Reforma de lo reformable y continuidad
I. En general, reformar es volver
a formar, rehacer, modificar algo, con la intención de mejorarlo. En la Iglesia
hay doctrinas que son en sí mismas irreformables o definitivas. El Magisterio extraordinario,
pontificio o conciliar, y el Magisterio Ordinario y Universal, además de infalibles, contienen enseñanzas definitivas y no
reformables. Esto quiere decir que no es posible modificarlas de manera intrínseca y substancial, alterando contradictoriamente su sentido, aunque sea
posible una evolución extrínseca, homogénea,
y nuevas formulaciones perfectivas. Admitir una reforma substancial de doctrinas
definitivas sería destructivo para el dogma y revelaría en una concepción
historicista de la verdad. Así, por ejemplo, la Iglesia enseña que la idolatría
es un acto intrínsecamente malo; que está prohibido siempre por Dios y que ninguna
circunstancia puede justificarlo. No es admisible, por tanto, reformar la
enseñanza al punto de afirmar una doctrina de sentido opuesto, como sería, por
ejemplo: la idolatría es un acto intrínsecamente bueno.
Pero también existe en la Iglesia
un ámbito de lo reformable, dentro del cual cabe la posibilidad de un
cambio substancial. Dos capítulos merecen especial mención:
1. Disciplina eclesiástica.
Este ámbito no ofrece mayores dificultades y es fácil comprender que
las disposiciones meramente disciplinarias de la
Iglesia admiten mutación substancial con el paso del tiempo. Ejemplos:
una
conducta, como la de consagrar obispos sin mandato pontificio, puede ser
lícita en una época determinada y luego ser castigada como un
delito en otra; un libro puede ser incluido en el Index
por un Papa, y por efecto de una reconsideración del caso, el mismo u
otro pontífice, puede dejar sin efecto la prohibición; una fiesta
litúrgica puede ser
obligatoria y de precepto, y luego dejar de serlo, etc. Los ejemplos
podrían
multiplicarse. En todos, la posibilidad de un cambio substancial es
clara, aunque siempre dentro de ciertos límites fijados por el derecho
divino.
2. Aplicaciones de la doctrina.
Existen
principios universales no reformables, definitivos, que no pueden
cambiar substancialmente, que el Magisterio enseña de modo constante.
Pero también el
Magisterio puede hacer aplicación de esos principios a diversas
circunstancias
culturales, que son mutables en función las circunstancias. Estas
aplicaciones concretas son fruto de un silogismo. La premisa mayor del
silogismo es un principio general. La menor se deriva elementos no
propiamente
doctrinales, de naturaleza circunstancial. La conclusión puede
variar en función de la premisa menor. Veamos un ejemplo en el ámbito de
la moral:
Premisa mayor: la idolatría es un
acto intrínsecamente malo.
Premisa menor: estos gestos concretos son actos de idolatría.
Conclusión: luego, estos gestos son intrínsecamente malos.
La conclusión del silogismo es un
juicio moral particular que puede cambiar, incluso contradictoriamente, sin
afectar la inmutabilidad del principio expresado en la premisa mayor. Veamos un
caso paradigmático: el de los denominados ritos
chinos.
II. Los ritos chinos: condena y rehabilitación. Se llama ritos chinos a un variado conjunto de
ceremonias tradicionales consideradas actos de idolatría, superstición o abusos
litúrgicos. Pertenecían a la estructura de la sociedad china y estaban
orientadas a honorar a Confucio, a los muertos y los genios de la ciudad. Los ritos
procuraban que cada familia conservara la representación de sus muertos,
delante de los cuales todos se inclinaban, ofrecían incienso, perfume y
encendían velas, etc.
