LA LUJURIA: Plaga del carácter
– Por Mons. Fulton J. Sheen
La lujuria es un excesivo amor por los
placeres de la carne. Es la prostitución del amor, la extensión del amor a sí
mismo hasta un punto donde el ego se proyecta en otra persona y la ama bajo la
ilusión que es el tú amado. El verdadero amor está dirigido hacia una persona,
la cual es vista como irreemplazable y única, pero la lujuria excluye toda
consideración personal en favor de una experiencia de los sentidos. El yo
coloca de forma equivocada rótulos modernos sobre la lujuria pretendiendo que
éste es un pecado necesario para la “salud” o para una “vida plena” o para “expresar
la personalidad”. El fervoroso intento de otorgarle una garantía científica a
esta conducta es, en sí mismo, una indicación de cuán grande es la renuencia
que normalmente siente la gente a considerar esta ruptura de la ley moral como
el pecado que en realidad es. Hoy en día, los hombres y mujeres están aburridos
y descontentos; se vuelven entonces hacia la lujuria para compensar su
aflicción interior, sólo para, al final encontrarse hundidos en una mayor desesperanza.
Como dice San Agustín: “Dios no obliga al hombre a ser puro; deja solos
exclusivamente a quienes merecen ser olvidados”.
La lujuria es una desviación del centro de la
personalidad del espíritu a la carne, del yo al ego. En algunas instancias, sus
excesos nacen de una conciencia intranquila y del deseo de escapar de su
persona hacia otras. Algunas veces existe el
deseo contrario de hacer del yo algo supremo a través de la subordinación de
otras personas a él. En sus etapas posteriores, el libertino encuentra que ni
la liberación de su ser ni la idolatría son
posibles por un tiempo demasiado prolongado; el alma es llevada de vuelta a su
ser y, por lo tanto, a un infierno interior. El efecto de la lujuria en la
voluntad se manifiesta como un odio a Dios y la negación de la inmortalidad.
Asimismo, los excesos vacían la fuente de la energía espiritual hasta el grado
tal que finalmente uno se vuelve incapaz de emitir un juicio sereno en ningún otro
campo.
Lujuria no es igual a sexo, porque el sexo es
puramente biológico y una capacidad otorgada por Dios. Tampoco es amor, que
encuentra en el sexo una de sus expresiones legítimas. La lujuria es el
aislamiento del sexo, del verdadero amor. No hay pasión que lleve más rápidamente
a la esclavitud como la lujuria, así como no hay una cuyas perversiones
destruyan más rápidamente el poder del intelecto y de la voluntad. Los excesos afectan
a la razón de cuatro modos: pervirtiendo el entendimiento,
de manera que uno se vuelve intelectualmente ciego e incapaz de ver la verdad;
debilitando la prudencia y el sentido
de los valores, por lo que se desemboca en la temeridad; vigorizando el amor
propio y hasta generar la irreflexión;
debilitando la voluntad hasta que el poder de decisión se pierde y uno se
vuelve víctima de la inconstancia de
carácter.
Los efectos sobre la voluntad y la razón son
desastrosos. En aquellos que se entregan repetidas veces a los excesos, es
posible que haya un odio a Dios y a la religión y una negación de la
inmortalidad. El odio a lo divino viene porque Dios es visto como un obstáculo para
la autogratificación. Los libertinos niegan a Dios porque su omnipresencia
significa que su conducta ha sido observada por Aquel que la reprobará. Hasta
tanto esos individuos abandonen su animalidad egocéntrica, deben insistir en
ser ateos, ya que sólo un ateo es capaz de imaginar que nadie lo observa.
La negación de la inmortalidad es un efecto
secundario de la lujuria. Puesto que el ególatra vive cada vez en la carne, la
idea de un juicio se le vuelve más y más desagradable. Para aquietar sus temores,
adopta la creencia de que nunca habrá un Juicio. Aceptar la inmortalidad significaría
una responsabilidad que el lujurioso ego del libertino teme enfrentar, ya que,
si lo hiciera, lo forzaría a transformar su vida entera. La mera mención de una
vida futura puede llevar a esta persona a un furioso cinismo; que le recuerden
la posibilidad del juicio aumenta su angustiosa ansiedad. Todo intento de
salvar a una persona así es visto por ella como un ataque a su felicidad.
La creencia en Dios y en la inmortalidad
haría que el ego libertino deseara ser un yo, pero cuando no está listo para
abandonar su vicio, debe negarse a mantener ese tipo de pensamiento. Sería
bueno que los defensores de la religión, al tratar con ególatras que están momentáneamente
perdidos en los lodazales de la lujuria, aprendieran que debe existir una
voluntad de cambio previo a un cambio en la creencia religiosa. Una vez que el
libertino abandona el mal, buscará la Verdad, porque ya no necesita temerle.
La lujuria no tiene relación con la lícita
expresión del sexo dentro de un matrimonio legítimo. El amor matrimonial es la
formación del “nosotros”, que es la extinción del ego-centrismo. En el amor matrimonial,
el yo busca el crecimiento completo del Tú, de la personalidad opuesta al yo.
No existe momento más sagrado que aquel en que el ego se rinde a otra
personalidad, de manera tal que la necesidad de poseer desaparece en la alegría
de amar a la otra persona. Estos amantes nunca están solos, porque se necesitan
tres y no dos para hacer el amor, y ese tercero es Dios. Un ego ama a otro ego
por lo que éste da, pero el yo ama a otro yo por lo que es. El amor es la unión
de dos pobrezas que dan surgimiento a una gran riqueza.
El divorcio, la infidelidad, la ausencia
planeada de hijos, los matrimonios no válidos, son otras tantas parodias y
herejías contra el amor, y aquello que es enemigo del amor, es enemigo de la
vida y la felicidad.
Fulton J. Sheen “Eleva tu corazón”.
Ed. Lumen Bs.As.-México 2003. Págs, 97-99
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