De Lula a Bolsonaro
La elección brasileña mostró que ni la ideología ni la prensa tienen ahora gran influencia en las decisiones políticas
Si la justicia electoral no hubiese vetado su candidatura, el líder
laborista Luiz Inacio “Lula” da Silva probablemente estaría hoy
festejando la obtención de un tercer mandato para la presidencia de
Brasil. Cuando en abril el Supremo Tribunal Federal dio luz verde para
que Lula, condenado a 12 años de prisión en un dudoso caso de
corrupción, fuera efectivamente a la cárcel, el ex presidente encabezaba
las encuestas con un 34 por ciento de apoyo. Jair Bolsonaro le seguía
en las preferencias con un 12 por ciento. El encarcelamiento de Lula no
hizo mella en su imagen popular, y hacia fines de agosto, hace apenas
dos meses, cuando finalmente la justicia electoral le impidió participar
de la contienda, su nivel de apoyo había crecido al 37 por ciento;
también Bolsonaro mejoraba su perfil, con algo más del 18 por ciento de
respaldo.
Fue en ese momento, cuando resultó evidente que Lula no iba a
competir en las elecciones presidenciales, que Bolsonaro comenzó su
carrera ascendente. Lula demoró hasta el 11 de septiembre la renuncia
efectiva a su candidatura, lo que dejó a su delfín Fernando Haddad
apenas tres semanas para hacer campaña. Para ese entonces, el respaldo a
Bolsonaro en las encuestas había aumentado vertiginosamente al 24 por
ciento, cifra que casi llegaría a duplicar en la primera vuelta
electoral, cuando obtuvo el 46 por ciento de los votos, frente casi un
30 de Haddad. Lula no pudo transferir su respaldo a Haddad, Dilma
Rousseff ni siquiera obtuvo los votos para ser senadora por su distrito,
y desde entonces todo fue para Bolsonaro que previsiblemente se impuso
en la segunda vuelta.
Este vuelco del electorado es quizás el aspecto más interesante de la
elección brasileña. Por lo pronto pone en entredicho uno de los
argumentos más utilizados para explicar la victoria del ex militar,
según la cual su voto se explica por el hartazgo popular con la vasta
red de corrupción que involucró tanto a funcionarios del Trabalhismo de
Lula y Dilma como a un amplio y relevante sector del empresariado
brasileño. Si ese hubiese sido el caso, el sostenido respaldo que tuvo
Lula hasta último momento resultaría difícil de entender. Lo mismo puede
decirse sobre la adhesión del PT a la agenda progresista. La
preferencia popular respaldó al PT hasta último momento, sin que la
agenda progresista influyera por lo visto ni a favor ni en contra.
Como suele suceder, el argumento que mejor se sostiene es el que se
relaciona con los números. Los brasileños conocieron con Lula un período
de crecimiento económico y mejoramiento social que permitió a muchos
salir de la pobreza (fenómeno que enamoraba, recordemos, a los
comentaristas argentinos, que oponían las políticas “de mercado” de
Lula, heredadas de su mentor Fernando Henrique Cardoso, contra las
políticas “populistas” de los Kirchner); a Dilma, en cambio, le tocó
presidir un período de prolongada recesión, en parte vinculada al
escándalo de corrupción que le estalló en las narices y le costó la
presidencia. La adhesión a Lula y el rechazo por Dilma que evidenciaron
las elecciones que acaban de finalizar se explican por esas realidades,
antes que por cuestiones ideológicas.
Tampoco son las cuestiones ideológicas las que explican el triunfo de
Bolsonaro, porque si así fuera el electorado brasileño ganaría el
campeonato mundial de volubilidad, al transferir sus preferencias sin
trauma alguno desde un candidato “de izquierda” a otro candidato “de
derecha”. Pero los pueblos no se mueven por incentivos ideológicos, y de
hecho no fue ideología lo que el candidato triunfante ofreció en su
campaña, sino sentido común: mano dura con el delito, reglas claras para
la economía, e identidad y orgullo nacional. Los votantes se sintieron
conformes con esa oferta –nada más y nada menos que lo que se espera de
un Estado organizado– y la prefirieron a la opaca mediocridad
bienpensante del resto.
Las cuestiones ideológicas las metieron en danza los periodistas, y
fracasaron en todos los frentes. No lograron convencer a los brasileños
de que Lula es un izquierdista corrupto, ni de que Bolsonaro es un
fascista violento, o en todo caso, no lograron convencerlos de que ése
era el rasgo a tener en cuenta a la hora de decidir el voto. Si la
inoperancia de la ideología fue una comprobación significativa en este
comicio, la impotencia de la prensa para moldear la opinión pública,
especialmente invocando argumentos ideológicos, se le ubicó a la par.
Esa formidable colusión gatopardista entre la gran prensa y los
intereses creados, que garantizó en Occidente el mantenimiento del status quo
desde mediados del siglo pasado y especialmente tras la implosión de la
Unión Soviética, está tocando a su fin. Las redes sociales han creado
una plaza pública virtual donde el boca a boca no tiene límites de
tiempo ni espacio.
–Santiago González