TERCERA PARTE
LECCIÓN IX
Sócrates insiste en
prevenir a Hipócrates sobre el daño irreparable a que expone su alma,
entregándola ciegamente al cuidado de un preceptor extranjero, tan celebrado
como desconocido para él; y acaso un maestro de habilidad pero no de sabiduría.
En verdad, el riesgo que se corre en la compra del saber, es mucho mayor que en
la compra de comestibles; no se lo puede depositar en alforjas sino en el alma
misma. La ciencia adquirida se la lleva necesariamente en el alma, en la forma
de hábitos o virtudes intelectuales, los cuales son buenos o malos, perfecciones
o corrupciones, según sean saberes reales y verdaderos o saberes aparentes y
falsos. Pero todos los argumentos son vanos y no puede demorarse la
presentación del joven ateniense al renombrado maestro. Sócrates lo hace en
términos convincentes para Protágoras.
SÓCRATES. - Hipócrates
que aquí ves, es hijo de Apolodoro, una de las más grandes y ricas casas de
Atenas; y es de tan buen natural que ningún hombre de su edad lo igual; quiere
distinguirse en su Patria y está persuadido de que, para conseguirlo, tiene
necesidad de tus lecciones 82.
Después de tan
promisorias razones que Protágoras acoge complacido, Sócrates le ruega
explicarles cuáles son los beneficios de su magisterio y cuál es la excelencia
o virtud que Hipócrates va a alcanzar con sus lecciones:
PROTÁGORAS. – Este
joven no aprenderá jamás otra ciencia que la que desea al dirigirse a mí y no
es otra que la prudencia o el tino que hace que uno gobierne bien su casa; y
que en las cosas tocantes a la República, nos hace muy capaces de decir y hacer
todo lo que le es más ventajoso 83. 82 Protágoras, 316 b c. 83 Protágoras, 318 e – 319 a.
Sócrates entiende que
Protágoras acaba de declararse un maestro de política y pone en duda que la
virtud del mando y de la obediencia pueda ser enseñada. Recuerda el espectáculo
reiterado en las asambleas públicas, donde todos los ciudadanos sin distingos
de condición ni de profesión, participan activamente en las deliberaciones
éticas y políticas, sin que nadie se sorprenda ni tenga objeción que hacer a
ese universal derecho de opinión. No ocurre lo mismo cuando se trata una
cuestión técnica, la construcción de una nave o de un edificio por ejemplo; en
este caso, se exige competencia profesional, el título que acredite autoridad
para emitir opiniones y ser escuchado. No se tolera que un profano en la
materia, incurra en la ligereza de opinar sobre lo que ignora. De donde resulta
que todos somos o nos suponemos, en cuanto ciudadanos de una democracia, con
autoridad suficiente para juzgar y decidir sobre los asuntos de Estado, en el
gobierno de la República, sin haber estudiado ni
aprendido especialmente el arte de la política y sin haber tenido jamás
maestros de prudencia. Todo lo cual parece confirmar las dudas de Sócrates
sobre la imposibilidad de aprender y de enseñar la virtud. Sócrates podría
agregar todavía que en un régimen democrático puro, el mayor de los delitos es
poner en duda la suficiencia política del más insignificante de los ciudadanos
o de la multitud en conjunto. Claro está que para preservar la pureza
democrática en los días que corren, amenazada principalmente por los
comunistas, habrá que suspender los sagrados derechos y garantías individuales,
hasta que sean aniquilados sus enemigos exteriores e interiores. Pero lo grave
será comprobar que los comunistas son los únicos verdaderamente interesados en
que se mantenga la piedra libre del sabio régimen democrático, hasta que ellos
conquisten pacíficamente el poder político. Nos parece oportuno que se medite
acerca de la rara condición de la Democracia pura, tanto más inestable cuanto
más efectiva su pregonada pureza, que necesita contrariarse a sí misma para
recuperar una precaria normalidad. Hogaño como antaño, el régimen de la
libertad pura termina negándose en alguna forma de pura autoridad; y el vivir
como cada uno quiere en el extremo de su desarrollo, se convierte en la más
rígida disciplina y obediencia al superior. ¿No será que la normalidad
democrática es tan anormal que precipita irremediablemente en el desgobierno y
en la anarquía? ¿No será la lógica interna de su proceso que engendra
necesariamente la crítica de sí misma? ¿No será la glorificación de la
contradicción el sino democrático? El socorrido ejemplo de los Estados Unidos
como testimonio de esta habilidad democrática, no modifica la situación; aparte
del formidable contrapeso oligárquico como factor de orden y de disciplina
económicosociales, ha tenido el privilegio hasta aquí de una continuada
expansión de su riqueza nacional y colonial.
