Agradecemos envios que recuerdan patriadas
Crónicas de la historia
Una calurosa mañana de 1826...
El
19 de febrero de 1826 los vecinos de la ciudad de Buenos Aires
contemplaron con algo de asombro y un cierto
toque de indiferencia a una caravana de carretas precedida por hombres
de a caballo, que ingresaba a la ciudad de Buenos Aires. No era una
tropa de
reseros, no eran gauchos venidos desde alguna estancia, no eran
comerciantes o proveedores de la pulpería. Había en ellos, a pesar de
las ropas gastadas y polvorientas, a pesar de las barbas crecidas y el
visible deterioro físico de algunos, una gallardía, una dignidad íntima,
una cierta altivez en la mirada que provocaba inquietud y desconcierto.
Pronto un rumor empezó a circular entre los vendedores ambulantes, los
troperos de la plaza, algunos parroquianos de los bares de la zona, las
chinas que marchaban con los atados de ropa para lavar en la costa. Esos
hombres de mirada hosca, mal entrazados, eran, nada más y nada menos,
los granaderos de San Martín que regresaban a su ciudad luego de catorce
años de ausencia.
En
efecto, mil hombres
del flamante cuerpo de granaderos marcharon en su momento a Mendoza
para incorporarse al Ejército de los Andes. Desde ese momento el
regimiento estuvo en todas y no faltó a ninguna. Peleó en Chile, Perú,
Ecuador, Colombia y Bolivia. Ganaron y perdieron batallas, pelearon bajo
los rayos del sol y en medio de tormentas y borrascas; no dieron ni
pidieron cuartel. Mataron y murieron sin otra causa que la de la patria.
De sus filas salieron generales, oficiales y soldados valientes.
Bolívar, Sucre y Santander ponderaron su disciplina, su coraje, ese
orgullo íntimo que exhibían por ser granaderos. San Martín, tan ajeno a
los elogios fáciles, dijo de ellos: “De lo que mis granaderos son
capaces de hacer, sólo yo lo sé; habrá quien los iguale, quien los
supere, no”. Don José sabía de lo que hablaba.
Pero
regresemos al lunes 19 de febrero de 1826. Hacía calor en Buenos Aires,
y cerca del mediodía no era mucha la gente que se paseaba por la zona
de la Recova y la Plaza Mayor. A los rigores de la temperatura, se
sumaban los avatares de la política. Bernardino de Rivadavia acababa de
asumir la presidencia, un mandato otorgado por un Congreso que ya
empezaba a ser impugnado por buenas y malas razones. Desde hacía unos
meses, Brasil nos había declarado la guerra y, para escándalo de los
ganaderos federales, el Congreso había iniciado el debate para
capitalizar la ciudad de Buenos Aires..
No,
no eran buenos
aires los que soplaban en el Río de la Plata en esa calurosa mañana.
Los vientos de la guerra soplaban amenazantes. La guerra contra Brasil,
pero también las guerras civiles. Ni el gobierno ni los opositores
tenían ganas de recibir visitas inoportunas, visitas que recordaran
tiempos viejos y al nombre de San Martín; un nombre incómodo para una
ciudad que no le perdonaba no haber movilizado a las tropas en Chile
para defender a Buenos Aires del ataque de las montoneras federales de
López y Ramírez.
La
caravana llegó hasta la Plaza Mayor, los hombres ataron los fletes en
los palenques y se protegieron de los rayos del sol bajo la sombra de la
Recova. Nadie salió a recibirlos; no hubo ni ceremonias oficiales ni
privadas. Nadie los esperaba y nadie parecía
tener muchas ganas de hablar con ellos.
Ellos tampoco se quejaron o levantaron la voz. Estaban acostumbrados a
las ingratitudes.
