Aborto, o la involución de la especie
“Y solo yo escapé para contarlo”
(Job, 1, 15 –
19)
El
sol se acodó en mi ventana desde hace dos días. Hoy, ya en confianza me hace un
giño.
Con
suficiencia compadrona me clava su puñal de luz en los ojos, me tiñe la frente
y me obliga al molesto gesto de entrecerrar los ojos. Le escucho un “já” a don
sol. Un “já” presuntuoso, como un: “¿tenés algo que decir?”.
Sabe
que le anduve pasando facturas con reclamos de primavera.
Después
de tanto gris, de tanta lluvia, de tanto frío calando los huesos, el de hoy es
un día de una semana bendita de sol y de aires tibios.
Es
sábado y es de mañana. Temprano amaneció el día y temprano amanecieron mis
huesos. La luz de lleno en mi cara me devolvió al mundo. Tardo unos segundos en
acostumbrarme a él Al mundo. En recordar en qué andaba mi vida cuando me dormí
anoche.
Parpadeo.
Mil veces. Y lo primero que ven mis ojos en esta mañana soleada de sábado y de
octubre es la tele.
Anoche
me arrulló con algún programa aburrido y me llevó lentamente hacia el abismo
del sueño. Ahora está en negro y en silencio, como una ventana desde donde
asoma la oscuridad de la nada. Los zorzales cantan romances al alba sin respeto
al “horario ni a las costumbres”, como los niños a los que les canta Serrat.
Una
brisa fresca de inconfundible mañana se cuela por entre las hendijas de la
persiana y acaricia las sábanas.
Vuelvo
a mirar la tele, que así en silencio parece innecesaria y hasta inocente. Apenas
una pantalla en negro… tan lejos del 7D, del 8D… apenas un recuadro en negro.
Cuando
era chico, en las mañanas de sábado solía recostarme en la cama con mis viejos
a ver alguna película. Sé que los más chicos creerán que les hablo de la
prehistoria y no comprenderán lo que voy a comentar. Pero hace una treintena de
años los canales de la tele se contaban con pocos dedos de una mano. Hoy, solo
para contar los canales del régimen kirchnerista no alcanzan los dedos de
varias manos… pero antes no era así.
Dos
canales a lo sumo si uno tenía la suerte de vivir cerca de una ciudad grande. Y
uno de los dos era la repetidora de algún canal de Buenos Aires.
Y
los sábados eran días de películas. A mí me gustaban las películas de tiros.
Pero las de tiros y caballos. Soldados contra indios. Pieles rojas contra
blancos.
El
sábado podía quedarme hasta el mediodía viendo las pelis en blanco y negro
imaginando los colores. Ganaban siempre los soldados… pero yo simpatizaba con
los de las plumas.
Me
recuerdo en esos sábados panza abajo, manos en el mentón mirando fijo la tele
en blanco y en negro. En sepulcral silencio durante la peli y saltando en la
cama en las propagandas. A mi viejo le gustaba ver las propagandas, que por
entonces eran publicidades y no propagandas. No eran contra nadie ni eran
eternos discursos sobre los males desatados por algún canal de noticias. No
señor, por entonces las publicidades relataban el porqué uno debía elegir un
auto, o un perfume.
Extraño
muchas veces, para qué mentir, aquellas mañanas mirando películas junto a mi
viejo desparramado en una cama que me parecía gigante abrazado a una felicidad
que parecía eterna.
Indios
y soldados… soldados e indios… en la tele a los tiros luchando por la tierra.
Así fue en América del norte y así fue en América toda.
Aquél
choque de culturas, aquél llegar de Colón que dio origen a la raza nueva, que
fue mezcla de razas tal vez mejores. Tal vez no.
Pieles
rojas contra el hombre blanco. Hombres blancos contra los pieles rojas.
Ayer
en el colegio donde van mis hijos, un colegio religioso…. tuve un momento de
conmoción. Un acto de gusto dudoso con la bandera multicolor de los “pueblos
originarios” de una América imaginaria.
Un
rebuscado acto con un relato forzado de ideas más que de hechos. De ideología
más que de Historia.
Qué
cosa ese renegar con lo que no tiene remedio. Eso de enemistarse con la
historia que ya no tiene vuelta atrás. De querer abrir heridas estériles en
lugar de hermanarnos con lo que somos y con lo que hemos sido, que al fin y al
cabo es lo que nos trajo hasta aquí.
Demás
está decir que no adhiero al discurso del genocidio indígena con la llegada de
Colón a nuestro Continente que con estupor escuché en el acto berreta del
colegio.
No
adhiero a ninguna historia contada fuera de contexto. Ni a relatos armados con
segundas intenciones. Escapo al relato hipócrita de esa gente que desde hace
unos años, cada 12 de octubre se rasga sus vestiduras por las muertes ocurridas
a raíz del descubrimiento Europeo de América, y elogia la vida con su relato
cuando le conviene, y al otro día y sin ponerse colorados llevan una mujer
desde la provincia a un hospital de la Ciudad de Buenos Aires con historia sospechosa
de trata y violación y embarazo para oscuros intereses de militancia de la
muerte, para presionar a un político opositor a que permita matar con un
aborto.
Esas
que se quejan de Rosarios y Kippás en sus úteros, pero nos meten sus úteros en
nuestros bolsillos.
Extraña
gente del relato extraño, que allí donde alguien arriesga su vida para salvar
los huevos en un nido abandonado por el Cóndor de los Andes ve un héroe… y
donde alguien sale a defender la vida en contra del aborto, ve un fanático
religioso al que llama despectivamente: “facho”. Hipócritas. Asesinos sin
piedad.
Casi
todos los pueblos indígenas americanos en la época precolombina, eran pueblos o
tribus sumamente crueles y practicaban sacrificios humanos, mataban niños,
arrancaban los corazones, se los comían, casi siempre eran víctimas de otras
tribus enemigas.
Contar
el encuentro de culturas y civilizaciones ocurrido hace 500 años en América
como un exterminio de pueblos originarios es en verdad un despropósito. Es
forzar con mala leche un hecho histórico digno de festejo.
De
ese encuentro venimos casi todos. Ese encuentro forjó una raza nueva. Que es
nueva pero que es la misma. Y que no es ni mejor ni peor: es Nueva.
Curioso
es que los mismos que este 12 de octubre han renegado del choque de culturas.
Que han llamado genocidas a los que desde Europa llegaron a América y se
fundieron en sus tierras, y se mezclaron en sangre y apuraron la civilización
en una tierra de pueblos guerreros y crueles, sean los mismos que esta semana
defendieron a capa y espada el aborto. Que no es otra cosa que matar al más
indefenso de todos los seres humanos: el niño por nacer. Curioso que todas las
organizaciones de derechos humanos emitieran bandos a favor de los pueblos
originarios de América en contra de su “genocidio”, pero no levantaran su voz
para defender el primer y más sagrado derecho humano: el derecho a vivir. Sin
ese derecho, ningún otro derecho tendría razón de ser.
Un
día, el hombre creyó que los Negros no eran personas. Evolucionó. Ahora,
algunos dicen que los niños por nacer No son personas... me cago en la
evolución de esta “raza”
Horacio R. Palma
El Día de Gualeguay
Gualeguay
Entre Rios