TERCERA PARTE
LECCIÓN XI
Después de glosar
magistralmente el poema de Simónides que sugiere la imposibilidad de que el
hombre virtuoso persevere indefectiblemente en la virtud, Sócrates previene a
Protágoras sobre la inconveniencia de recurrir a los poetas porque [...] no se les puede exigir que den razón
de lo que dicen 101.
Por cierto que el
poeta no está obligado a dar razón de lo que expresa, aunque la verdadera
poesía expresa lo que realmente es. El elemento intuitivo, singular y concreto
de la creación poética, muestra pero no demuestra lo que es; revela
inmediatamente pero no explica la esencia. El elemento conceptual, universal y
abstracto, de la argumentación demostrativa, de la explicación esencial, opera
desprendida de lo sensible e inmediato, en un plano inhabitable para el poeta.
Sócrates advierte a Protágoras que el reiterado e impropio recurso los ha
alejado del punto principal de la discusión
y lo invita a volver sobre el mismo.
La primera cuestión
que te propuse, si mal no recuerdo, era la siguiente: la ciencia, la templanza,
el valor, la justicia y la santidad ¿son nombres que se aplican a un solo y
mismo objeto, o cada uno de estos nombres designa una esencia particular que
tiene sus propiedades distintas y es diferente de las otras cuatro? Tú me has
respondido que estos nombres no se aplicaban a un solo y mismo objeto, sino que
cada uno servía para indicar una cosa distinta [...] como las partes del
semblante que siendo partes del mismo no se parecen al todo y cada una tiene
sus propiedades. Dime ahora si permaneces en la misma opinión [...] no me
sorprenderá que tú al principio me hayas expuesto ciertos principios con sólo
la idea de tantearme 102. 101 Protágoras, 347 e. 102 Protágoras, 349 b d
A pesar de la honrosa
salida que le brindan las últimas palabras del generoso adversario, Protágoras
se resiste a abandonar su posición originaria. Reconoce que hay cuatro virtudes
que guardan alguna relación entre sí: ciencia, santidad, justicia y templanza;
pero que el coraje difiere fundamentalmente de las otras virtudes.
Encontrarás a muchos
que son muy injustos, muy impíos, muy corrompidos y muy ignorantes, y que sin
embargo tienen un coraje admirable 103.
Sócrates vuelve sobre
sus inconmovibles razones para sostener que en todas las cosas, los que saben
son más firmes y decididos que los que no saben. Así, por ejemplo, la misma
tropa se muestra más firme y resuelta después de haber sido convenientemente
instruida y disciplinada que antes de serlo 104. El propio Protágoras
juzga que es una verdadera locura el atrevimiento de quienes ignoran aquello
que emprenden; llamamos temeridad a ese arrojo ciego e insensato que se
distingue, por ejemplo, del lúcido y ponderado coraje de Napoleón en el puente
de Arcola. Si bien parece seguirse de esta explicación que la sabiduría y el
coraje son una sola y misma cosa, Protágoras no reconoce ni acepta esta
conclusión que contradice su tesis sobre la diferencia entre el coraje y las
otras virtudes; sostiene que Sócrates sólo ha demostrado que las mismas
personas son más audaces en lo que emprenden cuando están debidamente
preparadas que cuando no lo están; de lo cual puede inferirse que los sabios
son audaces, pero no que los audaces son sabios. La audacia suele proceder,
como se ha demostrado, del estudio y del arte; pero algunas veces nace del furor
y de la cólera, y el hecho de que el saber acreciente la audacia no implica
necesariamente que la sabiduría y el coraje sean la misma cosa105. Sócrates no
se preocupa, por el momento, de responder a la objeción de Protágoras y
prosigue sus graduadas preguntas.