Repuestos del viaje, el “trompa” Miguel Chepoya hace sonar su trompeta -la misma que vibró en San Lorenzo- frente a la Pirámide de Mayo. Algunos vecinos miran con desconcierto y algo de temor a estos “rotosos” que se comportan de un modo algo extravagante. ¿A quién se le ocurre hacer sonar una corneta ridícula un lunes a la siesta? Es verdad, ¿a quién se le puede ocurrir semejante cosa en el Buenos Aires de 1826? Después, en rigurosa formación, marchan hacia el Parque de Retiro donde dejan sus arreos. Sólo algunos curiosos los acompañan. Ni formación especial ni comitivas oficiales. Una semana después, la Gaceta Mercantil les dedica algunos renglones.. Nada más. Tampoco ellos piden más. El único orgullo que se permiten estos hombres es ser soldados de San Martín y pertenecer al regimiento que para el Libertador era, como se decía entonces, la niña de sus ojos. La mayoría de ellos no conoce los entremeses de la política criolla. Seguramente no sabe quién es Rivadavia o Rosas; les basta con saber que conocieron a San Martín y que fueron sus soldados. Motivos tenían para estar orgullosos. Su destino militar en los últimos años estuvo unido a las guerras de la independencia. No faltaron a ninguna cita. Combatieron en Vilcapugio, Ayohuma, Sipe Sipe; desfilaron orgullosos por las calles de Montevideo; estuvieron en San Lorenzo, Chacabuco, Maipú y Cancha Rayada. Después se lucieron en Río Bamba. Pichincha, Junín y Ayacucho. El balance es elocuente: ciento diez batallas en las costillas.
Luego iniciaron el regreso a Buenos Aires. El 10 de julio de 1825 llegaron a Valparaíso bajo las órdenes del coronel Félix Bogado. Nada les resultó fácil. Ni en Valparaíso ni en Santiago los esperaban. Les habían prometido pagarles los sueldos atrasados y no lo hicieron; les habían prometido trasladarlos con las comodidades del caso, y tampoco lo hicieron. El coronel Bogado discutió con políticos chilenos y diplomáticos argentinos. El reclamo era más que modesto: caballos y carretas para regresar a Buenos Aires. Recién en Mendoza, un señor llamado Toribio Barrionuevo, sacó de sus bolsillos unos pesos para financiar el regreso. El 13 de enero de 1826 salieron de Mendoza en una caravana de veintitrés carretas. Antes de partir, Bogado ordenó un recuento de armas y pertenencias: 86 sables, 55 lanzas, 84 morriones y 102 monturas. Setenta y ocho hombres son los que llegaron a Buenos Aires. De ellos, siete estuvieron desde el principio. Importa recordar los nombres de estos muchachos: Félix Bogado, Paulino Rojas, Francisco Olmos, Segundo Patricio Gómez, Dámaso Rosales, Francisco Vargas y Miguel Chepoya. Dos meses después, Rivadavia se acuerda de ellos y los designa escolta presidencial. Pero las desconfianzas y recelos persisten. Finalmente se corta por lo sano y los disuelven.
Repuestos del viaje, el “trompa” Miguel Chepoya hace sonar su trompeta -la misma que vibró en San Lorenzo- frente a la Pirámide de Mayo. Algunos vecinos miran con desconcierto y algo de temor a estos “rotosos” que se comportan de un modo algo extravagante. ¿A quién se le ocurre hacer sonar una corneta ridícula un lunes a la siesta? Es verdad, ¿a quién se le puede ocurrir semejante cosa en el Buenos Aires de 1826? Después, en rigurosa formación, marchan hacia el Parque de Retiro donde dejan sus arreos. Sólo algunos curiosos los acompañan. Ni formación especial ni comitivas oficiales. Una semana después, la Gaceta Mercantil les dedica algunos renglones.. Nada más. Tampoco ellos piden más. El único orgullo que se permiten estos hombres es ser soldados de San Martín y pertenecer al regimiento que para el Libertador era, como se decía entonces, la niña de sus ojos. La mayoría de ellos no conoce los entremeses de la política criolla. Seguramente no sabe quién es Rivadavia o Rosas; les basta con saber que conocieron a San Martín y que fueron sus soldados. Motivos tenían para estar orgullosos. Su destino militar en los últimos años estuvo unido a las guerras de la independencia. No faltaron a ninguna cita. Combatieron en Vilcapugio, Ayohuma, Sipe Sipe; desfilaron orgullosos por las calles de Montevideo; estuvieron en San Lorenzo, Chacabuco, Maipú y Cancha Rayada. Después se lucieron en Río Bamba. Pichincha, Junín y Ayacucho. El balance es elocuente: ciento diez batallas en las costillas.
