Transcribimos un texto del historiador dominico Vicente Beltrán de Heredia sobre
la costumbre medieval de predicar en las sinagogas y realizar
controversias con los rabinos en tiempos de San Vicente Ferrer, un santo
que es acusado de judeofobia, y que si viviera, hoy, difícilmente recibiría un doctorado honoris causa de la UCA o de la UCAM.
La llamada
del Santo predicador [Vicente Ferrer] por el papa Luna obedecía a la
urgencia en proveer de sucesor al rey aragonés don Martín. En aquel
mismo año de 1412 con el voto decisivo de San Vicente fue nombrado don
Fernando de Antequera. Tanto él como Luna eran partidarios resueltos de
activar por todos los medios lícitos la conversión de los judíos. El
dominico en sus correrías de aquel año y del siguiente por Aragón,
incluso cuando se dirigía a Caspe para asistir a la famosa reunión, del
Compromiso, predicaba en las sinagogas del tránsito con abundante fruto.
Las últimas investigaciones señalan su paso por Zaragoza, Teruel,
Ainsa, Maella, Alcorisa, Castellote, Alcañiz, etc.
Pero esta labor era demasiado lenta, y todos tenían prisa en activarla.
Para ello
Benedicto XIII, sin duda de acuerdo con el rey, decidió convocar a los
rabinos de Aragón a un congreso de conferencias que se celebraría en
Tortosa, donde unos y otros, los maestros cristianos y los judíos,
habían de discutir sobre sus diferencias religiosas.
El Santo tomó parte activa en ellas. Entonces él mismo colaboró en la composición de un tratado Adversus judaeos, el cual versa acerca de la venida del Mesías y de la divinidad de Jesucristo, que solía ser el tema de sus sermones en las sinagogas.
Acudieron a
las conferencias catorce rabinos de los más doctos de Aragón e infinidad
de representantes de las aljamas. El fuerte de la discusión por parte
de los cristianos recayó en Jerónimo de Santa Fe, un rabino convertido
por el dominico valenciano, el cual, por tener profundos conocimientos
del Talmud, era el más indicado para disipar los errores contenidos en
él. Su elocuencia y la fuerza de sus razonamientos sorprendió a los
rabinos allí presentes, quienes al cabo de varios meses de discusión
empezaron a vacilar. Lo reconoce también el citado Amador de los Ríos
cuando escribe: «Los más sabios maestros de la ley mosaica, llamados a
Tortosa por el anhelo de salir a su defensa, sentían nacer y crecer la
duda en sus corazones a medida que arreciaba el combate. El inspirado
acento del converso disipaba al fin las tinieblas del espíritu, y
creyeron en la venida del Mesías verdadero y adoraron al cabo como
cristianos al Hijo del Hombre». Solo dos de los rabinos presentes
permanecieron obstinados.
Las conversiones en algunas aljamas fueron numerosas.
Se calcula que entre Aragón y Castilla hubo por estos años unas 200.000
Humillado así el orgullo judaico, que en los años de su prosperidad
hallaba en ella pretexto para perseverar en sus errores, diciendo que la
profecía de Jacob, «Non auferetur sceptrum de Juda», se verifica
en España, donde ellos tenían el cetro del dominio y del gobierno, se
creyó conveniente extender a Aragón las normas restrictivas adoptadas en
Castilla.
Por su parte el papa Luna publicó en 1415 la bula Etsi doctoribus,
en que, como medida profiláctica para alejar a los judíos del trato con
los cristianos, refrena aun más la osadía de los israelitas en la
propaganda de sus doctrinas, en el ejercicio de sus profesiones, en la
ostentación de su culto, en la práctica de la usura, mandando que tres
veces al año se les predique en sus sinagogas sobre la venida del
Mesías, el cumplimiento de las profecías y la concordancia del Antiguo
con el Nuevo Testamento.
Toda esta
política, ordenada a reprimir la demasiada libertad y los excesos que a
la sombra de ella habían cometido los judíos de España durante el siglo
XIV, y a impedir su proselitismo entre los conversos, fue entonces y
sigue siendo hoy duramente censurada por los maestros de la secta. Sus
recriminaciones recaen en primer lugar sobre el pontífice Luna, el rey
don Fernando de Antequera y la reina doña Catalina de Lancaster, y
alcanzan también a los conversos Jerónimo de Santa Fe y Pablo de Santa
María, y por supuesto, a nuestro Santo, como causantes principales de su
ruina. En realidad casi todas esas medidas estaban ya acordadas en
concilios anteriores, particularmente en el provincial de Zamora de 1313
y en las Cortes de Castilla “si bien por la gran influencia judía sobre
nuestros monarcas no se cumplieron.”
Tampoco
ahora tuvieron gran eficacia. Porque depuesto poco después el Papa Luna,
sus mandatos perdieron toda fuerza. Y en cuanto al Ordenamiento de la
reina Catalina, un testigo presidencial, Alonso de Espina, que escribía
en 1460, dice que tampoco se guardaba, porque los judíos compraron con
dones su libertad.
Pero interesa de modo particular defender a nuestro Santo del cargo de antisemita de que fue acusado por los antiguos y
que repite en nuestros días el prestigioso historiador rabínico Baer,
aduciendo como prueba la Cuaresma predicada por él en Valencia el año
1413. El autorizado hebraísta Millás y Vallicrosa ha recordado esa
acusación; y previa una doble lectura de la referida Cuaresma, escribe:
«Creemos que nuestro buen amigo el profesor Baer ha pecado de ligero al
descubrir intenciones manifiestamente antisemitas en estos sermones
cuaresmales. El problema judaico, uno de los más difíciles que se
cernían en el horizonte español, está absolutamente ausente, de fondo y
de forma, de dichos sermones». Y volviendo después sobre el tema añade
que, lejos de aparecer allí tendencias antisemitas, se encuentra la más resuelta condenación de quienes las promovían y patrocinaban.
Y así tenía
que ser. Las normas directrices de este apostolado vicentino eran las
mismas que había dictado en su tiempo San Raimundo, o sea, la persuasión, para que vengan a la Iglesia no forzados, sino convencidos de su error. Lo reconoce también el israelita Samarián, reproduciendo como comprobante varios textos de los sermones catalanes.
Concluyamos,
pues, que nuestro Santo en esa campaña de apostolado por las sinagogas
fue fiel continuador de cuantos, ganados por un celo de caridad,
procuraron desinteresadamente la salvación de Israel. La crítica
partidista de sus enemigos de siempre no ha podido privarle de ese
mérito y de esa gloria.