[...] para el pueblo
la ciencia ni es feliz, ni capaz de conducir, ni digna de mandar; está
persuadido de que cuando la ciencia se encuentra en un hombre no es ella la que
le guía y conduce, sino otra cosa muy distinta, tan pronto la cólera como el
placer; algunas veces la tristeza, otras el deseo y las más el temor. En una
palabra, el pueblo tiene a la ciencia por una esclava, siempre regañona,
dominada y arrastrada por las demás pasiones. ¿Juzgas tú como el pueblo? ¿O
piensas, por el contrario, que la ciencia es una cosa buena, capaz de dominar
al hombre, y que éste, poseyendo el conocimiento del bien y del mal, no puede
ser arrastrado ni dominado por fuerza alguna y que todos los poderes de la
tierra no pueden obligarle a hacer otra cosa que lo que la ciencia le ordene,
porque ella sola basta para salvarle? 106. 103 Protágoras, 349 d c. 104 Cf. Protágoras,
349 e – 350 a c. 105 Cf. Protágoras, 350 c – 351 b. 106 Protágoras, 352 b c.
Es preciso tener en
cuenta que el vocablo ciencia nombra aquí, propiamente, a la sabiduría o
filosofía primera. No se trata del saber que funda la habilidad
manual o técnica, sino del saber que funda la habilidad manual o técnica, sino
del saber que es la virtud misma, el saber que “mira al cielo”, el más activo y
eficiente por cuanto tiene la suficiencia de una pura contemplación y de un
reposo colmado. En el día de hoy, no sólo el pueblo sino también los doctores,
tienen la misma opinión, por paradójica que pueda resultar la afirmación en
estos tiempos de verdadera idolatría científica, en que se alaba y encarece la
ciencia como un Deus ex machina que todo lo puede y todo lo resuelve. Pero la
ciencia que se pondera, la que otorga título de sabio a sus mejores investigadores,
no es la ciencia que “mira al cielo” y que tiende la pura visión del ser, sino
aquella intencionalmente pragmática que multiplica la habilidad del hombre en
el uso de las cosas. Sócrates reitera la opinión del pueblo, según la cual la
mayor parte de los hombres aunque conozcan lo mejor no lo practican, a pesar de
que sólo depende de su voluntad; y más bien suelen obrar lo contrario, vencidos
por el placer, el dolor o cualquiera de las otras pasiones sensuales: el temor,
la codicia, la lujuria, etc. 107 A Protágoras le es sumamente violento examinar
la opinión popular, por cuanto le parece siempre arbitraria y sin tino; pero
Sócrates lo estima necesario ya que ha de servir para establecer la relación
existente entre el coraje y las otras virtudes 108. Es evidente que para el
pueblo [...] los placeres no son malos por el goce que causan en el acto, sino
por las enfermedades y otros accidentes que arrastran tras de sí 109.
De donde se sigue que
tales placeres parecen malos porque terminan en dolor o nos privan de placeres
mayores. Por razones análogas, el pueblo admitirá también que hay cosas
desagradables que son buenas, por ejemplo, ciertos tratamientos médicos que
deben soportar los enfermos para recuperar su salud. Y se dice que son buenos
no por el dolor que causan en el acto, sino por el bienestar que finalmente
procuran. De donde resulta que la opinión del pueblo juzga que son buenas todas
las cosas que terminan en placeres y nos eximen de dolores. Y cuando el placer
es estimado un mal, es porque nos priva de placeres mayores o porque nos lleva
a padecer dolores más sensibles. Análogamente el dolor le parece un bien cuando
nos evita otro mayor o cuando nos procura un placer más vivo y duradero 110.
107 Cf. Protágoras,
352 d e. 108 Cf. Protágoras, 353 a b. 109 Protágoras, 353 d e. 110 Cf. Protágoras, 353 e – 354 e.
Es notorio que el
criterio popular resulta de la identificación del bien con el placer y del mal con el dolor; y se
contradice absolutamente toda vez que opina que un hombre conociendo el mal
como mal, su voluntad cede arrastrada por la pasión; o lo que es lo mismo, que
un hombre conociendo el bien se rehúsa practicarlo porque sucumbe a un placer
del momento. Si la tabla de valores el pueblo establece que el bien es lo mismo
que el placer y el mal es lo mismo que el dolor, resulta un evidente
contrasentido, afirmar que [...] un hombre conociendo el mal, sabiendo que es
un mal y pudiendo no cometerlo, sin embargo lo comete porque lo vence el bien,
es decir, a un placer 111.
