domingo, 8 de marzo de 2020

TERCERA PARTE LECCIÓN IX


TERCERA PARTE
LECCIÓN IX

Sócrates insiste en prevenir a Hipócrates sobre el daño irreparable a que expone su alma, entregándola ciegamente al cuidado de un preceptor extranjero, tan celebrado como desconocido para él; y acaso un maestro de habilidad pero no de sabiduría. 


En verdad, el riesgo que se corre en la compra del saber, es mucho mayor que en la compra de comestibles; no se lo puede depositar en alforjas sino en el alma misma. La ciencia adquirida se la lleva necesariamente en el alma, en la forma de hábitos o virtudes intelectuales, los cuales son buenos o malos, perfecciones o corrupciones, según sean saberes reales y verdaderos o saberes aparentes y falsos. Pero todos los argumentos son vanos y no puede demorarse la presentación del joven ateniense al renombrado maestro. Sócrates lo hace en términos convincentes para Protágoras. 
SÓCRATES. - Hipócrates que aquí ves, es hijo de Apolodoro, una de las más grandes y ricas casas de Atenas; y es de tan buen natural que ningún hombre de su edad lo igual; quiere distinguirse en su Patria y está persuadido de que, para conseguirlo, tiene necesidad de tus lecciones 82. 
Después de tan promisorias razones que Protágoras acoge complacido, Sócrates le ruega explicarles cuáles son los beneficios de su magisterio y cuál es la excelencia o virtud que Hipócrates va a alcanzar con sus lecciones: 
PROTÁGORAS. – Este joven no aprenderá jamás otra ciencia que la que desea al dirigirse a mí y no es otra que la prudencia o el tino que hace que uno gobierne bien su casa; y que en las cosas tocantes a la República, nos hace muy capaces de decir y hacer todo lo que le es más ventajoso 83. 82 Protágoras, 316 b c. 83 Protágoras, 318 e – 319 a.
Sócrates entiende que Protágoras acaba de declararse un maestro de política y pone en duda que la virtud del mando y de la obediencia pueda ser enseñada. Recuerda el espectáculo reiterado en las asambleas públicas, donde todos los ciudadanos sin distingos de condición ni de profesión, participan activamente en las deliberaciones éticas y políticas, sin que nadie se sorprenda ni tenga objeción que hacer a ese universal derecho de opinión. No ocurre lo mismo cuando se trata una cuestión técnica, la construcción de una nave o de un edificio por ejemplo; en este caso, se exige competencia profesional, el título que acredite autoridad para emitir opiniones y ser escuchado. No se tolera que un profano en la materia, incurra en la ligereza de opinar sobre lo que ignora. De donde resulta que todos somos o nos suponemos, en cuanto ciudadanos de una democracia, con autoridad suficiente para juzgar y decidir sobre los asuntos de Estado, en el gobierno de la República, sin haber estudiado ni                                                  aprendido especialmente el arte de la política y sin haber tenido jamás maestros de prudencia. Todo lo cual parece confirmar las dudas de Sócrates sobre la imposibilidad de aprender y de enseñar la virtud. Sócrates podría agregar todavía que en un régimen democrático puro, el mayor de los delitos es poner en duda la suficiencia política del más insignificante de los ciudadanos o de la multitud en conjunto. Claro está que para preservar la pureza democrática en los días que corren, amenazada principalmente por los comunistas, habrá que suspender los sagrados derechos y garantías individuales, hasta que sean aniquilados sus enemigos exteriores e interiores. Pero lo grave será comprobar que los comunistas son los únicos verdaderamente interesados en que se mantenga la piedra libre del sabio régimen democrático, hasta que ellos conquisten pacíficamente el poder político. Nos parece oportuno que se medite acerca de la rara condición de la Democracia pura, tanto más inestable cuanto más efectiva su pregonada pureza, que necesita contrariarse a sí misma para recuperar una precaria normalidad. Hogaño como antaño, el régimen de la libertad pura termina negándose en alguna forma de pura autoridad; y el vivir como cada uno quiere en el extremo de su desarrollo, se convierte en la más rígida disciplina y obediencia al superior. ¿No será que la normalidad democrática es tan anormal que precipita irremediablemente en el desgobierno y en la anarquía? ¿No será la lógica interna de su proceso que engendra necesariamente la crítica de sí misma? ¿No será la glorificación de la contradicción el sino democrático? El socorrido ejemplo de los Estados Unidos como testimonio de esta habilidad democrática, no modifica la situación; aparte del formidable contrapeso oligárquico como factor de orden y de disciplina económicosociales, ha tenido el privilegio hasta aquí de una continuada expansión de su riqueza nacional y colonial. 
