El dogma del Mal ha de morir el #8N
La verdad revelada en ese territorio vacío de alma y de grandeza ya
había sido instalada, más allá de la justicia y de la organización
social. Faltaba, acaso, un libro.
10 de Octubre de 2012
La verdad revelada en ese territorio vacío de alma y de grandeza
ya había sido instalada, más allá de la justicia y de la organización
social. Faltaba, acaso, un libro.
Un libro de doctrina y de mensaje, cuya autoría se le reconociera a los dioses para que aquella verdad pudiese considerarse venerable a ciegas y, de ese modo, mereciese recibir la pleitesía general. Faltaba, antes bien, una especie de Biblia, para consagrar esa verdad. Y esa verdad revelada no era otra cosa que "el mal".
Ella, que había descendido del Más Allá, y que era una "preferida de los dioses" para traerle a toda la gente ese dogma a la "República de la Resignación", iluminaba con su palabra a todo un desierto de grandeza. Casi un erial de vidas nobles marchitadas; un enorme mar seco de sargazos donde yacían, conmovedoramente, miles de seres perdidos de su comarca... aún con vestigios de vida.
La mitad de esos seres -en estado de estupefacción- especulaba, sin ningún fundamento, que ella, en cuerpo y alma, era el mal.
Decían, una catarata de referencias conjeturales, para fundarlo.
La otra mitad, también huérfana de motivos, aseguraba que no era en cuerpo y alma ese "mal". Y que sólo era una "mensajera del mal". Otra catarata de hipótesis fundaba esta postura.
Pero lo que nadie discutía, lo que todos sabían, y lo que incluso la plétora de siervos que se arrodillaba a sus plantas aceptaba era que, allí, en esa mujer, residía "el mal". Estaba allí, en un mensaje que -tal como un dogma- debía ser venerado. O, peor, como una especie de avatar redivivo del mal. Mientras eso ocurría, la sociedad -partida al medio en una forma plácida y trágicamente suicida- navegaba al garete. Sin siquiera advertir que esa vocación fragmentaria estaba pavimentándole el camino al dogma del mal.
Ella, como avatar del mal, había arrasado todo. Y lo había hecho para alimentar su vanidad hasta la saturación y para perfeccionar su poder hasta la nada. Y, sin embargo, el miedo la desbordaba en cada frase, en cada acto, en cada palabra. Acaso porque tenía conciencia plena sobre que estaba parada sobre una obra de arrasamiento, ya sin reservas.
Como una jugadora de casino, ella sabía muy bien que el hecho de tener ese desierto a sus pies ya no podía considerarse como un campo despejado y que, quizás por ello, empezaba a carecer de utilidad. Casi nada había ya sobre lo cual caer con furia para hacer el mal... y casi nada que se hallara libre de daño directo en su extraña escala de méritos propios.
Diríase, antes bien, que su gran miedo era una pura conciencia de la insólita sucesión de carambolas que la tenía allí parada irradiando el dogma del mal. No era cierto que la autoría del panorama de terrible pulverización de la oposición hubiese sido obra de su cerebro maligno y astuto. El andrajo de la oposición era otra cosa: una arquitectura perfecta del sadomasoquismo y de la vocación autodestructiva de cada uno de sus propios integrantes. A trancas y barrancas, decidieron ser "la nada". Ella había llegado hasta allí, con una toga negra y una guadaña. La victimización y el luto, como uniforme de combate, no eran otra cosa que las herramientas de su dogma del mal en estado puro.
Se le abría la pista frente a sus ojos, como un horizonte que le permitía ver un enorme vacío. Sin el menor sosiego, sin la menor serenidad, le ladraba a todas las sombras. Casi como si no les creyera nada a sus propias constancias, a sus propios sirvientes.
Sabía -siendo la portadora del mal- que si ella se iba, el "efecto vacío" podía provocar varios suicidios entre sus súbditos, y el colapso de una cadena de negocios tan inmensa que nadie se imaginaba el curso de los correctivos que aparecería desde el instinto de supervivencia colectivo que iba a dispararse en todo ese ejército de dependientes y sumisos. Pero intuía, no sin motivos, que era posible terminar en un calabozo. Era mucho más posible que otras veces, por cuanto era precisamente lo que ella misma había venido sembrando.
