La opción “iliberal” de los países excomunistas. Por Javier Portella
Cuando se mira el mapa y se observa la
actual situación política, social y cultural de Europa (hablo de Europa
como civilización, no de la cosa esa de la UE), uno no puede dejar de
pellizcarse viendo todo lo que separa a los países del Este y del Oeste.
Yo, sobre todo, que mucho anduve antaño por los países entonces
sometidos al yugo soviético.
Por eso me pellizco.
No sólo porque ha cambiado el signo de aquel mundo sometido a un
desquiciamiento que hacía peligrar las bases mismas de lo humano. Me
pellizco porque, al cambiar de signo, la mayoría de aquellos países
(Hungría, Chequia, Eslovaquia, Polonia, Estonia, Rusia…)[1] se
han convertido en el más firme baluarte alzado contra lo que ahora se
desquicia —pero de forma totalmente distinta— en la parte occidental de
Europa.
No se trata tan sólo
del enfrentamiento entre los gobiernos que rechazan y los que fomentan
la inmigración que, si no se remedia, acabará sustituyendo el ser propio
de Europa. Se trata de lo que subyace a estas dos enfrentadas
actitudes. Se trata de que, desde Irlanda hasta orillas del Elba, unas
descastadas élites, llevadas por su empeño mundialista y contando con el
consenso mayoritario (hasta ahora) de la población, pretenden desechar
cualquier forma de identidad: cultural, histórica, nacional… Hasta
sexual. O lo que es lo mismo, pretenden (da igual que ni siquera se den
cuenta) no ser nada: nada más que amorfos zombis movidos al albur de
caprichos, entretenimientos y afanes económicos.
Es todo lo contrario
lo que pretenden los pueblos ayer dominados por el comunismo. Lo que ahí
se juega es seguir siendo lo que durante más de cinco mil años, de
formas profundamente distintas pero unidas en el haz de una misma
civilización, todos hemos sido: hombres plenos de sentido y enfrentados
al sinsentido, enraizados en el pasado, marcados por el destino,
conscientes de nuestra identidad.
La identidad
La identidad: he ahí
la palabra clave. He ahí la cuestión que se juega a ambos lados de ese
nuevo telón alzado entre quienes pretenden asumir su ser y quienes
quisieran desprenderse de él, arrancarse carne y sangre, carecer de
señas de identidad: histórica, cultural, nacional y hasta sexual (la que
distingue al hombre y a la mujer, cuyo sexo, según ciertos delirios, no
estaría determinado por la naturaleza, sino por la voluntad).
Es cierto, la frontera
que separa a unos y a otros está resquebrajada por abundantes grietas.
Las cosas no son en absoluto unívocas en Europa occidental, cuyos
pueblos empiezan a rebelarse contra la apuesta que su superclase
apátrida efectúa a favor de la nada. Entre ambas formas de ser y de
sentir, la frontera es movediza (Italia, por ejemplo, está ahora mismo
pasando al lado de quienes apuestan por la identidad), pero dicha
frontera, al menos en cuanto a su origen temporal, está claramente
delimitada: es la del antiguo telón de acero.[2]
¿Por qué?
¿Por qué la
experiencia de aquel horror que fue el comunismo ha acabado desembocando
en unas sociedades que hoy son, espiritualmente, las más sanas de
Europa? Y al revés, ¿por qué en las ricas y democráticas sociedades de
Occidente la experiencia de su plácido bienestar (agrietado, hoy, por
una creciente precariedad) ha desembocado, por el contrario, en
semejante descomposición?
Por dos razones.
En primer lugar,
porque la descomposición comunista era tal —tan grosera, tan burda, tan
descarada— que, no habiendo logrado engañar a quienes la padecían, acabó
desmoronándose sin hacer mella en el alma de nadie. Sucede en cambio
todo lo contrario con la descomposición que ha calado en Occidente hasta
el punto de que sólo ahora empieza a ser percibida como tal. Es tan
refinadamente diabólico el dominio que ejerce el liberal-nihilismo que
sus dos grandes artificios —una igualdad de condiciones y una libertad
política que sólo son formalmente tales— han calado en unas poblaciones
convencidas de que la dominación que sufren —expresada en particular en
el “pensamiento único” y “políticamente correcto”— no es otra cosa que
la expresión misma de su libertad.
