UNOS ABREN LOS OJOS, OTROS LOS BLINDAN
A sólo medio año de la elección del Neopapa, es todo un intercambio de
obsequios el que parece entablarse entre éste y mundo, al punto que ya
no se sabe quién es quién, tan perfecta la reciprocidad. Sin agravio de
lo mudable de sus máximas, el mundo pontifica, impone, y el Papa
asiente; y la confusión de las lenguas -y de las personas- es un hecho,
pese al pensamiento único. Lo peor es que cuando el uno sofistica, el
otro -a sabiendas de ello- lo celebra, y viceversa. Es tanta, al fin, la
complicidad en la falsía como para que no quepan dudas de que unas
miasmas de veras irrespirables se han apoderado de la atmósfera común,
al punto de urgir la fuga al yermo para evitar la muerte por asfixia.
¿Un papa que, no bastándole la mole de insulseces proferidas a instancias de reiterada y ordenada prevaricación, se permite al fin proponer una «relectura del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea», como consta en la trajinada entrevista que le hizo el director de La Civiltà Cattolica, sin advertir que es exactamente al revés, que es el Evangelio aquel a cuya luz debe «releerse» o bien medirse toda cultura y todo tiempo histórico? ¿Un papa que, a propósito de los homosexuales, lanza la enormidad de que «la religión tiene derecho de expresar sus propia opiniones al servicio de las personas, pero Dios en la creación nos ha hecho libres: no es posible una injerencia espiritual en la vida personal», trocando al mismo tiempo el deber por el derecho, la certeza por la opinión, poniendo al libre albedrío poco menos que como garante del pecado, y haciendo de la exhortación una injerencia? «Estoy pensando en la situación de una mujer que tiene a sus espaldas el fracaso de un matrimonio en el que se dio también un aborto. Después de aquello, aquella mujer se ha vuelto a casar y ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y está sinceramente arrepentida. Le encantaría retomar la vida cristiana. ¿Qué hace el confesor?», pregunta retórica esta última que sugiere la extensión de la comunión a aquellos que incurren -a no ser se corrija y expurgue el Evangelio (Mt 5,32; 19,9)- en adulterio. La «paz» a la que alude aquí Bergoglio, ¿según cuál de sus acepciones debe entenderse?
Se comprende que para el insultante historicismo de esta ralea de pastores sea poco menos que una reliquia paleolítica aquel pasaje del Código de Derecho Canónico -tanto en su vieja redacción como en la más reciente- que recuerda que «no deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» (can. 915, incluyéndose en este último caso, según manifiesta enseñanza, a los divorciados vueltos a casar siquiera por civil). El propio Juan Pablo II recordó categóricamente en la Familiaris consortio que «la Iglesia, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez (...) dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio». En verdad, lo que hace Bergoglio una y otra vez es ensalzar aquella misma moral situacional que oportunamente, advertido su peligro, condenara sin titubeos el papa Pío XII.
En ese haz de páginas que vierten la entrevista mencionada no faltan alusiones sinuosas a todos los temas sobre los que hoy se cierne la controversia más amañada (la situación de la mujer en la Iglesia, el Vetus Ordo Missae y la tradición católica, etc.). Resulta penoso tener que seguirlo, oponiendo a la campanada de sus auténticas provocaciones (repetidas según una obvia clave interpretativa por los medios) estas sordas quejas desde la espelunca, desde la propia y prosaica "periferia existencial", para un puñado de benévolos lectores. Baste comprobar lo ya sabido a su respecto: la tesis común a todos los temas abordados se reduce a la variabilidad de la moral y los contenidos de fe según los tiempos corran. Lo sugiere el Papa -y usamos a conciencia términos como «insinuar» o «sugerir», que si algo evita deliberadamente Francisco es la precisión argumentativa- trayendo a cuento a san Vicente de Lerins, que «compara el desarrollo biológico del hombre con la transmisión del depositum fidei de una época a la otra... El hombre, con el tiempo, cambia su modo de percibirse. Una cosa es el hombre que se expresa esculpiendo la Nike de Samotracia, otra la de Caravaggio, otra la de Chagall y, todavía, otra la de Dalí». Más desacordado no podía ser el símil: permaneciendo una y la misma la naturaleza humana, la auto-percepción del hombre ha cambiado, en efecto, con el tiempo, según los accidentes que afectan al proceso cognitivo, cuyos resultados son siempre provisionales. En el caso del auto-conocimiento del hombre, uno mismo es el objeto y el sujeto del conocer. De los dogmas, en cambio, expresivos de una verdad sobrehumana e inmutable, cabe decir que si el modo de exponerlos varía con las épocas y las lenguas, su sentencia -que equivale, como es dable observar, a la "percepción" de los mismos: ex sentire sententia- no cambia, siendo bien célebre el apotegma de Lerins, que reconoce en todo caso que, aunque puedan variar los modos de la expresión, se conservan siempre el sentido y la sentencia: eodem sensu eademque sententia. Traer en este punto a un autor sacro para hacerle decir lo contrario de lo que enseña, ya nos parece demasiado.