El mal -ese dogma derramado sobre la plebe- podía ser muy capaz de cargarla en un carromato como a Luis XVI el 21 de enero de 1793 y guillotinarla, no sin antes someterla a todo tipo de vituperios. Total, después, esa plebe -sin la menor esperanza- se las tendría que ver con su catastrófica “herencia”.
Parecía, pues, haber concluído la costumbre de aceptar mansamente la resaca de todas sus inacciones y de sus deberes inexcusables de reforma estructural. Todos ellos científicamente incumplidos, postergados, mentidos, camuflados y contaminados.
Porque, en esa comarca, habitualmente nadie pagaba por nada. Y mucho menos por los desastres perpetrados desde la función pública. Pero parecía extinguirse esa paciencia. Nadie era juzgado por incompetencia. Nadie era procesado por la famosa falta de idoneidad que estaba condenada explícitamente en un precepto constitucional. Nadie pagaba una catástrofe en el Estado que había conducido.
Pero se juraba para que Dios y la Patria se lo demandasen. Y no se había conocido un solo ejemplo de que "Dios" o la "Patria" hubieran demandado alguna vez algo, a algún gobernante, en esa comarca. Parecía haberse encontrado una clave. Enarbolada casi como el último aviso de la sociedad hacia el dogma del mal: el 8N.
Después del 8N, no parecía prefigurar demasiado margen adicional. Ese día quería significar la perspectiva del vencimiento del dogma del mal. Y hasta la caterva que la había empujado al palio de la unción -al no encontrar nada más para comer en los basurales de la comarca- se habría de sumar, incluso, a empujar el carromato. El 8N se esperaba la llegada de la realidad a las puertas mismas de su despacho: una realidad, diciéndole al oído, que venía a buscar su parte de razón. Para llevársela, allí mismo.
Le diría que "todas las postergaciones ya habían vencido" y que ya no se podía mantener más quieta la gran alfombra debajo de la cual se ocultaba cualquier cosa, desde las mentiras estadísticas hasta el default institucional.
El mensaje del 8N consistiría en que "ya no servían más las explicaciones". El dogma del mal de la mano de la soberbia debería retornar contra su propia profeta, tal como había sido irradiado.
Porque el 8N habría de ser un espejo que le devolvería su propia imagen, ya raída y sin corona, rodando por las escalinatas del palacio. Porque el 8N parecía ser la fecha que habían elegido todos para que despertasen de su modorra la indignación colectiva y pereciese el dogma.
Lic. Gustavo Adolfo Bunse | El Ojo Digital Política
Un libro de doctrina y de mensaje, cuya autoría se le reconociera a los dioses para que aquella verdad pudiese considerarse venerable a ciegas y, de ese modo, mereciese recibir la pleitesía general. Faltaba, antes bien, una especie de Biblia, para consagrar esa verdad. Y esa verdad revelada no era otra cosa que "el mal".
Ella, que había descendido del Más Allá, y que era una "preferida de los dioses" para traerle a toda la gente ese dogma a la "República de la Resignación", iluminaba con su palabra a todo un desierto de grandeza. Casi un erial de vidas nobles marchitadas; un enorme mar seco de sargazos donde yacían, conmovedoramente, miles de seres perdidos de su comarca... aún con vestigios de vida.
La mitad de esos seres -en estado de estupefacción- especulaba, sin ningún fundamento, que ella, en cuerpo y alma, era el mal.
Decían, una catarata de referencias conjeturales, para fundarlo.
La otra mitad, también huérfana de motivos, aseguraba que no era en cuerpo y alma ese "mal". Y que sólo era una "mensajera del mal". Otra catarata de hipótesis fundaba esta postura.
Pero lo que nadie discutía, lo que todos sabían, y lo que incluso la plétora de siervos que se arrodillaba a sus plantas aceptaba era que, allí, en esa mujer, residía "el mal". Estaba allí, en un mensaje que -tal como un dogma- debía ser venerado. O, peor, como una especie de avatar redivivo del mal. Mientras eso ocurría, la sociedad -partida al medio en una forma plácida y trágicamente suicida- navegaba al garete. Sin siquiera advertir que esa vocación fragmentaria estaba pavimentándole el camino al dogma del mal.
Ella, como avatar del mal, había arrasado todo. Y lo había hecho para alimentar su vanidad hasta la saturación y para perfeccionar su poder hasta la nada. Y, sin embargo, el miedo la desbordaba en cada frase, en cada acto, en cada palabra. Acaso porque tenía conciencia plena sobre que estaba parada sobre una obra de arrasamiento, ya sin reservas.
