Apuntes sobre el mito – Por Agustín Laje
Quizá a contrapelo de lo que ocurre en otras áreas del conocimiento y
la experiencia humana, la importancia del mito en la política continúa
siendo lo suficientemente relevante como para poner en duda el
“desencantamiento del mundo” que anunciara Max Weber en su conocido
ensayo “La ciencia como vocación”.
No interesa, en este sentido, efectuar desde estas líneas un juicio
ético o epistemológico sobre el mito. Antes bien, preferimos tomar al
mito como una nota cultural de nuestros tiempos, caracterizados por la
bipolaridad que atraviesa al pensamiento moderno −tras la irrupción de
las corrientes romanticistas que vinieron a cuestionar los valores de la
ilustración−, destacada por Gadamer precisamente como una “oposición
entre mito y razón”.
Es dable reconocer que esta permanencia y, aún más, esta
multiplicación de los mitos en la moderna sociedad de masas, fue
prevista por Marx en carta a Kugelman, en la que ya advertía: “Hasta el
presente se creía que la formación de los mitos cristianos en el Impero
romano había sido posible porque, hasta entonces, no se había inventado
la imprenta. Es todo lo contrario. La prensa cotidiana y el telégrafo,
que esparcen sus invenciones por todo el universo en un abrir y cerrar
de ojos, fabrican en un día más mitos (que el rebaño de burgueses acepta
y difunde) que los que aparecían antiguamente en un siglo”. Marx quizá
en ese momento no lo sabía, pero su escatológica “sociedad sin clases”
conformaría uno de los mitos más destructivos de la historia del hombre
pocas décadas más tarde.
El mito, en sentido amplio, es un discurso social que condensa
experiencias del hombre que son reacias, por motivos de distinta índole,
a ser expresadas con arreglo a la razón. El mito político, como
subespecie del mito, constituye entonces el elemento épico de la
política, traduciendo en lenguaje fantástico y sentimental una lista
variable de elementos: ideas, sucesos históricos, relatos utópicos,
personajes históricos, personajes ficticios, etc. Como afirma Sebreli,
“el mito es un espacio vacío que puede ser ocupado por los más diversos
significados”.[1]
A su vez, el mito político puede ser entendido como un elemento del
discurso ideológico, si por ideología entendemos un conjunto de ideas
acerca del mundo político y social, que pueden estar de conformidad con
el orden establecido o bien en sus antípodas, cuyo deber ser es el punto de partida para leer el ser, y que involucran no sólo abstracciones académicas –lo que en todo caso caracterizaría a una doctrina
y no a una ideología– sino también una pluralidad de elementos que
simplifican tales abstracciones únicamente accesibles a las élites
intelectuales, haciéndolas aprehensibles por el grueso social. Este
vínculo entre mito e ideología es previsto por Barthes, para quien los
mitos constituyen “una práctica discursiva que, como mínimo, refleja, y
en general ayuda a reinscribir, una ideología particular”.[2]
Así las cosas, el mito político representa el elemento ideológico que
corre por el carril que se dirige a la dimensión afectiva del hombre,
sustancialmente distinto del carril por el cual corre el argumento
político empírico, dirigido fundamentalmente a la razón humana.
Leenhardt explica que “el mito es sentido −vivido antes de su
inteligibilidad y formulación. Es la palabra, la figura, el gesto, que
circunscriben el hecho en el corazón del hombre, emotivo, como un niño”.[3]
La hegemonía que mantiene el pensamiento económico en el interior de
la derecha ha ido despojando de elementos ideológicos (entre ellos, el
mito) a las diversas corrientes de pensamiento que se podrían inscribir
dentro de tal categoría. En efecto, el economicismo ha ido vaciando de
épica a la derecha, fundamentalmente a su vertiente liberal. Y no
podemos dejar de señalar la curiosa paradoja que de ello resulta:
proponer una defensa ultrarracional de un sistema como el capitalista,
nacido al calor de la ética religiosa como demostrara Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo es, cuando menos, una pésima estrategia y un flagrante contrasentido.