De ese mismo mundo que Francisco se esmera en lisonjear, y que comparte
con él las veleidades progresistas, no han faltado últimamente voces que
delatan el hastío ante lo que ya resulta una demasía actoral. Así,
desde las Galias, uno se sirvió llamarlo
«demagogo» y «autócrata», sin menoscabo de admitir que considera a
éstas las cualidades más oportunas para el gobierno de la Iglesia en
esta difícil sazón. A nuestra mayor deshonra y con no poca razón (casi
un eco más atinado de aquel ¿de Galilea puede salir algo bueno?) el mismo escriba espetó que "no podía esperarse otra cosa del país que había parido a Perón y al Che Guevara". Otro, tenido en Italia en la categoría de los "ateos devotos" (es
decir, intelectuales ajenos a la Iglesia pero que le reconocen a ésta
al menos su inestimable carácter civilizador), no se abstuvo de asociar
la lejana experiencia docente del Papa -que a través de la lectura de
obras como «La casada infiel», de García Lorca, conducía a sus alumnos
por las ulterioridades menos sensuales de la filosofía- con la condición
hodierna de la Iglesia católica, esposa infiel toda vez que deviene
meramente «pobre para los pobres, hospital de campaña de la
misericordia, de las gasas y los buenos sentimientos (...) Es menester
apuntar al fortalecimiento de los cuerpos y a la curación de cualquiera
de sus partes mucho más que a la salvación de las almas o a las
virtudes. Ahora el Evangelio se yergue contra la doctrina. Aquel libro
bellísimo y salvaje, que es también un memorial misterioso y confuso,
ese libro que desde hace veinte siglos buscamos explicarnos, porque la
simplicidad es difícil de comprender, se convierte en la fiebre de bien y
comprensión humana contra el cinismo catequético de la doctrina, contra
los pequeños preceptos». Para rematar: «qué hallazgo genial, qué huevo
de Colón. No sólo la Iglesia absuelve al mundo, sino que asume sus
medios, se arrastra evangélicamente hacia un subjetivismo modernista de
tipo antiguo, hacia su raíz, hacia la moral de la intención (...) Ahora
la Iglesia se hace hija del mundo y su adulterio sentimental está a la
vista de todos».
Sería irritante reconocer que un pontífice, en el insalubre intercambio verbal con el mundo moderno al que se ve conminado por razón de su oficio, anteponga la prudentia carnis a la proclamación de la verdad. Pero no debe ser éste el caso de Francisco, o al menos no principalmente, aunque a una primera vista pudiera parecer así. No son fácilmente compatibles con la psicología del cobarde los ascensos meteóricos que Bergoglio experimentó a lo largo de su carrera eclesiástica, ni su frecuente y exhibida coyunda con agentes anticristianos -en un alarde de "libertad evangélica" que parece más su grotesco remedo que otra cosa-, ni su deliberado abordaje de las cuestiones morales más incómodas desde perspectivas que, al menos, ponen en riesgo la afirmación de la doctrina común.
Huelga advertir, entonces, en relación a las profusas semidicciones de Francisco -y pese a la poca provisión de colirio en un mundo dado a tantas distracciones visuales- que quedan ojos aún activos, y que no faltan quienes le van tomando el pulso al sujeto: «el que habla puede ser malinterpretado por malicia ajena o por propia ambigüedad. Ser constantemente malinterpretado por todos, sin embargo, sólo puede significar dos cosas: o hay una conjura de todos los medios de comunicación amigos del incomprendido, o bien es el mismo malinterpretado aquel que quiere serlo, porque usa un lenguaje que se presta muy bien a este juego. Si el incomprendido no hace nada por desmentir a quien constantemente lo malinterpreta y aun más, le va bien que así sea, queda una de dos: o cuando habla no le interesa hacerse entender, o bien, simplemente, quien lo interpreta lo ha entendido a la perfección. El presunto incomprendido resulta, en cambio, perfectamente comprendido».
