miércoles, 21 de marzo de 2018

CABILDO Nº 20/3ºEPOCA-NOVIEMBRE/DICIEMBRE 2001-EDITORIAL:EL MAL ENORME

 
Publicado por Revista Cabildo Nº20
Mes de Noviembre-Diciembre 2001-3era.Época EL MAL ENORME
 Conocida es la afirmación de Pió XI, cuando refiriéndose al incremento desorbitado del poder financiero, protestaba contra la eco­nomía que se ha vuelto "dura, inexorable y cruel". Y si al Imperialismo Internacional del Dinero señalaba en primerísimo lugar el Pontífice como fruto funesto de aquella desorbitación, no deja de ser menos cierto que la misma ha traído, entre otras, la desgraciada consecuencia del olvido de cuanto no guarde relación inmediata con el patrimonio material. Simultáneamente víctima y victimario de este economi-cismo furioso -hijo a su vez de una desacralización com­pulsiva- el hombre moderno ha optado por la añadidu­ra, en clara contradicción con el mandato evangélico.


Podrá entenderse así que el sacrilegio y la blasfemia se hayan instalado en nuestra doliente realidad, sin que ninguna reacción condigna suscite en unos y en otros, absorbidos todos, por protagonizar o por padecer aque­lla aludida inexorabilidad crematística. La más leve mo­dificación del riesgo país o las oscilaciones bursátiles menos perceptibles, tienen en vilo y estremecen al con­junto social, con diligente consagración. Las más graves ofensas a la Fe Católica, en cambio -jamás vistas ni pen­sadas en esta tierra criolla- encuentran el campo libre de la indiferencia o de la complacencia colectiva, que el bolsillo llora o se llena, pero el alma parece ausente.

No se crea que los términos sacrilegio y blasfemia re­cién empleados, tienen aquí un alcance genérico o me­tafórico, como quien se queja difusamente de "lo mal que están las cosas". Trátase por el contrario de dos pe­cados abominables y específicos contra el primero y el segundo de los Mandamientos, consistente uno en pro­fanar o tratar indignamente los sacramentos, las accio­nes litúrgicas, las personas, cosas o lugares sagrados; mientras su horrible par consiste, secamente, en la irre­verencia, injuria, desprecio u odio empecinado al her­moso nombre del Señor, como lo invoca el Apóstol Santiago. Palabras, obras, gestos, imágenes, sonidos, señales, y tantas formas expresivas combinadas existen hoy. son puestas desde los medios masivos al servicio de estos vicios, que la teología consideró propios de demonios, y hasta -si cabe- de mayor culpa que en ellos en quienes los practican, pues ni siquiera tienen la ex­plicación de proceder de la desesperación connatural al infierno. La propaganda y la publicidad, la llamada gran prensa o la vulgar pasquinería, las programaciones televisivas o radiales, las usinas múltiples de la difusión que la tecnología hoy potencia, compiten en este ab­yecto ejercicio de la irreverencia, en esta maldita praxis

del ultraje, que todas las civilizaciones dignas de ese nombre castigaron con la muerte. Palurdos, canallas y degenerados de la peor ralea tienen prontas sus herra­mientas para tan torva embestida, con una impunidad que exaspera cuanto alarma, pues bien pronto llegarían las reprimendas y sanciones si tan infames golpes -u otros levísimos- se dirigieran contra aquellos credos que no fueran el de la Verdadera Iglesia. De lo que se sigue la triste certeza de que tamaña ofensiva nos tiene a los católicos por destinatarios excluyentes.

Sería ingenuo sorprenderse y contradictorio esperar algún remedio de las autoridades políticas. Nutridas en el lodazal de sus mismas excrecencias, cualquier arre­bato de cielo les está vedado. Prohijadas en las logias donde el Orden Sobrenatural se escarnece a sabien­das,ninguna batalla por la Cruz serían capaces de librar. Resultaría candidez asimismo confiar en que los pasto­res actuaran con la virilidad que la hora exige. Ganados muchos de ellos por concepciones pacifistas y sincretis-tas -cuando no, lisa y llanamente transformados en he-resiarcas- no cabe siquiera en sus conjeturas plantearse una contienda contra el mundo, una embestida contra el Maligno, una militancia fervorosa que comprometie­ra los corazones y los puños en la custodia de la reyecía de Jesucristo. Sus afectos están puestos aquí abajo; temporal y horizontalmente tendidos. Y sin embargo, la respuesta se impone y urge; tanto más en medio de las actuales convulsiones mundiales que nos tocan vivir.

Sepa cada católico desagraviar privada y pública­mente cualquier atropello, allí donde suceda. Sepa lle­var la plegaria reparadora, la penitencia necesaria, la mortificación honesta; y si fuera el caso, sepa llevar los brazos convertidos en ariete y escudo contra los ini­cuos. Sepa cada católico que ha de unirse espiritual y físicamente con sus auténticos pares, para organizar la réplica, perseverar en la resistencia, sostenerse en la adversidad y confiar en la victoria. Sepa cada católico lo que nos enseña la Escritura sobre el castigo que aguarda a los renegados, y el que de hecho recibieron a lo largo de la historia, se llamaran Jeroboan o Cons­tante, Arrio, Nestorio o Voltaire; fuesen emperadores o funcionarios, ideólogos o poderosos de la tierra. Y si ese católico que ha de saber tales cosas, ha nacido además en esta patria argentina -incorporada a la Cris­tiandad desde hace cinco siglos- sepa ya, sin atisbos de dudas o remilgos, cómo sancionaba el Gral. San Mar­tin la conducta de blasfemos y sacrilegos. •

Antonio caponnetto