Ya es hora de volver a Protágoras que se dispone a probar por medio de una explicación mítica, el carácter docente de la virtud política. Es una fábula rica en sugerencias profundas y donde se vislumbra como en golpes de luz, la distinción esencial entre el hombre y el resto de los animales, así como el desigual rango y valor de las criaturas según su grado de relación y de proximidad con el Creador. Si se compara esta teogonía familiar de los antiguos griegos, con cualquiera de las explicaciones “científicas” del evolucionismo naturalista de los siglos XIX y XX de la Era Cristiana, se pondrá en evidencia la superioridad intelectual, la riqueza de imaginación y de gusto, el real decoro que prestigia a aquellos paganos, frente a la mediocridad de inteligencia y estrechez de miras, a la pobreza de imaginación y de gusto, a la falta de dignidad, de estos modernísimos partidarios de la Civilización y del Progreso. Asombra el realismo, la veracidad, la lógica estricta en el desarrollo del mito teogónico que nos expone Protágoras con palabra fluida y brillante, frente al carácter fantástico, inverosímil, truculento y pueril de esas historietas naturales con rígido aspecto científico, tales como el evolucionismo tipo Spencer, el transformismo tipo Darwin, el materialismo histórico tipo Marx o el pragmatismo tipo Dewey. Padecemos de infantilismo mental que no es lo mismo que estar en la deliciosa infancia del espíritu, sino en la ridícula situación del adulto que no ha tenido infancia y que alcanzará nunca la madurez. Por eso nos parecen pueriles las cosas realmente serias y tomamos en serio las que son verdaderamente pueriles, hasta el punto de haber instituido la idolatría pedagógica del niño y de juzgar la madurez del maestro como el principal obstáculo para el espontáneo y libre desenvolvimiento de la personalidad infantil. Desde el Emilio de Rousseau hasta el actual monopolio de la Escuela Activa, pasando por Pestalozzi, Fröebel, Spencer, etc., los aforismos predominantes son de la especie de “aprender jugando” o “aprender haciendo”. El odio a los arquetipos humanos y a la madurez del espíritu, el horror a la personalidad lograda y armoniosa, se traduce en la institución de la pedagogía del juego, del trabajo manual, de las representaciones geométricas, de las ilustraciones gráficas, del experimentalismo para cualquier orden de conocimientos. Y se confunde adrede o por la peor de las ignorancias, a la única pedagogía posible que es el Verbo, con su degradación intelectualista y enciclopedista. Sólo la palabra propiamente enseña; sólo ella comunica realmente un alma con otra alma. Querer reemplazar la pedagogía del verbo por cualesquiera formas de praxis, es negar el alma espiritual y negar a Dios. La pedagogía del hacer –juego, manualidad, experimento-, convierte un elemento infantil, inmediato o puramente material y externo, en algo que pretende valer por sí mismo y lo aplica como una actividad que educa por sí. De este modo se pierde la seriedad y se infantiliza el espíritu, sin advertir siquiera que los niños son los que menos aprecian a la infancia como tal; es notorio que sólo los adultos les interesan y sólo a ellos atienden, veneran e imitan en todo momento. Refiriéndose a la pedagogía del juego, Hegel observa agudamente: “se esfuerza por representar a los niños, en se ser que sienten incompleto, como si fueran completos, haciéndolos pagados de sí mismo; turba y profana su verdadera, propia y mejor necesidad y produce, en parte, el desinterés y la obtusidad para las relaciones sustanciales del mundo del espíritu; y, en pare, el desprecio de los hombres porque a ellos como a niños, se han representado los hombres mismo pueril y despreciablemente; después el vacío y la presunción que se pagan de su propia excelencia.84”
84 Cf. GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL, Grundlimien der Philosophie des Rechts (1821). III Parte, Sección Primera. Puede consultarse en español: GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL, Filosofía del Derecho, Buenos Aires, 1987. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor.   
Y así nos parece cosa de niños esta explicación mítica, seria y profunda, que discurre Protágoras: Cuando hubo llegado el tiempo de la creación de los seres mortales, los dioses modelaron con barro las distintas especies y luego encomendaron a Epimeteo y a Prometeo revestirlos con las cualidades convenientes; el primero fue encargado de la distribución y procuró a cada ejemplar lo necesario para conservar su vida. Una vez que se agotaron los recursos disponibles, los delegados de los dioses advirtieron una grave omisión: el hombre quedaba desnudo, desarmado e inerme frente al resto de los animales tan adecuadamente provistos. Se aproximaba el día de la aparición del hombre sobre la tierra y era urgente una solución. Prometeo se valió entonces de un osado y riesgoso ardid: robó a los dioses Hefesto y Atenea, el secreto del fuego y de las artes; y con tales armas el hombre fue provisto para la vida. Pero le faltaba lo principal para vivir bien ya que Prometeo no había podido violar el santuario de Zeus, celosamente custodiado, para arrebatar el secreto de la política. Los hombres tenían los mejores medios para dominar al resto de los animales y para defenderse de la intemperie y del rigor de las estaciones, pero carecían de lo necesario para convivir en paz y en armonía. Toda vez que intentaban agruparse en ciudades para defenderse y apoyarse mutuamente eran presa de la más extrema confusión y desorden hasta infligirse los mayores daños unos a otros. Zeus, padre de los dioses, fue movido a compasión por el lamentable espectáculo que ofrecían las ciudades de los hombres y temiendo que llegaran a exterminare, les envió, por intermedio de Hermes, la justicia y el pudor, a fin de que pudieran fundar la verdadera Patria y la familia verdadera sobre fundamentos sagrados y con el debido decoro. Dispuso, además, que todos los hombres participaran de tales cualidades, porque si se entregaban a un pequeño número como se había hecho con las artes útiles jamás habría sociedades estables ni naciones soberanas. Finalmente ordenó que se publicara una ley según la cual el individuo que pierda la vergüenza y falte gravemente a la justicia será suprimido como una peste de la Sociedad 85. 85 Cf. Protágoras, 320 c – 322 d.
