Cuando
las transiciones hacia la democracia han concluido ya en toda América
Latina -salvo las funestas “ovejas” negras de Cuba y Venezuela- y el
continente se asienta en un próspero crecimiento económico, todavía
persiste el anacronismo de la existencia de presos políticos en
Argentina y otros países de la región. Se trata de militares
injustamente detenidos por la izquierda que actualmente nos gobierna (y
padecemos) en una buena parte de las naciones latinoamericanas. Es la
vendetta de la izquierda, el precio que ha habido que pagar por haber
derrotado a la subversión marxista en las décadas de los setenta y los
ochenta.
En el caso argentino, no olvidemos que estos militares juzgados
fueron, en la mayor parte de los casos, los hombres que libraron la
lucha contra los Montoneros y otros grupos de carácter insurgente en la
década de los setenta, pero también quienes arriesgaron con sus vidas la
defensa del Estado argentino y evitaron que el país cayera en una
experiencia de corte comunista. Derrotaron militarmente al marxismo en
los tiempos de la Guerra Fría, pero fueron incapaces de ganar la batalla
política después y que la sociedad argentina les hubiera hecho un
mínimo reconocimiento.
Luego se reescribió la historia, se manipularon los luctuosos hechos
acontecidos en ese periodo y cayó el telón del olvido sobre estos héroes
detestados por el poder oficial y sus acólitos. La nefasta llegada de
los Kirchner al poder, allá por el año 2003, fue el comienzo de su
pesadilla, el regreso de la venganza de la historia por haber hecho
frente a la amenaza comunista en una Argentina que se veía envuelta en
una guerra civil cruenta y salvaje, implacable y despiadada.
Argentina es, sin embargo, el caso más paradigmático y también el más
grave, tanto por la cantidad de presos políticos detenidos -más de un
millar- y también porque se han violado las más elementales normas
jurídicas y casi todas las garantías procesales.
Por ejemplo, con absoluto descaro se han vuelto a juzgar delitos que
ya habían sido juzgados en la década de los ochenta, como ocurrió con el
caso del general Jorge Rafael Videla, fallecido en prisión en extrañas
circunstancias nunca aclaradas; se anularon, contraviniendo la legalidad
vigente y la necesidad de un acuerdo social sobre este asunto, las
Leyes de Obediencia Debida y Punto Final puestas en marcha por el
presidente Carlos Menem y, finalmente, se dejaron sin efecto los
indultos a Videla y a otros dictados por el mismo mandatario.
Además, en contra de todas las convenciones internacionales y los más
elementales derechos humanos, se condena a ancianos enfermos a largas
penas sin apenas defensa, se incumple la edad máxima para estar en
prisión -70 años- en el caso de este colectivo, se someten a largos
controles y rigurosos exámenes policiales a los presos, que muchas veces
pasan largas horas de espera hasta llegar a los tribunales, y se les
destina a prisiones muchas veces situadas a largas distancias de donde
residen sus familiares y amigos.
En definitiva, se trata de un lento y programado plan de exterminio
que ya está dando sus frutos: más de 217 ancianos militares detenidos ya
han muerto en presidio. El resto, seguramente, lo harán en los próximos
años.
Mientras los hombres que libraron a la Argentina del terrorismo y una
segura tiranía siguen en la cárcel, los antiguos terroristas, como el
líder montonero Mario Firmenich, gozan de plena libertad de movimientos,
han sido amnistiados e incluso gozan de cierta popularidad y prestigio
entre la muchachada de La Cámpora. Es la nueva versión del mundo al
revés.
Víctimas de una justicia asimétrica, que premia a los terroristas y
condena al exterminio a los militares, los últimos presos políticos del
continente constituyen un cruel anacronismo de nuestro tiempo. La
demostración gráfica del sadismo de una izquierda que ni olvida ni
perdona, pese a lo que pregonan, y que viven en el espíritu de una
venganza permanente que no busca, precisamente, la reconciliación, sino
la vigencia de un odio que mueve sus pérfidas ideas. Y también la
persecución de aquellos que lucharon por la libertad y contra la
satrapía comunista.
Querían para la Argentina la repetición del modelo cubano, la primera
isla-prisión del mundo, y el tiro les salió por la culata; eso es lo
que no perdonan y por lo que ahora pagan ese puñado de valientes
soldados que les combatieron en su momento. Los militares argentinos,
privados de todo reconocimiento y situados en el epicentro del repudio
social, eran sus enemigos a batir. Nunca aceptaron su derrota y ahora se
la cobran.