Ya es hora de volver a
Protágoras que se dispone a probar por medio de una explicación mítica, el
carácter docente de la virtud política. Es una fábula rica en sugerencias
profundas y donde se vislumbra como en golpes de luz, la distinción esencial
entre el hombre y el resto de los animales, así como el desigual rango y valor
de las criaturas según su grado de relación y de proximidad con el Creador. Si
se compara esta teogonía familiar de los antiguos griegos, con cualquiera de
las explicaciones “científicas” del evolucionismo naturalista de los siglos XIX
y XX de la Era Cristiana, se pondrá en evidencia la superioridad intelectual,
la riqueza de imaginación y de gusto, el real decoro que prestigia a aquellos
paganos, frente a la mediocridad de inteligencia y estrechez de miras, a la
pobreza de imaginación y de gusto, a la falta de dignidad, de estos
modernísimos partidarios de la Civilización y del Progreso. Asombra el
realismo, la veracidad, la lógica estricta en el desarrollo del mito teogónico
que nos expone Protágoras con palabra fluida y brillante, frente al carácter
fantástico, inverosímil, truculento y pueril de esas historietas naturales con
rígido aspecto científico, tales como el evolucionismo tipo Spencer, el
transformismo tipo Darwin, el materialismo histórico tipo Marx o el pragmatismo
tipo Dewey. Padecemos de infantilismo mental que no es lo mismo que estar en la
deliciosa infancia del espíritu, sino en la ridícula situación del adulto que
no ha tenido infancia y que alcanzará nunca la madurez. Por eso nos parecen
pueriles las cosas realmente serias y tomamos en serio las que son
verdaderamente pueriles, hasta el punto de haber instituido la idolatría
pedagógica del niño y de juzgar la madurez del maestro como el principal
obstáculo para el espontáneo y libre desenvolvimiento de la personalidad
infantil. Desde el Emilio de Rousseau hasta el actual monopolio de la Escuela
Activa, pasando por Pestalozzi, Fröebel, Spencer, etc., los aforismos
predominantes son de la especie de “aprender jugando” o “aprender haciendo”. El
odio a los arquetipos humanos y a la madurez del espíritu, el horror a la
personalidad lograda y armoniosa, se traduce en la institución de la pedagogía
del juego, del trabajo manual, de las representaciones geométricas, de las ilustraciones
gráficas, del experimentalismo para cualquier orden de conocimientos. Y se
confunde adrede o por la peor de las ignorancias, a la única pedagogía posible
que es el Verbo, con su degradación intelectualista y enciclopedista. Sólo la
palabra propiamente enseña; sólo ella comunica realmente un alma con otra alma.