Estos ritos suscitaron una célebre
controversia. La raíz de esta puede encontrarse en el diverso método de
evangelización seguido por los misioneros. Los jesuitas querían seguir su
propio método apostólico basado en la adaptación misionera, que tendía a
aprovechar cuanto hubiera de aprovechable en los pueblos de misión, y que
podría quedar condensado en esta doble función: adaptar lo nuestro a lo suyo, y
adoptar lo suyo en lo nuestro, siempre que pudiera ser integrado en el
cristianismo. Pero no faltaron, dentro y fuera de la Compañía de Jesús,
impugnadores de este método aplicado en China.
En 1631 llegaron al país asiático
los primeros dominicos y poco después los franciscanos y otros misioneros que,
en general, no aprobaban los métodos de los jesuitas. Las cosas se agravaron
cuando en 1641 se expulsó de China a todos los misioneros, menos a los
jesuitas; el dominico expulsado Juan B. Morales acudió a Roma y denunció los
ritos chinos promovidos por los jesuitas como idolátricos, por lo que la
Congregación de Propaganda Fide los
condenó en 1645. Los jesuitas recurrieron y así comenzó una interminable
polémica, entre defensores y adversarios de los ritos chinos, que terminó un
siglo después con Benedicto XIV. La historia de la condena a los ritos chinos es rica
en antecedentes. En diferentes ocasiones los papas los reprobaron: Inocencio X (1645) prohibió el uso de estas prácticas;
Clemente XI (1704, 1710, y con la Constitución Ex illa die de 1715) los
prohibió insistentemente y exigió de los misioneros un juramento de obediencia
a la constitución de condena; hasta que por fin el papa Benedicto XIV, con su
bula Ex qua die del 11 febrero de
1742, zanjó definitivamente la cuestión condenando los llamados ritos chinos e
impuso a los misioneros un juramento categórico de fidelidad. En esta bula
pueden leerse frases y acusaciones muy duras contra los jesuitas, a los que se
tacha de desobedientes y capciosos. El papa Pío XII abrió, entre 1935 y
1939, el debate sobre la licitud de aquellos ritos y, el 8 diciembre de 1939,
declaró oficialmente la licitud de los mismos, posición que selló con la
Encíclica Summi Pontificatus (v. n. 35), comenzando por los ritos para la
Manchuria, Japón, China y, en 1940, permitió los ritos de la India y anuló el
juramento impuesto por Benedicto XIV.
Cabe destacar la cantidad
de documentos condenatorios, el juramento de obediencia, las duras expresiones
pontificias y la vigencia por casi tres siglos de las condenas a estos ritos. Con todo,
notemos las palabras del decreto de 8 dic. 1939, redactado por la Congregación de
Propaganda Fide: “Es ya conocido cómo
en las regiones de Oriente, algunas
ceremonias, ligadas quizá antes a ritos gentiles, en la actualidad,
por el cambio secular de las costumbres y de los ánimos, conservan un sentido
civil tan sólo, de piedad para con los antepasados, de amor a la patria, o de
cortesía para con los demás». El decreto se había hecho después de una consulta a la República china que afirmó que los ritos no tenían significado religioso.
Estamos ante un juicio moral
particular que ha cambiado instrínsecamente, sin afectar la inmutabilidad
del principio expresado en la premisa mayor del silogismo. La mutación se
da en la premisa menor, condicionada por elementos variables en el tiempo (“en la actualidad”, diferente
de “antes”), debida a nuevas circunstancias temporales (“cambio secular de las
costumbres”), que alteran el significado de los ritos e impiden
considerarlos como ceremonias idolátricas o supersticiosas.
III. Actitudes ante la reforma de lo reformable. Cuando se produce una alteración de la
disciplina o de las aplicaciones concretas de la doctrina católica es posible
una actitud motivada en el prejuicio
cronolátrico, que describiera con acierto Maritain en su libro “El campesino del Garona”. Una de las
formas de este prejuicio es el hodiernismo
(el culto al hoy, hodie): se basa en
la convicción a priori de que “cualquier
tiempo pasado fue peor”. El progreso sólo es posible en la medida en que se abandona
el pasado, malo por definición, y se repudian las tradiciones. La norma
suprema del hodiernismo es “estar al día”, porque lo bueno es “lo actual”. Y lo
malo, es “lo pasado”, que por el mero hecho de serlo debe ser considerado como “ya
superado”. Otra de las formas que puede asumir el prejuicio cronolátrico es el preterismo (el culto al pasado, praeteritus) que es una actitud
formalmente idéntica, en la que cambia el objeto material, basada también en una
convicción a priori: “cualquier
tiempo pasado fue mejor”. Para el preterismo poco importa que lo nuevo
implique un verdadero progreso, un positivo enriquecimiento; se lo
rechaza por no ser idéntico a lo precedente.
