- Por Flavio Infante
A
sólo medio año de la elección del Neopapa, es todo un intercambio de obsequios
el que parece entablarse entre éste y mundo, al punto que ya no se sabe quién
es quién, tan perfecta la reciprocidad. Sin agravio de lo mudable de sus
máximas, el mundo pontifica, impone, y el Papa asiente; y la confusión de las
lenguas -y de las personas- es un hecho, pese al pensamiento único. Lo peor es
que cuando el uno sofistica, el otro -a sabiendas de ello- lo celebra, y
viceversa. Es tanta, al fin, la complicidad en la falsía como para que no
quepan dudas de que unas miasmas de veras irrespirables se han apoderado de la
atmósfera común, al punto de urgir la fuga al yermo para evitar la muerte por
asfixia.
¿Un
papa que, no bastándole la mole de insulseces proferidas a instancias de
reiterada y ordenada prevaricación, se permite al fin proponer una «relectura
del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea», como consta en la
trajinada entrevista que le hizo el director de La Civiltà Cattolica (AQUÍ), sin
advertir que es exactamente al revés, que es el Evangelio aquel a cuya luz debe
«releerse» o bien medirse toda cultura y todo tiempo histórico? ¿Un papa que, a
propósito de los homosexuales, lanza la enormidad de que «la religión tiene
derecho de expresar sus propia opiniones al servicio de las personas, pero Dios
en la creación nos ha hecho libres: no es posible una injerencia espiritual en
la vida personal», trocando al mismo tiempo el deber por el derecho, la certeza
por la opinión, poniendo al libre albedrío poco menos que como garante del
pecado, y haciendo de la exhortación una injerencia? «Estoy pensando en la
situación de una mujer que tiene a sus espaldas el fracaso de un matrimonio en
el que se dio también un aborto. Después de aquello, aquella mujer se ha vuelto
a casar y ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y
está sinceramente arrepentida. Le encantaría retomar la vida cristiana. ¿Qué
hace el confesor?», pregunta retórica esta última que sugiere la extensión de
la comunión a aquellos que incurren -a no ser se corrija y expurgue el
Evangelio (Mt 5,32; 19,9)- en adulterio. La «paz» a la que alude aquí
Bergoglio, ¿según cuál de sus acepciones debe entenderse?
Se
comprende que para el insultante historicismo de esta ralea de pastores sea
poco menos que una reliquia paleolítica aquel pasaje del Código de Derecho
Canónico -tanto en su vieja redacción como en la más reciente- que recuerda que
«no deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están
en entredicho después de la imposición o declaración de la pena, y los que
obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» (can. 915, incluyéndose
en este último caso, según manifiesta enseñanza, a los divorciados vueltos a
casar siquiera por civil). El propio Juan Pablo II recordó categóricamente en
la Familiaris consortio que «la Iglesia, fundándose en la Sagrada Escritura
reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados
que se casan otra vez (...) dado que su estado y situación de vida contradicen
objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y
actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran
estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión
acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio».
En verdad, lo que hace Bergoglio una y otra vez es ensalzar aquella misma moral
situacional que oportunamente, advertido su peligro, condenara sin titubeos el
papa Pío XII.
En
ese haz de páginas que vierten la entrevista mencionada no faltan alusiones
sinuosas a todos los temas sobre los que hoy se cierne la controversia más
amañada (la situación de la mujer en la Iglesia, el Vetus Ordo Missae y la
tradición católica, etc.). Resulta penoso tener que seguirlo, oponiendo a la
campanada de sus auténticas provocaciones (repetidas según una obvia clave
interpretativa por los medios) estas sordas quejas desde la espelunca, desde la
propia y prosaica "periferia existencial", para un puñado de benévolos
lectores. Baste comprobar lo ya sabido a su respecto: la tesis común a todos
los temas abordados se reduce a la variabilidad de la moral y los contenidos de
fe según los tiempos corran. Lo sugiere el Papa -y usamos a conciencia términos
como «insinuar» o «sugerir», que si algo evita deliberadamente Francisco es la
precisión argumentativa- trayendo a cuento a san Vicente de Lerins, que
«compara el desarrollo biológico del hombre con la transmisión del depositum
fidei de una época a la otra... El hombre, con el tiempo, cambia su modo de
percibirse. Una cosa es el hombre que se expresa esculpiendo la Nike de
Samotracia, otra la de Caravaggio, otra la de Chagall y, todavía, otra la de
Dalí». Más desacordado no podía ser el símil: permaneciendo una y la misma la
naturaleza humana, la auto-percepción del hombre ha cambiado, en efecto, con el
tiempo, según los accidentes que afectan al proceso cognitivo, cuyos resultados
son siempre provisionales. En el caso del auto-conocimiento del hombre, uno
mismo es el objeto y el sujeto del conocer. De los dogmas, en cambio,
expresivos de una verdad sobrehumana e inmutable, cabe decir que si el modo de
exponerlos varía con las épocas y las lenguas, su sentencia -que equivale, como
es dable observar, a la "percepción" de los mismos: ex sentire
sententia- no cambia, siendo bien célebre el apotegma de Lerins, que reconoce
en todo caso que, aunque puedan variar los modos de la expresión, se conservan
siempre el sentido y la sentencia: eodem sensu eademque sententia. Traer en
este punto a un autor sacro para hacerle decir lo contrario de lo que enseña,
ya nos parece demasiado.
