martes, 25 de febrero de 2014

REFORMA DE LO REFORMABLE Y CONTINUIDAD

Reforma de lo reformable y continuidad

I. En general, reformar es volver a formar, rehacer, modificar algo, con la intención de mejorarlo. En la Iglesia hay doctrinas que son en sí mismas irreformables o definitivas. El Magisterio extraordinario, pontificio o conciliar, y el Magisterio Ordinario y Universal, además de infalibles, contienen enseñanzas definitivas y no reformables. Esto quiere decir que no es posible modificarlas de manera intrínseca y substancial, alterando contradictoriamente su sentido, aunque sea posible una evolución extrínseca, homogénea, y nuevas formulaciones perfectivas. Admitir una reforma substancial de doctrinas definitivas sería destructivo para el dogma y revelaría en una concepción historicista de la verdad. Así, por ejemplo, la Iglesia enseña que la idolatría es un acto intrínsecamente malo; que está prohibido siempre por Dios y que ninguna circunstancia puede justificarlo. No es admisible, por tanto, reformar la enseñanza al punto de afirmar una doctrina de sentido opuesto, como sería, por ejemplo: la idolatría es un acto intrínsecamente bueno.
Pero también existe en la Iglesia un ámbito de lo reformable, dentro del cual cabe la posibilidad de un cambio substancial. Dos capítulos merecen especial mención:
1. Disciplina eclesiástica. Este ámbito no ofrece mayores dificultades y es fácil comprender que las disposiciones meramente disciplinarias de la Iglesia admiten mutación substancial con el paso del tiempo. Ejemplos: una conducta, como la de consagrar obispos sin mandato pontificio, puede ser lícita en una época determinada y luego ser castigada como un delito en otra; un libro puede ser incluido en el Index por un Papa, y por efecto de una reconsideración del caso, el mismo u otro pontífice, puede dejar sin efecto la prohibición; una fiesta litúrgica puede ser obligatoria y de precepto, y luego dejar de serlo, etc. Los ejemplos podrían multiplicarse. En todos, la posibilidad de un cambio substancial es clara, aunque siempre dentro de ciertos límites fijados por el derecho divino.
2. Aplicaciones de la doctrina. Existen principios universales no reformables, definitivos, que no pueden cambiar substancialmente, que el Magisterio enseña de modo constante. Pero también el Magisterio puede hacer aplicación de esos principios a diversas circunstancias culturales, que son mutables en función las circunstancias. Estas aplicaciones concretas son fruto de un silogismo. La premisa mayor del silogismo es un principio general. La menor se deriva elementos no propiamente doctrinales, de naturaleza circunstancial. La conclusión puede variar en función de la premisa menor. Veamos un ejemplo en el ámbito de la moral:
Premisa mayor: la idolatría es un acto intrínsecamente malo.
Premisa menor: estos gestos concretos son actos de idolatría.
Conclusión: luego, estos gestos son intrínsecamente malos.
La conclusión del silogismo es un juicio moral particular que puede cambiar, incluso contradictoriamente, sin afectar la inmutabilidad del principio expresado en la premisa mayor. Veamos un caso paradigmático: el de los denominados ritos chinos.
II. Los ritos chinos: condena y rehabilitación. Se llama ritos chinos a un variado conjunto de ceremonias tradicionales consideradas actos de idolatría, superstición o abusos litúrgicos. Pertenecían a la estructura de la sociedad china y estaban orientadas a honorar a Confucio, a los muertos y los genios de la ciudad. Los ritos procuraban que cada familia conservara la representación de sus muertos, delante de los cuales todos se inclinaban, ofrecían incienso, perfume y encendían velas, etc.
Estos ritos suscitaron una célebre controversia. La raíz de esta puede encontrarse en el diverso método de evangelización seguido por los misioneros. Los jesuitas querían seguir su propio método apostólico basado en la adaptación misionera, que tendía a aprovechar cuanto hubiera de aprovechable en los pueblos de misión, y que podría quedar condensado en esta doble función: adaptar lo nuestro a lo suyo, y adoptar lo suyo en lo nuestro, siempre que pudiera ser integrado en el cristianismo. Pero no faltaron, dentro y fuera de la Compañía de Jesús, impugnadores de este método aplicado en China.
En 1631 llegaron al país asiático los primeros dominicos y poco después los franciscanos y otros misioneros que, en general, no aprobaban los métodos de los jesuitas. Las cosas se agravaron cuando en 1641 se expulsó de China a todos los misioneros, menos a los jesuitas; el dominico expulsado Juan B. Morales acudió a Roma y denunció los ritos chinos promovidos por los jesuitas como idolátricos, por lo que la Congregación de Propaganda Fide los condenó en 1645. Los jesuitas recurrieron y así comenzó una interminable polémica, entre defensores y adversarios de los ritos chinos, que terminó un siglo después con Benedicto XIV. La historia de la condena a los ritos chinos es rica en antecedentes. En diferentes ocasiones los papas los reprobaron: Inocencio X (1645) prohibió el uso de estas prácticas; Clemente XI (1704, 1710, y con la Constitución Ex illa die de 1715) los prohibió insistentemente y exigió de los misioneros un juramento de obediencia a la constitución de condena; hasta que por fin el papa Benedicto XIV, con su bula Ex qua die del 11 febrero de 1742, zanjó definitivamente la cuestión condenando los llamados ritos chinos e impuso a los misioneros un juramento categórico de fidelidad. En esta bula pueden leerse frases y acusaciones muy duras contra los jesuitas, a los que se tacha de desobedientes y capciosos. El papa Pío XII abrió, entre 1935 y 1939, el debate sobre la licitud de aquellos ritos y, el 8 diciembre de 1939, declaró oficialmente la licitud de los mismos, posición que selló con la Encíclica Summi Pontificatus (v. n. 35), comenzando por los ritos para la Manchuria, Japón, China y, en 1940, permitió los ritos de la India y anuló el juramento impuesto por Benedicto XIV.
