domingo, 8 de marzo de 2020

PRIMERA PARTE LECCIÓN I


PRIMERA PARTE
LECCIÓN I

Nuestra mentalidad de modernos
Del mismo modo que un temblor de tierra devasta y arrasa las ciudades [...] la vida se derrumba, se debilita y pierde su valor, cuando el temblor de los conceptos producido por la «ciencia», priva al hombre de su base de sustentación, de todo aquello que le proporciona la calma y la fe en lo duradero y eterno.  FRIEDRICH NIETZSCHE

El mejor camino que se puede seguir para iniciar el estudio de la filosofía en las condiciones actuales, es el examen de la propia mentalidad, de nuestra manera habitual de ver y entender el mundo y la vida. De este modo se comienza a pensar filosóficamente con la reflexión crítica sobre nuestra mentalidad radicalmente antifilosófica, es decir, conformada en la indiferencia o en el desprecio de la filosofía. Como resultado del ambiente intelectual que nos ha acompañado y saturado desde la cuna, de la educación escolar recibida, de los libros y periódicos más leídos, del cine más visto y de las opiniones más escuchadas, prevalece en cada uno de nosotros, una concepción del mundo y de la vida que traduce con más o menos vulgaridad, el punto de vista de la ciencia de la naturaleza con sus sistema de leyes exactas, sus hipótesis mecanicistas y su ingente material de hechos experimentales, prolijamente medidos y clasificados. Es notorio que desde el Renacimiento (siglos XV y XVI), ese tipo de representación mecánica, amorfa e indiferente que resuelve todas las cosas en un juego ciego de masas, corpúsculos o átomos que se mueven y en un registro de escalas graduadas; es notorio, repito, que ese tipo de representación de la Naturaleza que la muestra como “un libro escrito con caracteres geométricos 16”, ha ido sustituyendo la antigua versión de un libro de la Naturaleza escrito con caracteres significativos, de una realidad interior, orgánica y superior, llena de intención y de sentido espiritual. Un joven discípulo de la Academia de Platón (siglo IV a. C.) o de la Universidad de París (siglo XIII), cuando abría los ojos en el amanecer de su inteligencia especulativa, contemplaba absorto un mundo maravilloso; sabía captar por abstracción o por sugerencia de lo sensible mismo, la palpitante intimidad de los seres debajo de la superficie material, inerte y opaca: la forma, la esencia pura, que define la sustancia de las cosas y hace que el agua sea agua, que la plata sea plata y que el alma sea alma. Su mirada intelectual, formada en el hábito de lo esencial y sustantivo, sabía distinguir un mundo superior donde cada estrella da su nota justa y la celestial armonía renueva los mismos acordes sin detenerse jamás para celebrar la Creación y agradecer a la divina mano que discurre eternamente sobre el fúlgido teclado; y debajo, el mundo inferior, sublunar, demasiado humano, donde la tierra es oscura y el agua es turbia; donde se mezclan necesidades y aventuras, concordias y discordias, luces y sombras. Y también sabía que el conjunto universal de los seres se despliega verticalmente en una escala jerárquica, donde cada uno tiene su lugar propio e intransferible.
                                                 16 Alude a la conocida sentencia de Galileo Galilei en su obra Il Saggiatore: “La filosofía está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el universo, pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua, a conocer los caracteres en los que está escrito. Está escrito en lengua matemática y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible entender ni una palabra; sin ellos es como girar vanamente en un oscuro laberinto” (GALILEO GALILEI, El Ensayador, 6, Buenos Aires, 1981, p. 63). 
El joven estudiante de filosofía sabía que todo verdadero estudio sólo se ocupa de la eternidad; y el examen de las cosas fugaces, hasta de aquellas fugacísimas que son una vez y nunca más, lo hacía todavía con referencia a la eternidad. Y de este modo encontraba siempre en la imagen móvil de las apariencias, la inmóvil realidad que buscaba: un mundo de formas y de tipos fijos. Su atención se demoraba en lo eterno del hombre, más bien que en lo circunstancial; y no se le habría ocurrido nunca rebajar al hombre, hasta reducirlo a un producto de las circunstancias, aunque muchas veces no merezca ser otra cosa. En todo sabía reconocer lo superior y lo inferior, lo que es primero y lo que sigue después; la sustancia y los accidentes, el acto y la potencia, la forma y la materia, la causa y el efecto, el fin y los medios. Lo normal era siempre lo mejor; el caso normal era el ejemplar óptimo, el más excelente de su especie, el más acabado y completo. Hubiera abominado de una normalidad de términos medios, de denominadores comunes, de tipos standard. Si ese estudiante viviera en el día de hoy y fuera argentino, diría que el argentino normal, el ciudadano normal de este país es el General San Martín; le parecería un atentado sostener, por ejemplo, que es el Maestro Normal. El hombre normal no es el hombre común que pregonan las épocas ordinarias, pequeñas, pusilánimes. El hombre normal es el santo, el héroe, el filósofo, el poeta, el político; es el gran contemplativo a la manera de San Juan de la Cruz; es el caudillo de raza a la manera de Juan Manuel de Rosas. El joven estudiante de filosofía habría aprendido en la lectura de Aristóteles que “conviene observar la naturaleza en los seres que se han desenvuelto según sus leyes, más bien que en los seres degradados. Supongamos, pues, un hombre en quien sea visible el sello de su naturaleza; porque no hablo de los seres corrompidos o dispuestos a corromperse, en los cuales el cuerpo suele mandar al alma; son viciosos y se conoce que están hechos contra el voto de la naturaleza”17.  Y tan ajustado criterio de juicio y de valoración para examinar las cuestiones que se le plantearan, le habría permitido apreciar debidamente el lamentable error en que incurre, por ejemplo, el ilustre investigador de la ciencia biológica D. Santiago Ramón y Cajal, cuando escribe sentencioso: “en la naturaleza no hay superior ni inferior, ni cosas accesorias ni principales. Estas jerarquías que nuestro espíritu se complace en asignar a los fenómenos naturales proceden de que, en lugar de considerar las cosas en sí y en su interno encadenamiento, las miramos solamente con relación a la utilidad o al placer que puedan  proporcionarnos. En la cadena de la vida todos los eslabones son igualmente valiosos, porque todos resultan igualmente necesarios” 18.  Nuestro joven estudiante habría comentado que ocurre justamente lo contrario y que ese pregonado igualitarismo de los fenómenos de la naturaleza,                                                  esa nivelación de la caída de una hoja y de la rotación de un planeta, no es más que el punto de vista de la ciencia exacta y experimental de los fenómenos. Y ese punto de vista se desentiende de las esencias, de lo que las cosas son en sí mismas, para enfocar sus determinaciones espaciales, sus aspectos mensurables y observables, “sus caracteres geométricos”. Por eso es una ciencia de leyes y no de causas; no explica nada pero describe las regularidades exactas que rigen el curso de los fenómenos y comprueba la serie de los efectos sensibles.