Que tomen nota de ello los "teólogos" laicos -y consagrado- del sitio InfoCatólica, atareados fatigosamente en cargar, como Sísifo su peñón, las boutades de Su Santidad, demostrando ser ya casi los únicos en no haberlo comprendido. ¿No es risible venir a recordar, cuando este ramillete semestral de anfibologías pontificias ya derrama su fragancia por todos lados, que la enseñanza del Papa no se ve comprometida mientras éste no se pronuncie ex cathedra? Estas manifestaciones de confianza a toda costa, este ponerle buena cara al tan mal tiempo, ¿las inspira venalidad o tontería?
Bastante tenemos que soportar y contestar el contrapunto que el mundo opone a la buena doctrina para que sea el propio Papa quien viene a proponer una «relectura» del Evangelio y de la misión de la Iglesia como un capítulo de la evolución dialéctica. Llevados a sus últimas consecuencias sus contrastes y antinomias, la reversibilidad de las certezas a que induce su calculado fraseo, ya nos parece ver estampada (en una encíclica-bomba, o poco menos) aquella blasfema fórmula de Proudhon: Dios es el mal. Mientras, y en tanto no cruce el umbral del sacrilegio explícito, la doctrina católica viene a ser en sus labios como esas míseras aves embreadas por la contaminación marina que, no pudiendo poner los pies en tierra, tampoco alcanzan a levantar vuelo, ennegrecidas y mustias, una auténtica y luctuosa sombra de lo que eres.
¿Un papa que, no bastándole la mole de insulseces proferidas a instancias de reiterada y ordenada prevaricación, se permite al fin proponer una «relectura del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea», como consta en la trajinada entrevista que le hizo el director de La Civiltà Cattolica, sin advertir que es exactamente al revés, que es el Evangelio aquel a cuya luz debe «releerse» o bien medirse toda cultura y todo tiempo histórico? ¿Un papa que, a propósito de los homosexuales, lanza la enormidad de que «la religión tiene derecho de expresar sus propia opiniones al servicio de las personas, pero Dios en la creación nos ha hecho libres: no es posible una injerencia espiritual en la vida personal», trocando al mismo tiempo el deber por el derecho, la certeza por la opinión, poniendo al libre albedrío poco menos que como garante del pecado, y haciendo de la exhortación una injerencia? «Estoy pensando en la situación de una mujer que tiene a sus espaldas el fracaso de un matrimonio en el que se dio también un aborto. Después de aquello, aquella mujer se ha vuelto a casar y ahora vive en paz con cinco hijos. El aborto le pesa enormemente y está sinceramente arrepentida. Le encantaría retomar la vida cristiana. ¿Qué hace el confesor?», pregunta retórica esta última que sugiere la extensión de la comunión a aquellos que incurren -a no ser se corrija y expurgue el Evangelio (Mt 5,32; 19,9)- en adulterio. La «paz» a la que alude aquí Bergoglio, ¿según cuál de sus acepciones debe entenderse?
Se comprende que para el insultante historicismo de esta ralea de pastores sea poco menos que una reliquia paleolítica aquel pasaje del Código de Derecho Canónico -tanto en su vieja redacción como en la más reciente- que recuerda que «no deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» (can. 915, incluyéndose en este último caso, según manifiesta enseñanza, a los divorciados vueltos a casar siquiera por civil). El propio Juan Pablo II recordó categóricamente en la Familiaris consortio que «la Iglesia, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez (...) dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio». En verdad, lo que hace Bergoglio una y otra vez es ensalzar aquella misma moral situacional que oportunamente, advertido su peligro, condenara sin titubeos el papa Pío XII.
