucha perspicacia para apreciar las proyecciones éticas y políticas de semejante criterio igualitario y oportunista.  El punto de vista de la esencia es eminentemente aristocrático y jerarquizador. En el libro IX de “La República”, Sócrates le pregunta a Glauco:  
SÓCRATES. – [...] ¿si lo mejor para cada cosa no es lo más conforme con su esencia?73 
Y Glauco le contesta que  
GLAUCO. – [...] en efecto, lo mejor es aquello que está más conforme con la esencia 74.  72 ÉMILE DURKHEIM, Introduction à la Sociologie de la Famille, Anales de la Faculté des Lettres de Bordeaux, 10 (1888), páginas 257 – 281. Ver también, Textes 3, París, Editions di minuit, 1973, páginas 35 – 49. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor.  73 La República IX, 586 e.  74 Ibidem. Lo mejor es un principio de distinción. El valor no es diferente del ser; es el ser mismo en acto y en la medida que está en acto. El valor propio de una cosa está dado por el grado de realización de su esencia. El valor de una personalidad consiste en ser lo que debe ser. Valer es lo mismo que ser en acto, esencia existente; y la perfección de un ser, la plenitud de su valor la alcanza cuando existe en conformidad con lo que es, con su esencia. El alma que se manifiesta idéntica consigo misma en su existencia carnal, que hace de su cuerpo, de sus movimientos, de su gesto y de su voz, la realidad y la verdad de sus esencia espiritual, ha logrado la plenitud de su valor, o sea, la perfección de su ser; es una persona. Cuando decimos de alguien que tiene personalidad o carácter, queremos decir justamente que es el mismo en sus actos. El materialismo en cualquiera de sus versiones no expresa lo que es ni la ordenación jerárquica, que mantienen los distintos seres entre sí, tanto como las partes constitutivas de un mismo ser; sino que expresa más bien la subversión y el desorden provocados en su propia existencia por el alma confundida y degradada. Nada más justo que el materialista juzgue que “el espíritu es el producto superior de la materia 75”, desde que ha conseguido obrar esa confusión en su mente y se propone hacer que el mundo y la existencia sea la imagen y semejanza de su alma contrahecha y humillada. 75 Cf. FRIEDRICH ENGELS, Ludwig Feuerbach y…, o. c.                                     
Su seudofilosofía es la confesión de lo que ha llegado a ser y de lo que quiere hacer; una ideología del resentimiento puro que con el pretexto de la conquista del mejor ser pretende destruir todo lo existente y de ahí la lacónica sentencia: “todo lo que existe merece perecer 76”.  Este espíritu de confusión y de nihilismo militante que suele apoderarse de las almas y de los pueblos decadentes, se manifiesta en la forma de la ignorancia o del hastío hacia la propia alma, hacia lo que es como siempre ha sido, el verdadero ser y el hombre verdadero; y, en cambio, una apetencia insaciable de novedad, de cosas nunca vistas, extrañas y exóticas, de un hombre nuevo y de un alma extranjera. Se trata de ser otro y de no mirarse ya en el espejo que nos recuerda nuestra verdadera imagen, lo que realmente somos y debemos ser. Así Hipócrates, hijo de Apolodoro, una de las grandes y ricas familias de Atenas, admirablemente dotado que aspira a distinguirse un día, antes de rayar el alba, acude presuroso a la casa de Sócrates que reposa de sus ardientes vigilias. ¿Va, acaso, para contemplar en el maestro de ciencia y de conducta, los ásperos caminos que deberá recorrer para el logro de sus afanes?; o ¿quiere que la palabra magistral despierte en su alma el recuerdo de una antigua sabiduría y de una vida perfecta, para ir hacia ella con toda la fuerza de un supremo anhelo? No, nada de eso; despierta a Sócrates para rogarle lo acompañe hasta el lugar donde se encuentra el famoso sofista Protágoras, recién llegado a la Ciudad, y de quien desea recibir lecciones y para ello está dispuesto a gastar su fortuna y la de sus amigos si fuere menester. Sócrates ha comprendido ya lo que pasa en el alma del joven y se apresta para satisfacer su apremiante solicitud. Mientras pasean, en espera de la hora oportuna para presentarse a Protágoras, Sócrates le pregunta:    
SÓCRATES. - Y bien, Hipócrates, vas a casa de Protágoras a ofrecerle dinero para que te enseñe alguna cosa; ¿qué hombre piensas que es, y qué hombre quieres que te haga? [...] ¿qué es lo que sabe y qué es lo que enseña a los demás? 77. 
El joven le contesta desconcertado:  
HIPÓCRATES. - En verdad, Sócrates, no podría decírtelo. 
78. 76 Cf. FRIEDRICH ENGELS, Ludwig Feuerbach y…, o. c.  77 Protágoras, 311 a y ss. 78 Protágoras, 313 a.   
Sócrates le reprocha su ligereza y su falta de responsabilidad; le observa que si se tratara de la salud de su cuerpo buscaría un médico para confiarse a                                                  sus cuidados; y, en cambio, estimado mucho más su alma y sabiendo que su felicidad o se desgracias dependen de su formación,  
SÓCRATES. – [...] no pides consejo ni a tu padre, ni a tu hermano, ni a ninguno de nosotros que somos tus amigos; ni tomas un solo momento para deliberar si debes entregarte a un extranjero que acaba de llegar; sino que sin más que saber que ayer tarde y bien tarde ha llegado, vienes al día siguiente, antes de rayar el alba para ponerte sin dudar en sus manos 79. 
Hipócrates ignora al verdadero maestro, “el que Dios ha escogido para excitar, para punzar, para predicar todos los días y no abandonar un solo instante 80”, a los atenienses; no sabe que el maestro está a su lado, solicitándolo delicadamente para que reflexione acerca del paso que va a dar. Pero Hipócrates no ve en Sócrates a su maestro porque se ignora a sí mismo, porque no sabe quién es él ni lo qué quiere realmente; tampoco sabe quién es Protágoras ni lo que espera de su enseñanza, pero es el extranjero que llega acompañado por la larga fama de sus triunfos resonantes, de sus grandes éxitos. 
SÓCRATES. - Esto es negocio concluido; es preciso entregarse a Protágoras, a quien no conoces como tú mismo lo confiesas, y a quien no has hablado jamás 81. 79 Protágoras, 313 a, b.  80 Cf. Apología, 30, e.  81 Protágoras, 313 c.  
¿Meditaron los hombres públicos del 53 y del 80, acerca de su apresuramiento, de su lamentable urgencia por entregar a educadores extranjeros –por el espíritu y por la sangre-, el cuidado del alma de las futuras generaciones argentinas? ¿Se detuvieron siquiera un momento para consultar nuestro pasado, para abrir el libro de una tradición venerable, cuyo espíritu modeló el carácter de los fundadores de la Patria?