Como una jugadora de casino, ella sabía muy bien que el hecho de tener ese desierto a sus pies ya no podía considerarse como un campo despejado y que, quizás por ello, empezaba a carecer de utilidad. Casi nada había ya sobre lo cual caer con furia para hacer el mal... y casi nada que se hallara libre de daño directo en su extraña escala de méritos propios.
Diríase, antes bien, que su gran miedo era una pura conciencia de la insólita sucesión de carambolas que la tenía allí parada irradiando el dogma del mal. No era cierto que la autoría del panorama de terrible pulverización de la oposición hubiese sido obra de su cerebro maligno y astuto. El andrajo de la oposición era otra cosa: una arquitectura perfecta del sadomasoquismo y de la vocación autodestructiva de cada uno de sus propios integrantes. A trancas y barrancas, decidieron ser "la nada". Ella había llegado hasta allí, con una toga negra y una guadaña. La victimización y el luto, como uniforme de combate, no eran otra cosa que las herramientas de su dogma del mal en estado puro.
Se le abría la pista frente a sus ojos, como un horizonte que le permitía ver un enorme vacío. Sin el menor sosiego, sin la menor serenidad, le ladraba a todas las sombras. Casi como si no les creyera nada a sus propias constancias, a sus propios sirvientes.
Sabía -siendo la portadora del mal- que si ella se iba, el "efecto vacío" podía provocar varios suicidios entre sus súbditos, y el colapso de una cadena de negocios tan inmensa que nadie se imaginaba el curso de los correctivos que aparecería desde el instinto de supervivencia colectivo que iba a dispararse en todo ese ejército de dependientes y sumisos. Pero intuía, no sin motivos, que era posible terminar en un calabozo. Era mucho más posible que otras veces, por cuanto era precisamente lo que ella misma había venido sembrando.
El mal -ese dogma derramado sobre la plebe- podía ser muy capaz de cargarla en un carromato como a Luis XVI el 21 de enero de 1793 y guillotinarla, no sin antes someterla a todo tipo de vituperios. Total, después, esa plebe -sin la menor esperanza- se las tendría que ver con su catastrófica “herencia”.
Parecía, pues, haber concluído la costumbre de aceptar mansamente la resaca de todas sus inacciones y de sus deberes inexcusables de reforma estructural. Todos ellos científicamente incumplidos, postergados, mentidos, camuflados y contaminados.
Porque, en esa comarca, habitualmente nadie pagaba por nada. Y mucho menos por los desastres perpetrados desde la función pública. Pero parecía extinguirse esa paciencia. Nadie era juzgado por incompetencia. Nadie era procesado por la famosa falta de idoneidad que estaba condenada explícitamente en un precepto constitucional. Nadie pagaba una catástrofe en el Estado que había conducido.
Pero se juraba para que Dios y la Patria se lo demandasen. Y no se había conocido un solo ejemplo de que "Dios" o la "Patria" hubieran demandado alguna vez algo, a algún gobernante, en esa comarca. Parecía haberse encontrado una clave. Enarbolada casi como el último aviso de la sociedad hacia el dogma del mal: el 8N.
Después del 8N, no parecía prefigurar demasiado margen adicional. Ese día quería significar la perspectiva del vencimiento del dogma del mal. Y hasta la caterva que la había empujado al palio de la unción -al no encontrar nada más para comer en los basurales de la comarca- se habría de sumar, incluso, a empujar el carromato. El 8N se esperaba la llegada de la realidad a las puertas mismas de su despacho: una realidad, diciéndole al oído, que venía a buscar su parte de razón. Para llevársela, allí mismo.
Le diría que "todas las postergaciones ya habían vencido" y que ya no se podía mantener más quieta la gran alfombra debajo de la cual se ocultaba cualquier cosa, desde las mentiras estadísticas hasta el default institucional.
El mensaje del 8N consistiría en que "ya no servían más las explicaciones". El dogma del mal de la mano de la soberbia debería retornar contra su propia profeta, tal como había sido irradiado.
Porque el 8N habría de ser un espejo que le devolvería su propia imagen, ya raída y sin corona, rodando por las escalinatas del palacio. Porque el 8N parecía ser la fecha que habían elegido todos para que despertasen de su modorra la indignación colectiva y pereciese el dogma.
Lic. Gustavo Adolfo Bunse | El Ojo Digital Política