Esto significaría
preferir un bien menor en vista de un mal mayor, lo cual no es razonable ni
siquiera para el pueblo, tan poco dado a la razón. Lo razonable, lo discreto y
conveniente, aún para el pueblo, es que si un hombre supiera pesar en una balanza
de precisión, las cosas agradables y las cosas desagradables, es decir, las
buenas y las malas en el consensum gentium, sus preferencias serían siempre
correctas: si pesa las agradables con las agradables, se quedará con las más
numerosas y las mayores; si pesa las agradables con las desagradables y resulta
que los placeres presentes son menores que los placeres futuros, escogerá
indudablemente los primeros en ambos casos 112. Si convenimos, pues, que
[...] nuestra salud depende de una correcta elección entre la suma de placeres
y la suma de dolores; y de lo que en estos dos géneros es más grande o más
pequeño, más numeroso o menos numeroso y está más cerca o más lejos de
nosotros, ¿no es cierto que este arte de examinar el exceso o el defecto del uno
respecto del otro, o su igualdad respectiva, es una verdadera ciencia de medir?
113.
111
Protágoras, 355 d. 112 Cf. Protágoras,
356 a c. 113 Protágoras, 357 b.
Sócrates deja para
otra oportunidad discurrir acerca de esa ciencia y de ese arte de medir cuya
adecuada aplicación nos aseguraría el logro del máximo placer y del dolor
mínimo, dentro del mismo criterio hedonista del pueblo. Ahora sólo le interesa
subrayar la primacía del conocimiento, la dependencia absoluta del saber en que
se encuentra ese expreso antiintelectualismo y esa pura praxis de que hacen
gala el pueblo y nuestros hombres positivos y prácticos. Aquellos mismos que
declaman ruidosamente y con acento burlón, sobre la inoperancia e ineficacia
absolutas del saber teórico o contemplativo (principalmente la sabiduría),
acaban de confesar que [...] los que se engañan en la elección de los placeres
y de los dolores, es decir, de los bienes y de los males, se
engañan únicamente por falta de ciencia; y por falta de esa ciencia
especial que enseña a medir 114.
De ahí que Sócrates
concluya certeramente:
Ser vencido por el
placer es el colmo de la ignorancia 115.
Se comprende que así
sea puesto que si lo agradable o placentero es lo bueno, no es razonable que un
hombre sabiendo que puede hacer cosas mejores que las que hace; sin embargo se
aplique a las malas y deje las buenas, estando en su voluntad escoger las
últimas que son las más agradables, las que reservan los mejores placeres [...]
ser inferior a sí mismo no es otra cosa que estar en la ignorancia; y ser
superior a sí mismo no es otra cosa que poseer la ciencia 116.
Sea cual fuere el
criterio estimativo que se adopte, se vuelve indefectiblemente al punto de
vista socrático que reduce toda virtud a una forma de saber. Quieras que no,
hay que reconocer necesariamente que si la ética intelectualista de Sócrates
exagera un poco, es apenas ese mínimo que la separa de la entera y estricta
verdad. Toda virtud no es un puro saber, pero es principalmente un saber. Es
oportuno que recordemos una vez más y no será la última, el aforismo de
Aristóteles: una cosa es, sobre todo, lo principal de ella. Ha llegado el
momento en que Sócrates va a responder sobre la objeción de Protágoras a su
conclusión de que la sabiduría y el coraje son la misma cosa.
- ¿Los cobardes no se
dirigen a lugares que se consideran seguros, y los valientes a lugares que se
tienen por peligrosos? - Así se dice vulgarmente, Sócrates 117.
Así se dice
vulgarmente, contesta Protágoras; pero antes ha convenido con Sócrates que
nadie, tampoco los valientes, van en busca de lo que juzgan temible. Tanto los
valientes como los cobardes
[...] se dirigen hacia
puntos que les inspiran confianza, 118 de donde parecería
resultar que unos y otros emprenden las mismas cosas.
114
Protágoras, 357 d. 115 Protágoras, 357
e. 116 Protágoras, 358 c. 117 Protágoras, 359 c. 118 Protágoras, 359 d.