Hasta aquí la fábula es maravillosamente verídica; no sería discreto dudar de que las cosas hayan ocurrido como cuenta Protágoras. ¿No os maravilla, acaso, esa justísima interpretación de la inteligencia humana que incluso en las artes útiles para la vida, no es una mera continuidad ni tiene igual naturaleza que el conocimiento instintivo de los demás animales? Los medios de acción que los irracionales emplean instintivamente, están incorporados como mecanismo de su estructura orgánica; pero si bien se ejercitan con eficacia certera circunscriben inexorablemente las posibilidades prácticas del animal. Las garras sirven únicamente para desgarrar y las alas para volar; y no es posible hacer otra cosa con tales instrumento orgánicos. La inteligencia racional, en cambio, dispone para la práctica, de un órgano especialísimo como hemos explicado en clases anteriores; un órgano de múltiple y variada adaptación que en lugar de restringir su uso a una operación determinada, ofrece infinitas posibilidades ejecutivas. Ocurre que la inteligencia, en su función pragmática y técnica, tiene el poder de inventar  mecanismos, sobre el modelo de la naturaleza, que se aplican a los más diversos usos; la mano los incorpora en el momento oportuno de su empleo, sea un mecanismos, sobre el modelo de la naturaleza, que se aplican a los más diversos usos; la mano los incorpora en el momento oportuno de su empleo, sea un cuchillo, un martillo o un volante; y después de usarlos los deja y queda libre para valerse de otro instrumento.
No es razonable pensar que esta inteligencia técnica no es más que un simple desarrollo de esa inteligencia instintiva, automática, enteramente hecha y adscripta a un determinado mecanismo de acción, que poseen los animales irracionales. No existe continuidad lógica entre una cosa hecha y una cosa que hace, entre algo producido y algo que produce, entre un mecanismo natural y un mecanismo artificial. Más razonable, mucho más ajustado a una buena lógica, es sugerir como la fábula que Prometeo robó a los dioses el secreto del fuego y de las artes, porque el poder de inventar artefactos, aunque sea una mera imitación de la creación original es una semejanza visible de la potestad divina; y hay algo de adquisición violenta, de maniobra furtiva y de sorpresiva celada, en los métodos para escudriñar las leyes que rigen los fenómenos de la naturaleza, cuya posesión le confiere al hombre un poder mágico sobre las cosas. Lástima grande es que, a veces, el hombre se excede en la estimación de ese poder de descubrimiento e invención y llega a confundirlo con la omnipotencia creadora de Dios; entonces cae en la locura de creerse Dios, locura del simple imitador que cree ser artista original. Es la hora de los ídolos con pies de barro, de la repugnante fealdad de las criaturas de la soberbia: torpes engendros son los laboratorios para fabricar sustancia viviente y cerebros mágicos o las escuelas para formar comunistas puros contra la ley misma de la naturaleza. Esta locura por exceso, corre pareja con su contraria, la locura por defecto de estimación, por complejo de inferioridad para decirlo al modo psicoanalítico. Con tal de poder omitir a Dios y al alma inmortal, no se vacila en arrojar al hombre a la corriente de un supuesto devenir universal, de una imaginaria evolución cósmica; no se vacila en hacerlo venir todo de abajo, de lo más inferior y subalterno que hay en el hombre, el animal de sensaciones y de instintos, hasta presentarlo como un mono diferenciado. He aquí el espíritu que engendra las pueriles, torpes y aburridas historias naturales del hombre y de la sociedad, tan deplorables e insignificantes frente a la ponderación, desenvoltura y encanto del mítico relato de Protágoras. ¿No es, acaso, un supremo acierto distinguir entre el robo a los dioses del secreto del fuego y de las artes y el carácter de generosa donación que revisten la justicia y el pudor? Prometeo no pudo penetrar en el santuario de Zeus, porque la justicia y el pudor no se roban, no pueden robarse como el poder de usar; no son valores de uso, sino perfección y generosidad de ser, formas de respeto y de servicio. La justicia y el pudor, cualidades propias y distintivas del alma espiritual, sólo pueden estar en el hombre como una generosa concesión, como un don gratuito de Dios; y sólo pueden manifestarse adecuadamente como amor y respeto, como admiración y abnegación, como sentido de la responsabilidad y confiada fidelidad...
Seguiremos comentando el Protágoras.