Años después, sacerdotes jóvenes retoman la sotana
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Hace
poco más de 50 años el Cardenal Arzobispo de París, Mons. Maurice
Feltin, aprobó que los sacerdotes de su diócesis dejasen de usar la
sotana en condiciones normales.
Su
decisión, tomada el 29 de junio de 1962, no se presentó como
doctrinaria o moral, sino pastoral, como una adaptación de las
costumbres eclesiásticas a las mutaciones de la sociedad. De hecho,
significó un cambio histórico, y fue seguida el mismo año por la mayoría
de las diócesis francesas.
El “clergyman” fue acogido hasta con
euforia por sacerdotes nuevos y “beatas” frecuentadoras de sacristías,
recuerda el columnista de la revista “La Vie”, Jean Mercier, en un
artículo bajo el sugestivo título de “El vestido de luz”
Mercier
insiste en la “embriaguez de modernidad” de aquel momento (ese mismo
año se abría el Concilio Vaticano II), para explicar que el cambio haya
sido recibido como “verdadera liberación”.
Desde los tiempos del
Concilio de Trento la sotana adquirió un simbolismo militante: su uso
diferenciaba al sacerdote del resto de los hombres. Su forma actual data
del siglo XIX. Escribe Mercier:
“Hace pensar en la muerte, en la
Cruz. El sacerdote que la viste se compromete a imitar a Cristo casto y
pobre. Ella señala su renuncia al placer y a la seducción y, en un
sentido más amplio, su renuncia al mundo, es decir, al sistema que marca
las relaciones humanas por el deseo de poder, dinero y apariencia. La
sotana es una forma de tumba. Ella hace eco a la antigua práctica de
revestirse de un ’velo mortuorio’ en la ceremonia de entrada de
religiosos y religiosas en religión, para simbolizar la muerte a la
voluntad propia y al mundo”.
En 1962 todo eso fue abandonado: la
lógica del abandono de la sotana fue la misma de la apertura al mundo
profano, laicizado, que repelía la sumisión y la obediencia.
Por eso, significó una ruptura enorme.
Pero
el “clergyman” duró muy poco, y terminó siendo abandonado en la ola de
la revolución libertaria de Mayo de 68, cuando obreros, estudiantes y
hasta sacerdotes rebeldes contra toda restricción (incluso —por
supuesto— la sexual), clamaban en las calles “¡prohibido prohibir!”.
No
obstante, poco más de 50 años después, los papeles se invirtieron. Son
los sacerdotes jóvenes los que quieren usar la sotana cuya abolición los
viejos defienden.
Mercier constata, con estupor, que no se trata
apenas de jóvenes sacerdotes tradicionalistas: “Hoy, el gran asunto
entre los eclesiásticos es saber si ellos tienen el coraje de asumir la
sotana”, decía un sacerdote al periodista.
En la perspectiva de los simples fieles de hoy, la sotana está primeramente asociada a la idea de tradicionalismo.
En
segundo lugar, viendo a un padre joven vestido de sotana, el fiel
piensa que se trata de alguien que celebra discretamente la Misa
tridentina en latín, bajo la forma aprobada por la Santa Sede como
“extraordinaria”.
En el fondo de la cabeza del hombre de la calle
–constata Mercier– la imagen del sacerdote auténtico continúa asociada a
la sotana, no obstante las transformaciones introducidas por el
Vaticano II.
Un sacerdote amigo del columnista le contó que hace
poco fue a Lourdes con un colega. Este último usaba sotana, y él sólo un
clergyman negro.
Mercier presenta a este último padre de
clergyman como un hombre de buena presencia y “carismático”, y al de
sotana como tímido, con pocas dotes y sin brillo personal.
Sin
embargo, cuando andaban por las calles de Lourdes, eran parados sin
cesar por peregrinos que les pedían que les bendijeran objetos.
“En
ningún momento ellos se dirigían a mí — contó el sacerdote de
clergyman— aunque fuese evidente que yo soy sacerdote; siempre iban a mi
amigo de sotana. Creo que era por causa de la sotana. Ella ejerce un
efecto especial sobre las personas que están lejos de la Iglesia, un
atractivo poderoso”.
Mercier dice que tendría muchos otros testimonios para narrar, en el mismo sentido.
Para
los sacerdotes de más de 60 años –agrega– la sotana es un “retroceso”,
es arrogancia, endurecimiento ideológico, una renuncia a la modernidad
por la que ellos combatieron toda la vida.
Pero
los jóvenes sacerdotes, que vuelven a usarla ahora, consideran que ella
sirve mejor para evangelizar. ¡Y tienen razón!: pues si se trata de
“dar testimonio”, ¿qué mejor testimonio puede haber que vestir la sotana
en público?
Pero para Mercier, que no es amigo de la sotana, se pone un problema muy delicado.
La
sotana está relacionada estrechamente con el celibato y los sacerdotes
sienten mucho eso. Optar por no casarse para seguir a Jesucristo y
trabajar por el Reino de Dios: eso es lo que la sotana “predica” como
ningún otro símbolo.
“La vestimenta negra que cubre todo el
cuerpo, escribe Mercier, es un escándalo para un mundo que exhibe la
carne, donde prevalece un conformismo social tiránico en materia de
sexualidad, donde se afirma que es anormal que alguien no sea
’sexualmente activo’. Pues bien, el sacerdote que practica la castidad y
escoge el celibato encarna la resistencia contra ese modo de pensar
dominante. El hecho de usar sotana participa de la radicalidad de Cristo
y de su Evangelio”.
Mercier recomienda a sus amigos, sacerdotes y
laicos que como él se adhirieron al obsoleto movimiento progresista y
que hoy se sienten cada vez más frustrados, que no polemicen con los
jóvenes sacerdotes de sotana.
¿Por qué? —Si eso sucede ellos se
van a radicalizar más y la situación empeorará para aquellos que un día
juzgaron que conquistarían el mundo mostrándose “jóvenes”, “en la ola”,
“al día”, etc., y arrojando por la borda los “vejestorios” de la
Iglesia. Como la sotana…
Luis Dufaur