Pero esto es nada más
que una mera apariencia: lo que inspira confianza a los valientes es justamente
lo contrario de aquello en que confían los cobardes. Los hombres valientes van
a una guerra justa porque es una cosa buena y bella; y si no es muy agradable
ir, al menos, no es tan desagradable como rehusarse a combatir por una causa
justa. Los hombres cobardes, en cambio, se niegan a emprender el camino de lo
que es más bello, mejor y más agradable 119, por un temor vergonzoso o por una
seguridad indigna que nace de su extrema ignorancia acerca de las cosas
verdaderamente temibles y terribles. En lugar de preferir el puesto de combate
donde sólo están expuestos el cuerpo y los bienes materiales –corruptibles
tanto en la guerra como en la paz-, pero donde el alma tiene refugio cierto y
su segura salvación; se entregan, en cambio, al peor de los males, a la más
horrible fealdad y al mayor de los sufrimientos posibles: una vida que no puede
ya mirar su propio rostro y la terrible espera sin esperanza de una mala muerte. Se sigue, pues,
necesariamente, que el coraje o valor es la ciencia de las cosas temibles y de
las que no lo son. Y la cobardía no es otra cosa, en el fondo, que una especia
de la peor ignorancia 120. Protágoras no insiste más; acepta que no puede
haber otra conclusión una vez asentados los principios del insuperable maestro
de conducta, que es como decir, de la buena ciencia. Al final del Diálogo,
Sócrates hace resaltar irónicamente la paradójica situación que ha venido a
resultar en la disputa, tanto para él como para su adversario.
¡Sócrates y
Protágoras, sois unos pobres disputadores! Tú, Sócrates, después de haber
sostenido que la virtud no puede ser enseñada, te esfuerzas ahora en
contradecirte, procurando hacer ver que es ciencia toda virtud, la justicia, la
templanza, el coraje; de donde justamente se concluye que la virtud puede ser
enseñada [...] Protágoras, por su parte, después de haber sostenido que se la
puede enseñar, incurre igualmente en contradicción, tratando de demostrar que
es otra cosa que la ciencia, lo que equivale a decir formalmente que no puede
ser enseñada 121. 119 Cf. Protágoras, 360 a c. 120
Cf. Protágoras, 360 d e. 121 Protágoras,
361, a c.
Aunque la reconvención
de Sócrates, lo incluye a él mismo para suavizar generosamente el contraste de
su adversario, sólo alcanza a este último. Solamente Protágoras, tan seguro de
sí mismo, cuyas lecciones se reclaman de todas partes y a quien acude ansiosa
la mejor juventud griega, tiene los principios confundidos y trastornados en la
cabeza. Se presume maestro de virtud; se hace pagar una fortuna para enseñar la
virtud; y la lógica de su discurso lleva inexorablemente a negar que la virtud
pueda ser enseñada, puesto que es distinta de la ciencia y tan sólo la ciencia
es propiamente docente.
De donde se concluye
con rigurosa necesidad, que Protágoras no puede enseñar lo que no sabe; y ésta
es, en verdad, la situación aparentemente paradójica de los pedagogos puros que
no son doctos en ninguna ciencia determinada y pretenden poseer la virtud de
enseñar sin poseer la ciencia que enseñan. Si bien se mira, no hay cosa más
absurda que un doctor en pedagogía, una persona que sería docta en enseñar sin
ser docto en las ciencias cuya enseñanza, sin embargo, presume dominar. Es una
situación análoga a la del sofista Protágoras, el más famoso y el más cotizado
maestro de virtud de toda Grecia que pretende saber enseñar como ninguno,
negando al mismo tiempo, que lo que enseña es un saber. A pesar de todo,
Protágoras, el extranjero Protágoras que trafica con el simulacro de la
verdadera sabiduría y que se cree sin defecto alguno, no puede resistir la
seducción de la inteligencia soberana de Sócrates y no puede menos que dar
testimonio antes esa juventud ateniense, ligera y atolondrada, que busca sus
caminos fuera de sí misma, fuera de su alma y de su Ciudad.
[...] de todos los que yo
trato, eres tú el que más admiro, y, entre todos los de tu edad, no hay ninguno
que no esté infinitamente por debajo de ti. Añado que no me sorprenderé, si
algún día tu nombre aparece entre los personajes que se han hecho célebres por
su sabiduría 122. 122 Protágoras, 361 d e.