Cabe destacar la cantidad de documentos condenatorios, el juramento de obediencia, las duras expresiones pontificias y la vigencia por casi tres siglos de las condenas a estos ritos. Con todo, notemos las palabras del decreto de 8 dic. 1939, redactado por la Congregación de Propaganda Fide: “Es ya conocido cómo en las regiones de Oriente, algunas ceremonias, ligadas quizá antes a ritos gentiles, en la actualidad, por el cambio secular de las costumbres y de los ánimos, conservan un sentido civil tan sólo, de piedad para con los antepasados, de amor a la patria, o de cortesía para con los demás». El decreto se había hecho después de una consulta a la República china que afirmó que los ritos no tenían significado religioso.
Estamos ante un juicio moral particular que ha cambiado instrínsecamente, sin afectar la inmutabilidad del principio expresado en la premisa mayor del silogismo. La mutación se da en la premisa menor, condicionada por elementos variables en el tiempo (“en la actualidad”, diferente de “antes”), debida a nuevas circunstancias temporales (“cambio secular de las costumbres”), que alteran el significado de los ritos e impiden considerarlos como ceremonias idolátricas o supersticiosas.
III. Actitudes ante la reforma de lo reformable. Cuando se produce una alteración de la disciplina o de las aplicaciones concretas de la doctrina católica es posible una actitud motivada en el prejuicio cronolátrico, que describiera con acierto Maritain en su libro “El campesino del Garona”. Una de las formas de este prejuicio es el hodiernismo (el culto al hoy, hodie): se basa en la convicción a priori de que “cualquier tiempo pasado fue peor”. El progreso sólo es posible en la medida en que se abandona el pasado, malo por definición, y se repudian las tradiciones. La norma suprema del hodiernismo es “estar al día”, porque lo bueno es “lo actual”. Y lo malo, es “lo pasado”, que por el mero hecho de serlo debe ser considerado como “ya superado”. Otra de las formas que puede asumir el prejuicio cronolátrico es el preterismo (el culto al pasado, praeteritus) que es una actitud formalmente idéntica, en la que cambia el objeto material, basada también en una convicción a priori: “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Para el preterismo poco importa que lo nuevo implique un verdadero progreso, un positivo enriquecimiento; se lo rechaza por no ser idéntico a lo precedente.
Ambas actitudes son erróneas porque implican una suerte de fijismo que cristaliza lo que por naturaleza es contingente y mutable. A veces, la disciplina eclesiástica o el Magisterio han reforzado -tal vez sin quererlo- estas actitudes fijistas. Así ha ocurrido cuando, por ejemplo, para consolidar una reforma se ha prohibido toda clase de discusión y crítica sobre ella. O bien cuando no se ha tratado de dar suficientes explicaciones sobre la naturaleza del cambio y los motivos que lo justifican.
La actitud que se pide a los católicos respecto de la disciplina y de las enseñanzas conjugadas con elementos contingentes es una “…voluntad de asentimiento leal” (n.24) que no es incompatible con el pedido de explicaciones e incluso con la sana crítica. Porque existe un derecho de “…los fieles, en relación con sus Pastores, a manifestarles sus necesidades y sus deseos (c.212 § 2). A este derecho (Christifidelibus integrum est) corresponde el deber de la jerarquía de escuchar y prestar la debida atención a las peticiones, necesidades y deseos de los fieles que les están encomendados. Se trata de una consecuencia y derivación lógica de su misión servicial (LG 32 y 37). La realización práctica de este derecho y deber deberá establecerse con normas concretas y prácticas, acomodadas a personas, tiempos y lugares. Pero no puede quedar en mera proclamación de un principio. Es claro que el derecho de los fieles a ser oídos en sus peticiones y deseos no lleva consigo la obligación de acceder, siempre y necesariamente, a todo lo que se les pide. Pero, al menos, parece que, salvo casos excepcionales, tienen derecho a una respuesta razonada… La manifestación sensata y respetuosa de la opinión en la Iglesia debería ser un hecho de vigencia normal, sin exagerados miedos a que puedan afectar a la unidad de la Iglesia y a su estructura jerárquica. Una cosa es la unidad necesaria y otra la uniformidad apersonalista. La manifestación sensata y humilde de la opinión personal y pública en la Iglesia debería presumirse que no afecta a la integridad de la fe, ni carece del debido respeto a la jerarquía, mientras no se demuestre lo contrario, sobre todo si aquello sobre lo que se opina está fuera de lo dogmático y entra dentro de lo opinable y de lo discutible.” (Profesores de Derecho Canónico de la Pontificia Universidad de Salamanca. Derecho canónico. BAC, Madrid: 2006. Tomo I,  ps. 168-169).
P.S.: cabe anticiparse a una objeción a esta entrada. Desde lo que Gherardini ha denominado como asunción acrítica y celebrativa del Vaticano II todas las novedades del Vaticano II podrían reducirse a disciplina eclesiástica y/o aplicaciones concretas de doctrinas definitivas. Sin duda, algunas de las novedades del último Concilio pueden reducirse a estas dos categorías; y su dogmatización indebida es un error de perspectiva teológica que contribuye al agravamiento de los problemas ya por todos conocidos. Pero no todas las novedades conciliares encuadran en estas categorías. Cabe mencionar, por ejemplo, las enseñanzas del último Concilio referidas al Colegio Episcopal como sujeto de la suprema potestad en la Iglesia: son de índole doctrinal y abstracta, cualquiera sea el juicio que merezcan sobre su homogeneidad.