El mito está destinado a cumplir, grosso modo, tres funciones
sociales: la atracción hacia el interior de un grupo, que se traduce en
mayor cohesión entre sus miembros (Antonio Castagno asevera que el mito
político “actúa como factor integrador, es decir capaz de convertir a la
pluralización de hombres y de grupos en una unidad”[4]);
la atracción que provoca en el exterior del grupo, que se traduce en
nuevas incorporaciones al mismo de modo permanente; y la simplificación
de las abstracciones que, pensadas por los intelectuales, deben
traducirse a imágenes inteligibles por la afectividad humana. Al
respecto, Eric Selbin destaca que “es poco probable que las personas
sean movilizadas por conceptos teóricos, secos y distantes”.[5]
Aunque, es necesario decirlo, de ello no debe seguirse que el rol del
teórico sea despreciable. Más bien, todo lo contrario: la función
simplificadora del mito sería imposible de no contar con ningún objeto
teórico que simplificar.
Pensemos por ejemplo en el mito de la “huelga general” de Georges
Sorel, que representaba el clímax de la lucha de los proletariados
teorizada por el marxismo contra el capitalismo en virtud de la cual,
tras abandonar aquéllos colectivamente los puestos de trabajo, le
infringirían un golpe de muerte al sistema. En efecto, asistía mucha
verdad a Sorel cuando explicaba que “en modo alguno basta el lenguaje
para lograr resultados; hay que apelar a conjuntos de imágenes capaces
de evocar, en conjunto y por mera intuición, antes de cualquier análisis
reflexivo, la masa de los sentimientos que corresponde a las diversas
manifestaciones de la guerra entablada por el socialismo contra la
sociedad moderna”.[6]
Lo más próximo a un mito que tuvo en los últimos años el liberalismo
–su proximidad al mito soreliano llama nuestra atención– fue la “huelga
general” no de los trabajadores manuales, sino de los “hombres de la
mente” en La rebelión de Atlas de Ayn Rand, quienes tras soportar
la explotación del parasitismo colectivista deciden retirarse del mundo
y dejar que éste perezca bajo el destructivo código moral de la
izquierda. La fuerza que tal relato ha tenido es innegable: la obra en
cuestión no sólo ha sido considerada por el Congreso de los Estados
Unidos como el segundo libro más influyente en los norteamericanos
después de la Biblia, sino que es la actual puerta ingreso al
liberalismo para muchos jóvenes. El problema es que, aun así, al
liberalismo le alcanza un solo dedo para contar su único mito, mientras a
la izquierda no le alcanzan los dedos de ambas manos para contar los
propios.
Si la “batalla cultural” que tan bien comprende y lleva adelante la
izquierda se basa, como toda batalla, en movimientos defensivos y
ofensivos, entonces la derecha debería comprender que el mito es un arma
sumamente poderosa puesto que, como afirma Eugenio del Río, “no es
fácil imaginar un movimiento popular amplio, duradero y arraigado que no
esté alimentado por fuerzas míticas”[7].
En efecto, de lo que se trata es de desarticular los mitos del
contrincante pero también de edificar los propios. Quien abandona el
mito como recurso político se asemeja al soldado que arroja su armamento
y se dispone a luchar a cuerpo contra un pelotón armado hasta los
dientes.
En fin, resulta evidente que la derecha precisa de nuevo oxígeno
intelectual capaz de redefinir su estrategia en el nuevo milenio, tal
como lo hizo el marxismo en su camino hacia el posmarxismo. Caso
contrario, aquélla terminará como el soldado desarmado en medio de una
“batalla cultural” que todavía no termina de comprender.
(*) Agustín Laje dirige el Centro de Estudios LibRe, y es co-autor del libro “Cuando el relato es una FARSA”.
Twitter: @agustinlaje
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