viernes, 1 de noviembre de 2013
De evangelización y nueva-evangelización se habla a raudales, por los
poros: de tácticas y programas para presentar el Evangelio de modo que
resulte atractivo. Pero nunca palabras fueron tan etéreas, para no decir
erráticas. Lo que no consta en el raíd publicitario en vigor es esa
exposición vibrante de la Verdad Amable, la convicción de los santos,
que nunca fueron demasiado políticos y siempre un buen poco montaraces.
Y mucho es de notar que, detrás de las aparentes audacias de tanta «pastoral juvenil» -casi fuegos fatuos para encantar a las turbas-, late un programa menudamente político en el que el hálito sobrenatural, la espontaneidad del espíritu, parecen tan ausentes como lo estarían en la estrategia de cualquier príncipe moderno de la escuela de Maquiavelo. Por lo demás, si la evangelización hodierna no contempla el drama del alogos colectivo -tal como apellidó Belloc a la moderna evidente propensión a estrangular la capacidad de juicio, contrapunto inevitable del racionalismo: tales los dos extremos del péndulo de la modernidad-, ésta se reducirá a un girar en el vacío, o a la mera ocasión para integrar comisiones sin tarea tangible.
Si vienen trocados los objetos de la imitatio Christi y del contemptus mundi, y del singular quiasmo resultara que las bienaventuranzas hay que aplicarlas a quienes renuncian a trasponer las fronteras del naturalismo, cuando no de la mera vulgaridad, entonces será lícito clamar que «necesitamos santos que tomen Coca-cola y coman hotdogs, que usen jeans, que sean internautas», como parece que decía el estribillo de una canción promocional de la última JMJ, que algunos la retrotraen a los tiempos de Juan Pablo II, beato express. Tanto como será lícito despreciar la lección perenne de los santos, tal como nos la presenta un himno cisterciense de esos quizás tan ásperos al paladar contemporáneo, pero que no queremos dejar de ofrecer como ocasión de ejercitar la dulía que la Iglesia siempre pidió para con tan indeclinable aristocracia celestial. Y aunque consta que celebra «a todos los santos de la orden del Císter» puede, en saludable analogía, aplicarse a todos todos los santos. Como alguien dijo alguna vez: en el alma de un santo rey o de un santo obispo o de un santo paterfamilias late siempre un monje, y no a la inversa.
(Al pie del vídeo, el texto del himno y su correspondiente versión -que no traducción literal- en verso)
Avete solitudinis Claustrique mites incolæ,
Qui pertulistis impios Cœtus furentis tartari.
Gemmas, et auri pondera, Et dignitatum culmina,
Calcastis, et fœdissima, Quæ mundus offert gaudia.
Y mucho es de notar que, detrás de las aparentes audacias de tanta «pastoral juvenil» -casi fuegos fatuos para encantar a las turbas-, late un programa menudamente político en el que el hálito sobrenatural, la espontaneidad del espíritu, parecen tan ausentes como lo estarían en la estrategia de cualquier príncipe moderno de la escuela de Maquiavelo. Por lo demás, si la evangelización hodierna no contempla el drama del alogos colectivo -tal como apellidó Belloc a la moderna evidente propensión a estrangular la capacidad de juicio, contrapunto inevitable del racionalismo: tales los dos extremos del péndulo de la modernidad-, ésta se reducirá a un girar en el vacío, o a la mera ocasión para integrar comisiones sin tarea tangible.
Si vienen trocados los objetos de la imitatio Christi y del contemptus mundi, y del singular quiasmo resultara que las bienaventuranzas hay que aplicarlas a quienes renuncian a trasponer las fronteras del naturalismo, cuando no de la mera vulgaridad, entonces será lícito clamar que «necesitamos santos que tomen Coca-cola y coman hotdogs, que usen jeans, que sean internautas», como parece que decía el estribillo de una canción promocional de la última JMJ, que algunos la retrotraen a los tiempos de Juan Pablo II, beato express. Tanto como será lícito despreciar la lección perenne de los santos, tal como nos la presenta un himno cisterciense de esos quizás tan ásperos al paladar contemporáneo, pero que no queremos dejar de ofrecer como ocasión de ejercitar la dulía que la Iglesia siempre pidió para con tan indeclinable aristocracia celestial. Y aunque consta que celebra «a todos los santos de la orden del Císter» puede, en saludable analogía, aplicarse a todos todos los santos. Como alguien dijo alguna vez: en el alma de un santo rey o de un santo obispo o de un santo paterfamilias late siempre un monje, y no a la inversa.
(Al pie del vídeo, el texto del himno y su correspondiente versión -que no traducción literal- en verso)
AVETE SOLITUDINIS
Avete solitudinis Claustrique mites incolæ,
Qui pertulistis impios Cœtus furentis tartari.
Gemmas, et auri pondera, Et dignitatum culmina,
Calcastis, et fœdissima, Quæ mundus offert gaudia.
Vobis olus cibaria Fuere vel legumina,
Potumque lympha, præbuit, Humusque dura lectulum.
Potumque lympha, præbuit, Humusque dura lectulum.
Vixistis inter aspides, Sævisque cum draconibus,
Portenta nec teterrima Vos terruere dæmonum.
Portenta nec teterrima Vos terruere dæmonum.
Rebus procul mortalibus Mens avolabat fervida,
Divumque juncta cœtui, Hærebat inter sidera.
Divumque juncta cœtui, Hærebat inter sidera.
Summo Parenti Cœlitum, Magnæque Proli Virginis,
Sancto simul Paraclito, Sit summa laus et gloria. Amen.
Salve, oh pobladores mansos del yermo y de la clausura
Sancto simul Paraclito, Sit summa laus et gloria. Amen.
Salve, oh pobladores mansos del yermo y de la clausura
Que al impío rechazasteis y a las infernales furias.
A vosotros, que pisasteis joyas y oro en tan gran junta
Y los degradantes gozos del mundo, y su gloria muda,
Os bastaban las legumbres en la mesa, y dos verduras,
Y el agua para la sed, y un lecho de tierra nuda.
Convivisteis con serpientes y dragones, sin que sufra
Vuestro adamantino temple ni ante sus mayores puyas.
Lejos del suelo, las mientes dabais a férvida altura
Para alcanzar la asamblea de estrellas las más ocultas.
Al Padre excelso y celeste, y al Hijo de la más Pura,
Al par que al Santo Paráclito, sean loa y gloria sumas. Amén.