Ambas actitudes son erróneas
porque implican una suerte de fijismo que cristaliza lo que por naturaleza es contingente y mutable. A veces, la
disciplina eclesiástica o el Magisterio han reforzado -tal vez sin quererlo- estas actitudes fijistas. Así ha ocurrido
cuando, por ejemplo, para consolidar una reforma se ha prohibido toda clase de
discusión y crítica sobre ella. O bien cuando no se ha tratado de dar
suficientes explicaciones sobre la naturaleza del cambio y los motivos que lo
justifican.
La actitud que se pide a los
católicos respecto de la disciplina y de las enseñanzas conjugadas con elementos contingentes es una “…voluntad de
asentimiento leal” (n.24)
que no es incompatible con el pedido de explicaciones e incluso con la
sana crítica. Porque existe un derecho de “…los fieles, en
relación con sus Pastores, a manifestarles sus necesidades y sus deseos
(c.212
§ 2). A
este derecho (Christifidelibus integrum
est) corresponde el deber de la jerarquía de escuchar y prestar la debida atención
a las peticiones, necesidades y deseos de los fieles que les están
encomendados. Se trata de una consecuencia y derivación lógica de su misión
servicial (LG 32 y 37). La realización práctica de este derecho y deber deberá
establecerse con normas concretas y prácticas, acomodadas a personas, tiempos y
lugares. Pero no puede quedar en mera proclamación de un principio. Es claro
que el derecho de los fieles a ser oídos en sus peticiones y deseos no lleva consigo
la obligación de acceder, siempre y necesariamente, a todo lo que se les pide.
Pero, al menos, parece que, salvo casos excepcionales, tienen derecho a una
respuesta razonada… La manifestación sensata y
respetuosa de la opinión en la Iglesia debería ser un hecho de vigencia normal,
sin exagerados miedos a que puedan afectar a la unidad de la Iglesia y a su
estructura jerárquica. Una cosa es la unidad necesaria y otra la uniformidad
apersonalista. La manifestación sensata y humilde de la opinión personal y pública
en la Iglesia debería presumirse que no afecta a la integridad de la fe, ni
carece del debido respeto a la jerarquía, mientras no se demuestre lo
contrario, sobre todo si aquello sobre lo que se opina está fuera de lo
dogmático y entra dentro de lo opinable y de lo discutible.” (Profesores de Derecho Canónico de la Pontificia
Universidad de Salamanca. Derecho
canónico. BAC, Madrid: 2006. Tomo I, ps. 168-169).
P.S.: cabe anticiparse a una
objeción a esta entrada. Desde lo que Gherardini ha denominado como asunción acrítica y celebrativa del Vaticano II todas
las novedades del Vaticano II podrían reducirse a disciplina eclesiástica y/o aplicaciones
concretas de doctrinas definitivas. Sin duda, algunas
de las novedades del último Concilio pueden reducirse a estas dos categorías; y
su dogmatización indebida es un error de perspectiva teológica que contribuye al
agravamiento de los problemas ya por todos conocidos. Pero no todas las novedades conciliares
encuadran en estas categorías. Cabe mencionar, por ejemplo, las enseñanzas del
último Concilio referidas al Colegio Episcopal como sujeto de la suprema potestad
en la Iglesia: son de índole doctrinal y abstracta, cualquiera sea el juicio que merezcan
sobre su homogeneidad.