Miguel Ayuso
Por Juan
Manuel de Prada.
En un mundo sano, un hombre de la nobleza intelectual y
humana de Miguel Ayuso estaría ocupando puestos de honor
AUNQUE antes ya lo había tratado someramente, mi admiración
hacia Miguel Ayuso nació con Lágrimas en la lluvia, el programa televisivo que
dirijo desde hace tres años. Miguel Ayuso es un paladín del tradicionalismo
hispánico, escuela que siempre había suscitado en mí gran interés intelectual.
Me bastó invitarlo a un par de programas para descubrir que me hallaba ante una
persona excepcional: un pensador profundo y sagaz, dotado de intuición creadora
e insuperable expresividad, de erudición enciclopédica y sin embargo siempre
amena, de humor irresistible y una generosidad a prueba de bomba; pero, sobre
todo, más allá de sus plurales conocimientos, Miguel Ayuso me pareció uno de
esos raros hombres que, más allá de ser expertos en una ciencia concreta, son
capaces de armar todas las ciencias en sabiduría y de percibir las cosas
abarcadoramente, vistas a la vez en sus más íntimos recodos y en panorámica, de
tal modo que, allá donde posan la mirada, llevan una luz no usada, perspicaz y
distinta, sobre cuestiones que nos habíamos acostumbrado a mirar con las
anteojeras de los lugares comunes. He aquí el distintivo del verdadero sabio.
Miguel Ayuso es también la persona más brillante que yo
haya conocido jamás. Cuando expone sus razones, asciende desde el plano de las
contingencias al plano de los principios con tal poder persuasivo que quien lo
escucha razonar se siente al instante prendido de sus razones. Los franceses
tienen una expresión, maître à penser, para referirse al hombre que, a través
de su pensamiento, no sólo nos incita a repensar las cosas, sino que nutre de
esqueleto y musculatura nuestro pensamiento, enseñándonos a pensar. Y eso es,
exactamente, Miguel Ayuso, cuya sabiduría se ha derramado en muchos programas
de Lágrimas en la lluvia sobre las más diversas cuestiones culturales,
políticas, filosóficas, históricas o religiosas, siempre con esa «unidad de
mente» que reclamaba Santo Tomás al hombre de ciencia. Así se explica que
Miguel Ayuso pueda ser a un tiempo polemista y apologeta, como lo fueron en su
tiempo Chesterton o Belloc y como, por desgracia, ya no puede serlo casi nadie,
salvo que se resigne a arrostrar una condena al ostracismo.
Lo más admirable de Miguel Ayuso, sin embargo, no son estas
dotes que acabo de describir. Lo más admirable de él es que, siendo un hombre
al que su pensamiento (que no es de derechas ni de izquierdas, sino combativo
contra ambas, como hijas podridas de la modernidad que son) ha impedido el
triunfo mundano, no esté envenenado por el despecho ni por el «celo amargo», sino
que en todo lo que hace y dice la jovialidad y la bonhomía, el donaire y la
caballerosidad brinquen como liebres gozosas; y que nunca cese en su afán de
ayudar a quienes le rodean, como hizo conmigo el día en que, habiéndose muerto
su madre un par de horas antes, vino sin embargo a grabar un programa al que lo
había invitado, por no dejarme en la estacada. Creo que en un mundo sano, un
hombre de la nobleza intelectual y humana de Miguel Ayuso estaría ocupando
puestos de honor y cosechando aplausos; pero ya sabíamos que nuestro mundo está
enfermo. No sabíamos, sin embargo, que estuviera tan putrefacto como para que
el resentimiento, la envidia, la manipulación periodística y la avilantez se
aliasen, tergiversando sus palabras del modo más marrullero y arrastrando su
fama por el fango.
Querido Miguel: Cernuda nos recordaba que ciertos insultos,
por proceder de quienes proceden, son «formas amargas del elogio». Gozar de tu
amistad y de tu magisterio vivo es uno de los honores más altos que me ha
concedido el cielo.
Fuente:
http://www.abc.es/historico-opinion/index.asp?ff=20130928&idn=1511219763236