jueves, 1 de mayo de 2014

Apuntes sobre el mito – Por Agustín Laje

Apuntes sobre el mito – Por Agustín Laje

agus5Por Agustín Laje (*)
Quizá a contrapelo de lo que ocurre en otras áreas del conocimiento y la experiencia humana, la importancia del mito en la política continúa siendo lo suficientemente relevante como para poner en duda el “desencantamiento del mundo” que anunciara Max Weber en su conocido ensayo “La ciencia como vocación”.
No interesa, en este sentido, efectuar desde estas líneas un juicio ético o epistemológico sobre el mito. Antes bien, preferimos tomar al mito como una nota cultural de nuestros tiempos, caracterizados por la bipolaridad que atraviesa al pensamiento moderno −tras la irrupción de las corrientes romanticistas que vinieron a cuestionar los valores de la ilustración−, destacada por Gadamer precisamente como una “oposición entre mito y razón”.
Es dable reconocer que esta permanencia y, aún más, esta multiplicación de los mitos en la moderna sociedad de masas, fue prevista por Marx en carta a Kugelman, en la que ya advertía: “Hasta el presente se creía que la formación de los mitos cristianos en el Impero romano había sido posible porque, hasta entonces, no se había inventado la imprenta. Es todo lo contrario. La prensa cotidiana y el telégrafo, que esparcen sus invenciones por todo el universo en un abrir y cerrar de ojos, fabrican en un día más mitos (que el rebaño de burgueses acepta y difunde) que los que aparecían antiguamente en un siglo”. Marx quizá en ese momento no lo sabía, pero su escatológica “sociedad sin clases” conformaría uno de los mitos más destructivos de la historia del hombre pocas décadas más tarde.
El mito, en sentido amplio, es un discurso social que condensa experiencias del hombre que son reacias, por motivos de distinta índole, a ser expresadas con arreglo a la razón. El mito político, como subespecie del mito, constituye entonces el elemento épico de la política, traduciendo en lenguaje fantástico y sentimental una lista variable de elementos: ideas, sucesos históricos, relatos utópicos, personajes históricos, personajes ficticios, etc. Como afirma Sebreli, “el mito es un espacio vacío que puede ser ocupado por los más diversos significados”.[1]
A su vez, el mito político puede ser entendido como un elemento del discurso ideológico, si por ideología entendemos un conjunto de ideas acerca del mundo político y social, que pueden estar de conformidad con el orden establecido o bien en sus antípodas, cuyo deber ser es el punto de partida para leer el ser, y que involucran no sólo abstracciones académicas –lo que en todo caso caracterizaría a una doctrina y no a una ideología– sino también una pluralidad de elementos que simplifican tales abstracciones únicamente accesibles a las élites intelectuales, haciéndolas aprehensibles por el grueso social. Este vínculo entre mito e ideología es previsto por Barthes, para quien los mitos constituyen “una práctica discursiva que, como mínimo, refleja, y en general ayuda a reinscribir, una ideología particular”.[2]
Así las cosas, el mito político representa el elemento ideológico que corre por el carril que se dirige a la dimensión afectiva del hombre, sustancialmente distinto del carril por el cual corre el argumento político empírico, dirigido fundamentalmente a la razón humana. Leenhardt explica que “el mito es sentido −vivido antes de su inteligibilidad y formulación. Es la palabra, la figura, el gesto, que circunscriben el hecho en el corazón del hombre, emotivo, como un niño”.[3]
La hegemonía que mantiene el pensamiento económico en el interior de la derecha ha ido despojando de elementos ideológicos (entre ellos, el mito) a las diversas corrientes de pensamiento que se podrían inscribir dentro de tal categoría. En efecto, el economicismo ha ido vaciando de épica a la derecha, fundamentalmente a su vertiente liberal. Y no podemos dejar de señalar la curiosa paradoja que de ello resulta: proponer una defensa ultrarracional de un sistema como el capitalista, nacido al calor de la ética religiosa como demostrara Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo es, cuando menos, una pésima estrategia y un flagrante contrasentido.
El mito está destinado a cumplir, grosso modo, tres funciones sociales: la atracción hacia el interior de un grupo, que se traduce en mayor cohesión entre sus miembros (Antonio Castagno asevera que el mito político “actúa como factor integrador, es decir capaz de convertir a la pluralización de hombres y de grupos en una unidad”[4]); la atracción que provoca en el exterior del grupo, que se traduce en nuevas incorporaciones al mismo de modo permanente; y la simplificación de las abstracciones que, pensadas por los intelectuales, deben traducirse a imágenes inteligibles por la afectividad humana. Al respecto, Eric Selbin destaca que “es poco probable que las personas sean movilizadas por conceptos teóricos, secos y distantes”.[5] Aunque, es necesario decirlo, de ello no debe seguirse que el rol del teórico sea despreciable. Más bien, todo lo contrario: la función simplificadora del mito sería imposible de no contar con ningún objeto teórico que simplificar.
Pensemos por ejemplo en el mito de la “huelga general” de Georges Sorel, que representaba el clímax de la lucha de los proletariados teorizada por el marxismo contra el capitalismo en virtud de la cual, tras abandonar aquéllos colectivamente los puestos de trabajo, le infringirían un golpe de muerte al sistema. En efecto, asistía mucha verdad a Sorel cuando explicaba que “en modo alguno basta el lenguaje para lograr resultados; hay que apelar a conjuntos de imágenes capaces de evocar, en conjunto y por mera intuición, antes de cualquier análisis reflexivo, la masa de los sentimientos que corresponde a las diversas manifestaciones de la guerra entablada por el socialismo contra la sociedad moderna”.[6]
Lo más próximo a un mito que tuvo en los últimos años el liberalismo –su proximidad al mito soreliano llama nuestra atención– fue la “huelga general” no de los trabajadores manuales, sino de los “hombres de la mente” en La rebelión de Atlas de Ayn Rand, quienes tras soportar la explotación del parasitismo colectivista deciden retirarse del mundo y dejar que éste perezca bajo el destructivo código moral de la izquierda. La fuerza que tal relato ha tenido es innegable: la obra en cuestión no sólo ha sido considerada por el Congreso de los Estados Unidos como el segundo libro más influyente en los norteamericanos después de la Biblia, sino que es la actual puerta ingreso al liberalismo para muchos jóvenes. El problema es que, aun así, al liberalismo le alcanza un solo dedo para contar su único mito, mientras a la izquierda no le alcanzan los dedos de ambas manos para contar los propios.
Si la “batalla cultural” que tan bien comprende y lleva adelante la izquierda se basa, como toda batalla, en movimientos defensivos y ofensivos, entonces la derecha debería comprender que el mito es un arma sumamente poderosa puesto que, como afirma Eugenio del Río, “no es fácil imaginar un movimiento popular amplio, duradero y arraigado que no esté alimentado por fuerzas míticas”[7]. En efecto, de lo que se trata es de desarticular los mitos del contrincante pero también de edificar los propios. Quien abandona el mito como recurso político se asemeja al soldado que arroja su armamento y se dispone a luchar a cuerpo contra un pelotón armado hasta los dientes.
En fin, resulta evidente que la derecha precisa de nuevo oxígeno intelectual capaz de redefinir su estrategia en el nuevo milenio, tal como lo hizo el marxismo en su camino hacia el posmarxismo. Caso contrario, aquélla terminará como el soldado desarmado en medio de una “batalla cultural” que todavía no termina de comprender.
(*) Agustín Laje dirige el Centro de Estudios LibRe, y es co-autor del libro “Cuando el relato es una FARSA”.
Twitter: @agustinlaje