Querer reemplazar la pedagogía del verbo por cualesquiera formas de praxis, es
negar el alma espiritual y negar a Dios. La pedagogía del hacer –juego,
manualidad, experimento-, convierte un elemento infantil, inmediato o puramente
material y externo, en algo que pretende valer por sí mismo y lo aplica como
una actividad que educa por sí. De este modo se pierde la seriedad y se
infantiliza el espíritu, sin advertir siquiera que los niños son los que menos
aprecian a la infancia como tal; es notorio que sólo los adultos les interesan
y sólo a ellos atienden, veneran e imitan en todo momento. Refiriéndose a la
pedagogía del juego, Hegel observa agudamente: “se esfuerza por representar a
los niños, en se ser que sienten incompleto, como si fueran completos,
haciéndolos pagados de sí mismo; turba y profana su verdadera, propia y mejor
necesidad y produce, en parte, el desinterés y la obtusidad para las relaciones
sustanciales del mundo del espíritu; y, en pare, el desprecio de los hombres
porque a ellos como a niños, se han representado los hombres mismo pueril y
despreciablemente; después el vacío y la presunción que se pagan de su propia
excelencia.84”
84 Cf. GEORG WILHELM FRIEDRICH
HEGEL, Grundlimien der Philosophie des Rechts (1821). III Parte, Sección
Primera. Puede consultarse en español: GEORG WILHELM FRIEDRICH HEGEL, Filosofía
del Derecho, Buenos Aires, 1987. Sin datos respecto de la versión utilizada por
el autor.
Y así nos parece cosa
de niños esta explicación mítica, seria y profunda, que discurre Protágoras:
Cuando hubo llegado el tiempo de la creación de los seres mortales, los dioses
modelaron con barro las distintas especies y luego encomendaron a Epimeteo y a
Prometeo revestirlos con las cualidades convenientes; el primero fue encargado
de la distribución y procuró a cada ejemplar lo necesario para conservar su
vida. Una vez que se agotaron los recursos disponibles, los delegados de los
dioses advirtieron una grave omisión: el hombre quedaba desnudo, desarmado e
inerme frente al resto de los animales tan adecuadamente provistos. Se
aproximaba el día de la aparición del hombre sobre la tierra y era urgente una
solución. Prometeo se valió entonces de un osado y riesgoso ardid: robó a los
dioses Hefesto y Atenea, el secreto del fuego y de las artes; y con tales armas
el hombre fue provisto para la vida. Pero le faltaba lo principal para vivir
bien ya que Prometeo no había podido violar el santuario de Zeus, celosamente
custodiado, para arrebatar el secreto de la política. Los hombres tenían los
mejores medios para dominar al resto de los animales y para defenderse de la
intemperie y del rigor de las estaciones, pero carecían de lo necesario para
convivir en paz y en armonía. Toda vez que intentaban agruparse en ciudades
para defenderse y apoyarse mutuamente eran presa de la más extrema confusión y
desorden hasta infligirse los mayores daños unos a otros. Zeus, padre de los
dioses, fue movido a compasión por el lamentable espectáculo que ofrecían las
ciudades de los hombres y temiendo que llegaran a exterminare, les envió, por
intermedio de Hermes, la justicia y el pudor, a fin de que pudieran fundar la
verdadera Patria y la familia verdadera sobre fundamentos sagrados y con el
debido decoro. Dispuso, además, que todos los hombres participaran de tales
cualidades, porque si se entregaban a un pequeño número como se había hecho con
las artes útiles jamás habría sociedades estables ni naciones soberanas.
Finalmente ordenó que se publicara una ley según la cual el individuo que
pierda la vergüenza y falte gravemente a la justicia será suprimido como una
peste de la Sociedad 85. 85 Cf. Protágoras, 320 c – 322 d.