17 Política I, 1254 a 32 – 1254 b 2. 18 SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL, Reglas y Consejos sobre Investigación Biológica, pp. 24, 25. Sin datos respecto de la versión utilizada por el autor.
El hombre, por medio del conocimiento de las leyes exactas y de las circunstancias eficaces, aísla series de fenómenos y es capaz de reproducirlas experimentalmente. Así, por ejemplo, pasa del agua al hidrógeno y al oxígeno, y de estos últimos a aquella, con sólo conocer la fórmula matemática de su composición química y las condiciones del cambio. Ignora las causas del tránsito pero domina su producción; así como ignora la causa de la atracción de los cuerpos, pero conoce la fórmula exacta que mide esa atracción y domina prácticamente el proceso. El punto de vista de la ciencia exacta y experimental sólo considera la faz aprovechable de las cosas a través de la determinación cuantitativa de sus cambios sensibles; por esto es un conocimiento que finaliza en el uso, en la explotación técnica de la naturaleza para provecho del hombre. Se comprende, pues, que todas las diferencias esenciales, todas las distinciones de rango y de valor, todas las calidades intrínsecas se borren desde una perspectiva científica que recorta las cosas en sus lineamientos espaciales. Y el espacio matemático es homogéneo en todas sus partes, así como todo lo que se determina en la cantidad sólo acusa diferencias de más o de menos. Los cuerpos se presentan en este enfoque matemático, como limitaciones del espacio, como magnitudes determinadas de la extensión. ¿Acaso la física matemática de Copérnico y de Newton, de Galileo y de Descartes, no borra toda diferencia de ser y de rango entre el cielo y la tierra? ¿Acaso no estamos en el cielo como uno de los innumerables granitos de arena del universo que es uno y el mismo en todas partes? Ramón y Cajal, concluiría nuestro joven estudiante, no hace más que repetir en el texto citado, esa manera de ver y de entender el universo que os domina a vosotros, hombres del siglo XX, y lo grave es que hacéis, de esa esquemática y pobrísima imagen, la realidad misma del Universo.