En ese haz de páginas que vierten la entrevista mencionada no faltan alusiones sinuosas a todos los temas sobre los que hoy se cierne la controversia más amañada (la situación de la mujer en la Iglesia, el Vetus Ordo Missae y la tradición católica, etc.). Resulta penoso tener que seguirlo, oponiendo a la campanada de sus auténticas provocaciones (repetidas según una obvia clave interpretativa por los medios) estas sordas quejas desde la espelunca, desde la propia y prosaica "periferia existencial", para un puñado de benévolos lectores. Baste comprobar lo ya sabido a su respecto: la tesis común a todos los temas abordados se reduce a la variabilidad de la moral y los contenidos de fe según los tiempos corran. Lo sugiere el Papa -y usamos a conciencia términos como «insinuar» o «sugerir», que si algo evita deliberadamente Francisco es la precisión argumentativa- trayendo a cuento a san Vicente de Lerins, que «compara el desarrollo biológico del hombre con la transmisión del depositum fidei de una época a la otra... El hombre, con el tiempo, cambia su modo de percibirse. Una cosa es el hombre que se expresa esculpiendo la Nike de Samotracia, otra la de Caravaggio, otra la de Chagall y, todavía, otra la de Dalí». Más desacordado no podía ser el símil: permaneciendo una y la misma la naturaleza humana, la auto-percepción del hombre ha cambiado, en efecto, con el tiempo, según los accidentes que afectan al proceso cognitivo, cuyos resultados son siempre provisionales. En el caso del auto-conocimiento del hombre, uno mismo es el objeto y el sujeto del conocer. De los dogmas, en cambio, expresivos de una verdad sobrehumana e inmutable, cabe decir que si el modo de exponerlos varía con las épocas y las lenguas, su sentencia -que equivale, como es dable observar, a la "percepción" de los mismos: ex sentire sententia- no cambia, siendo bien célebre el apotegma de Lerins, que reconoce en todo caso que, aunque puedan variar los modos de la expresión, se conservan siempre el sentido y la sentencia: eodem sensu eademque sententia. Traer en este punto a un autor sacro para hacerle decir lo contrario de lo que enseña, ya nos parece demasiado.
Autorretrato del cardenal Bergoglio en el tren subterráneo de Buenos Aires, vulgo "Sute". |
Sería irritante reconocer que un pontífice, en el insalubre intercambio verbal con el mundo moderno al que se ve conminado por razón de su oficio, anteponga la prudentia carnis a la proclamación de la verdad. Pero no debe ser éste el caso de Francisco, o al menos no principalmente, aunque a una primera vista pudiera parecer así. No son fácilmente compatibles con la psicología del cobarde los ascensos meteóricos que Bergoglio experimentó a lo largo de su carrera eclesiástica, ni su frecuente y exhibida coyunda con agentes anticristianos -en un alarde de "libertad evangélica" que parece más su grotesco remedo que otra cosa-, ni su deliberado abordaje de las cuestiones morales más incómodas desde perspectivas que, al menos, ponen en riesgo la afirmación de la doctrina común.
Huelga advertir, entonces, en relación a las profusas semidicciones de Francisco -y pese a la poca provisión de colirio en un mundo dado a tantas distracciones visuales- que quedan ojos aún activos, y que no faltan quienes le van tomando el pulso al sujeto: «el que habla puede ser malinterpretado por malicia ajena o por propia ambigüedad. Ser constantemente malinterpretado por todos, sin embargo, sólo puede significar dos cosas: o hay una conjura de todos los medios de comunicación amigos del incomprendido, o bien es el mismo malinterpretado aquel que quiere serlo, porque usa un lenguaje que se presta muy bien a este juego. Si el incomprendido no hace nada por desmentir a quien constantemente lo malinterpreta y aun más, le va bien que así sea, queda una de dos: o cuando habla no le interesa hacerse entender, o bien, simplemente, quien lo interpreta lo ha entendido a la perfección. El presunto incomprendido resulta, en cambio, perfectamente comprendido».
Que tomen nota de ello los "teólogos" laicos -y consagrado- del sitio InfoCatólica, atareados fatigosamente en cargar, como Sísifo su peñón, las boutades de Su Santidad, demostrando ser ya casi los únicos en no haberlo comprendido. ¿No es risible venir a recordar, cuando este ramillete semestral de anfibologías pontificias ya derrama su fragancia por todos lados, que la enseñanza del Papa no se ve comprometida mientras éste no se pronuncie ex cathedra? Estas manifestaciones de confianza a toda costa, este ponerle buena cara al tan mal tiempo, ¿las inspira venalidad o tontería?
Bastante tenemos que soportar y contestar el contrapunto que el mundo opone a la buena doctrina para que sea el propio Papa quien viene a proponer una «relectura» del Evangelio y de la misión de la Iglesia como un capítulo de la evolución dialéctica. Llevados a sus últimas consecuencias sus contrastes y antinomias, la reversibilidad de las certezas a que induce su calculado fraseo, ya nos parece ver estampada (en una encíclica-bomba, o poco menos) aquella blasfema fórmula de Proudhon: Dios es el mal. Mientras, y en tanto no cruce el umbral del sacrilegio explícito, la doctrina católica viene a ser en sus labios como esas míseras aves embreadas por la contaminación marina que, no pudiendo poner los pies en tierra, tampoco alcanzan a levantar vuelo, ennegrecidas y mustias, una auténtica y luctuosa sombra de lo que eres.