Hasta aquí la fábula
es maravillosamente verídica; no sería discreto dudar de que las cosas hayan
ocurrido como cuenta Protágoras. ¿No os maravilla, acaso, esa justísima
interpretación de la inteligencia humana que incluso en las artes útiles para
la vida, no es una mera continuidad ni tiene igual naturaleza que el
conocimiento instintivo de los demás animales? Los medios de acción que los
irracionales emplean instintivamente, están incorporados como mecanismo de su
estructura orgánica; pero si bien se ejercitan con eficacia certera
circunscriben inexorablemente las posibilidades prácticas del animal. Las
garras sirven únicamente para desgarrar y las alas para volar; y no es posible
hacer otra cosa con tales instrumento orgánicos. La inteligencia racional, en
cambio, dispone para la práctica, de un órgano especialísimo como hemos
explicado en clases anteriores; un órgano de múltiple y variada adaptación que
en lugar de restringir su uso a una operación determinada, ofrece infinitas
posibilidades ejecutivas. Ocurre que la inteligencia, en su función pragmática
y técnica, tiene el poder de inventar mecanismos,
sobre el modelo de la naturaleza, que se aplican a los más diversos usos; la
mano los incorpora en el momento oportuno de su empleo, sea un mecanismos,
sobre el modelo de la naturaleza, que se aplican a los más diversos usos; la
mano los incorpora en el momento oportuno de su empleo, sea un cuchillo, un
martillo o un volante; y después de usarlos los deja y queda libre para valerse
de otro instrumento.
No es razonable pensar
que esta inteligencia técnica no es más que un simple desarrollo de esa
inteligencia instintiva, automática, enteramente hecha y adscripta a un
determinado mecanismo de acción, que poseen los animales irracionales. No
existe continuidad lógica entre una cosa hecha y una cosa que hace, entre algo
producido y algo que produce, entre un mecanismo natural y un mecanismo
artificial. Más razonable, mucho más ajustado a una buena lógica, es sugerir
como la fábula que Prometeo robó a los dioses el secreto del fuego y de las
artes, porque el poder de inventar artefactos, aunque sea una mera imitación de
la creación original es una semejanza visible de la potestad divina; y hay algo
de adquisición violenta, de maniobra furtiva y de sorpresiva celada, en los
métodos para escudriñar las leyes que rigen los fenómenos de la naturaleza,
cuya posesión le confiere al hombre un poder mágico sobre las cosas. Lástima
grande es que, a veces, el hombre se excede en la estimación de ese poder de
descubrimiento e invención y llega a confundirlo con la omnipotencia creadora
de Dios; entonces cae en la locura de creerse Dios, locura del simple imitador
que cree ser artista original. Es la hora de los ídolos con pies de barro, de
la repugnante fealdad de las criaturas de la soberbia: torpes engendros son los
laboratorios para fabricar sustancia viviente y cerebros mágicos o las escuelas
para formar comunistas puros contra la ley misma de la naturaleza. Esta locura
por exceso, corre pareja con su contraria, la locura por defecto de estimación,
por complejo de inferioridad para decirlo al modo psicoanalítico. Con tal de
poder omitir a Dios y al alma inmortal, no se vacila en arrojar al hombre a la
corriente de un supuesto devenir universal, de una imaginaria evolución
cósmica; no se vacila en hacerlo venir todo de abajo, de lo más inferior y
subalterno que hay en el hombre, el animal de sensaciones y de instintos, hasta
presentarlo como un mono diferenciado. He aquí el espíritu que engendra las
pueriles, torpes y aburridas historias naturales del hombre y de la sociedad,
tan deplorables e insignificantes frente a la ponderación, desenvoltura y
encanto del mítico relato de Protágoras. ¿No es, acaso, un supremo acierto
distinguir entre el robo a los dioses del secreto del fuego y de las artes y el
carácter de generosa donación que revisten la justicia y el pudor? Prometeo no
pudo penetrar en el santuario de Zeus, porque la justicia y el pudor no se
roban, no pueden robarse como el poder de usar; no son valores de uso, sino
perfección y generosidad de ser, formas de respeto y de servicio. La justicia y
el pudor, cualidades propias y distintivas del alma espiritual, sólo pueden
estar en el hombre como una generosa concesión, como un don gratuito de Dios; y
sólo pueden manifestarse adecuadamente como amor y respeto, como admiración y
abnegación, como sentido de la responsabilidad y confiada fidelidad...
Seguiremos comentando
el Protágoras.