Luego iniciaron el regreso a Buenos Aires. El 10 de julio de 1825 llegaron a Valparaíso bajo las órdenes del coronel Félix Bogado. Nada les resultó fácil. Ni en Valparaíso ni en Santiago los esperaban. Les habían prometido pagarles los sueldos atrasados y no lo hicieron; les habían prometido trasladarlos con las comodidades del caso, y tampoco lo hicieron. El coronel Bogado discutió con políticos chilenos y diplomáticos argentinos. El reclamo era más que modesto: caballos y carretas para regresar a Buenos Aires. Recién en Mendoza, un señor llamado Toribio Barrionuevo, sacó de sus bolsillos unos pesos para financiar el regreso. El 13 de enero de 1826 salieron de Mendoza en una caravana de veintitrés carretas. Antes de partir, Bogado ordenó un recuento de armas y pertenencias: 86 sables, 55 lanzas, 84 morriones y 102 monturas. Setenta y ocho hombres son los que llegaron a Buenos Aires. De ellos, siete estuvieron desde el principio. Importa recordar los nombres de estos muchachos: Félix Bogado, Paulino Rojas, Francisco Olmos, Segundo Patricio Gómez, Dámaso Rosales, Francisco Vargas y Miguel Chepoya. Dos meses después, Rivadavia se acuerda de ellos y los designa escolta presidencial. Pero las desconfianzas y recelos persisten. Finalmente se corta por lo sano y los disuelven.
Veamos
el destino de estos sobrevivientes:
Félix
Bogado, paraguayo y lanchero, se inició como
soldado raso en San Lorenzo y concluyó su carrera militar con el grado
de coronel. Cada ascenso lo logró en el campo de batalla. San Martín lo
hizo teniente coronel y Bolívar, coronel. Murió en mayo de 1829 en San
Nicolás. Estaba pobre y tuberculoso. Hoy un pueblo y numerosas calles lo
recuerdan, pero en su momento nadie se acordó de él. El “trompa” Miguel
Chepoya, iniciado en San Lorenzo, se dio el lujo de hacer sonar su
trompeta en Ituzaingó. Es la última vez que lo hizo. Murió en su ley.
Peleando contra un enemigo extranjero. José Paulino Rojas era cordobés.
También estuvo en todas y en todas fue respetado por su coraje. Ninguna
de esas virtudes alcanzaron para salvarle la vida. Rojas, enredado en
las guerras civiles, murió fusilado en 1835.
De los otros, es decir de Vargas, Rosales, Olmos y Gómez no dispongo de datos. Es probable que mucho no haya. Por lo general, las grandes biografías no se escriben con las peripecias de estos hombres, cuyo exclusivo patrimonio son las cicatrices ganadas en los campos de batalla. Después, mucho después, llegarán los reconocimientos y los honores. Bartolomé Mitre dirá del Regimiento de Granaderos: “Concurrió a todas las grandes batallas de la independencia. Dio a América diecinueve generales y más de doscientos jefes y oficiales en el transcurso de la Revolución. Y después de entregar su sangre y sembrar sus huesos desde el Plata hasta Pichincha, se paró sobre su esqueleto y los soldados regresaron a sus hogares trayendo su viejo estandarte bajo el mando de uno de sus últimos soldados ascendidos en el espacio de trece años de campaña”. Buenas y bellas palabras, para hombres que aquel lunes de febrero de 1826 ni siquiera recibieron el saludo de los perros que entonces vagaban libres y salvajes por las calles de Buenos Aires.
De los otros, es decir de Vargas, Rosales, Olmos y Gómez no dispongo de datos. Es probable que mucho no haya. Por lo general, las grandes biografías no se escriben con las peripecias de estos hombres, cuyo exclusivo patrimonio son las cicatrices ganadas en los campos de batalla. Después, mucho después, llegarán los reconocimientos y los honores. Bartolomé Mitre dirá del Regimiento de Granaderos: “Concurrió a todas las grandes batallas de la independencia. Dio a América diecinueve generales y más de doscientos jefes y oficiales en el transcurso de la Revolución. Y después de entregar su sangre y sembrar sus huesos desde el Plata hasta Pichincha, se paró sobre su esqueleto y los soldados regresaron a sus hogares trayendo su viejo estandarte bajo el mando de uno de sus últimos soldados ascendidos en el espacio de trece años de campaña”. Buenas y bellas palabras, para hombres que aquel lunes de febrero de 1826 ni siquiera recibieron el saludo de los perros que entonces vagaban libres y salvajes por las calles de Buenos Aires.
MORALEJA:
“Ante el peligro se acude a Dios y al
Soldado.
Cuando el peligro ha pasado,
Dios es olvidado
y el Soldado despreciado”