Ahora bien, si ello
explica el arraigo en Occidente del nihilismo liberal, ello no explica
por qué ha sido el iliberalismo —entendamos: la democracia asentada
sobre la identidad y determinados principios sustanciales— lo que ha
calado entre quienes estuvieron soñando durante años con el espejismo
del modo occidental —es decir, liberal— de vida.
Es otra paradoja lo que permite entenderlo.
Debajo de toda la
descomposición del mundo comunista, debajo de aquel amasijo hecho de
materialismo grasiento, de resentimiento igualitario, de individualismo
gregario, de internacionalismo proletario; debajo, más generalmente, de
toda aquella desacralización del mundo que entronca con la derivada de
los principios filosóficos de la Ilustración; debajo de todo aquello aún
latía, sin embargo, otra cosa.
No todo fue arrasado
por el comunismo. Más exactamente, su arrasamiento se desplegaba dentro
de un ámbito que los comunistas no sólo no liquidaron, sino que lo
promovieron: el ámbito de lo público, de lo político, el dominio de la
historia. Por más in‑mundo que fuera, el mundo seguía siendo cosa de
la polis, de la res publica; no era aún cosa del oikos,
de lo doméstico, de lo privado. Era el poder político —no el del
Mercado— el que lo aplastaba todo. Era el Gobierno —no la “gobernanza”—
quien ejercía el poder. Era el internacionalismo revolucionario —no el
mundialismo financiero— quien pretendía disolver las patrias (y las
dejaba, pese a todo, subsistir). Era en nombre de la Historia —no del
afán de lucro— como se arrasaba la belleza, como se esparcía el polvo de
la fealdad y la vulgaridad.
Y
no, no es en absoluto lo mismo. No es lo mismo que la belleza y la
nobleza sean aplastadas en nombre de algo en lo que aún late el eco de
lo grande; o que se vean arrastradas por las aguas venenosamente dulces y
mansas, sin atisbo de grandeza ni de historia, que sólo mueve el afán
mercantil. Sí, sí, claro está… Para quienes sufren el comunismo en su
carne, para los muertos y deportados del Gulag, semejante distinción es
perfectamente indiferente. Pero para los otros sí importa: para los que
sobreviven al infierno, para los que renacen al concluir la pesadilla.
Porque del comunismo se sale, el comunismo se acaba —sólo setenta años
duró—, mientras que del túnel del liberalismo nihilista acabaremos sin
duda saliendo un día, pero nadie sabe cuándo.
No sólo se sale del
comunismo, sino que, al salir, puede alcanzar su verdadero vigor lo
único tal vez que, bajo su tiranía, se mantuvo incólume: la historia, la
colectividad, el ámbito de lo público… No es mérito del comunismo: al
fin y al cabo, es lo que todas las sociedades, de una forma u otra,
siempre han hecho.
Salvo una. Salvo esa
sociedad cuyos dirigentes se aliaron con el comunismo durante la guerra
civil europea; entregaron a Stalin la mitad de Europa; pasaron luego a
combatir (de palabra) el comunismo; se imaginaron, al desplomarse el
Muro de Berlín, que se convertirían en los exclusivos amos de la tierra,
y casi estuvieron a punto de lograrlo durante los años en que un beodo
denominado Yeltsin estaba al frente de Rusia.
Son estos mismos
dirigentes —hoy convertidos en superclase mundialista y
multiculturalista— quienes ahora observan, aterrados, cómo sus designios
son impugnados por unos pueblos que, aferrados a su identidad,
orgullosos de su historia, no están dispuestos a precipitarse por el
despeñadero de la nada.
……………………………….
[1] Es
indudable que la visión del mundo hoy dominante en Rusia se sitúa en el
mismo ámbito —“iliberal”, diría Viktor Orbán… y maldeciría Emmanuel
Macron— que caracteriza a la mayoría de los países ayer sometidos por la
URSS. Los recorre un parecido aliento colectivo, por más que ello pueda
disgustar a aquellos países (pienso, por ejemplo, en Polonia) que aún
sienten la punzada de antiguas e históricas heridas. Actitud, sin duda,
tan comprensible… como lamentable.
[2] Dicha
frontera atraviesa incluso la mismísima Alemania, donde el estado de
espíritu que caracteriza a la antigua República Federal es bien distinto
del imperante en la antigua República Democrática, convertida en el
principal bastión del combate contra la inmigración y el
multiculturalismo.
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