De
ese mismo mundo que Francisco se esmera en lisonjear, y que comparte con él las
veleidades progresistas, no han faltado últimamente voces que delatan el hastío
ante lo que ya resulta una demasía actoral. Así, desde las Galias, uno se
sirvió llamarlo
«demagogo» y «autócrata», sin menoscabo de admitir que
considera a éstas las cualidades más oportunas para el gobierno de la Iglesia
en esta difícil sazón. A nuestra mayor deshonra y con no poca razón (casi un
eco más atinado de aquel ¿de Galilea puede salir algo bueno?) el mismo escriba
espetó que "no podía esperarse otra cosa del país que había parido a Perón
y al Che Guevara". Otro, tenido en Italia en la categoría de los
"ateos devotos" (es decir, intelectuales ajenos a la Iglesia pero que
le reconocen a ésta al menos su inestimable carácter civilizador), no se
abstuvo de asociar la lejana experiencia docente del Papa -que a través de la
lectura de obras como «La casada infiel», de García Lorca, conducía a sus
alumnos por las ulterioridades menos sensuales de la filosofía- con la
condición hodierna de la Iglesia católica, esposa infiel toda vez que deviene
meramente «pobre para los pobres, hospital de campaña de la misericordia, de
las gasas y los buenos sentimientos (...) Es menester apuntar al
fortalecimiento de los cuerpos y a la curación de cualquiera de sus partes
mucho más que a la salvación de las almas o a las virtudes. Ahora el Evangelio
se yergue contra la doctrina. Aquel libro bellísimo y salvaje, que es también
un memorial misterioso y confuso, ese libro que desde hace veinte siglos
buscamos explicarnos, porque la simplicidad es difícil de comprender, se
convierte en la fiebre de bien y comprensión humana contra el cinismo
catequético de la doctrina, contra los pequeños preceptos». Para rematar: «qué
hallazgo genial, qué huevo de Colón. No sólo la Iglesia absuelve al mundo, sino
que asume sus medios, se arrastra evangélicamente hacia un subjetivismo
modernista de tipo antiguo, hacia su raíz, hacia la moral de la intención (...)
Ahora la Iglesia se hace hija del mundo y su adulterio sentimental está a la
vista de todos».
Sería
irritante reconocer que un pontífice, en el insalubre intercambio verbal con el
mundo moderno al que se ve conminado por razón de su oficio, anteponga la
prudentia carnis a la proclamación de la verdad. Pero no debe ser éste el caso
de Francisco, o al menos no principalmente, aunque a una primera vista pudiera
parecer así. No son fácilmente compatibles con la psicología del cobarde los
ascensos meteóricos que Bergoglio experimentó a lo largo de su carrera
eclesiástica, ni su frecuente y exhibida coyunda con agentes anticristianos -en
un alarde de "libertad evangélica" que parece más su grotesco remedo
que otra cosa-, ni su deliberado abordaje de las cuestiones morales más
incómodas desde perspectivas que, al menos, ponen en riesgo la afirmación de la
doctrina común.
Huelga
advertir, entonces, en relación a las profusas semidicciones de Francisco -y
pese a la poca provisión de colirio en un mundo dado a tantas distracciones
visuales- que quedan ojos aún activos, y que no faltan quienes le van tomando
el pulso al sujeto: «el que habla puede ser malinterpretado por malicia ajena o
por propia ambigüedad. Ser constantemente malinterpretado por todos, sin
embargo, sólo puede significar dos cosas: o hay una conjura de todos los medios
de comunicación amigos del incomprendido, o bien es el mismo malinterpretado
aquel que quiere serlo, porque usa un lenguaje que se presta muy bien a este
juego. Si el incomprendido no hace nada por desmentir a quien constantemente lo
malinterpreta y aun más, le va bien que así sea, queda una de dos: o cuando
habla no le interesa hacerse entender, o bien, simplemente, quien lo interpreta
lo ha entendido a la perfección. El presunto incomprendido resulta, en cambio,
perfectamente comprendido».
Que
tomen nota de ello los "teólogos" laicos -y consagrado- del sitio
InfoCatólica, atareados fatigosamente en cargar, como Sísifo su peñón, las
boutades de Su Santidad, demostrando ser ya casi los únicos en no haberlo
comprendido. ¿No es risible venir a recordar, cuando este ramillete semestral
de anfibologías pontificias ya derrama su fragancia por todos lados, que la
enseñanza del Papa no se ve comprometida mientras éste no se pronuncie ex
cathedra? Estas manifestaciones de confianza a toda costa, este ponerle buena
cara al tan mal tiempo, ¿las inspira venalidad o tontería?
Bastante
tenemos que soportar y contestar el contrapunto que el mundo opone a la buena
doctrina para que sea el propio Papa quien viene a proponer una «relectura» del
Evangelio y de la misión de la Iglesia como un capítulo de la evolución
dialéctica. Llevados a sus últimas consecuencias sus contrastes y antinomias,
la reversibilidad de las certezas a que induce su calculado fraseo, ya nos
parece ver estampada (en una encíclica-bomba, o poco menos) aquella blasfema
fórmula de Proudhon: Dios es el mal. Mientras, y en tanto no cruce el umbral
del sacrilegio explícito, la doctrina católica viene a ser en sus labios como
esas míseras aves embreadas por la contaminación marina que, no pudiendo poner
los pies en tierra, tampoco alcanzan a levantar vuelo, ennegrecidas y mustias,
una auténtica y luctuosa sombra de lo que eres.
Visto en: http://in-exspectatione.blogspot.com.ar/
Nacionalismo Católico San Juan Bautista