domingo, 8 de marzo de 2020

TERCERA PARTE LECCIÓN XI


TERCERA PARTE
LECCIÓN XI

Después de glosar magistralmente el poema de Simónides que sugiere la imposibilidad de que el hombre virtuoso persevere indefectiblemente en la virtud, Sócrates previene a Protágoras sobre la inconveniencia de recurrir a los poetas porque   [...] no se les puede exigir que den razón de lo que dicen 101.

Por cierto que el poeta no está obligado a dar razón de lo que expresa, aunque la verdadera poesía expresa lo que realmente es. El elemento intuitivo, singular y concreto de la creación poética, muestra pero no demuestra lo que es; revela inmediatamente pero no explica la esencia. El elemento conceptual, universal y abstracto, de la argumentación demostrativa, de la explicación esencial, opera desprendida de lo sensible e inmediato, en un plano inhabitable para el poeta. Sócrates advierte a Protágoras que el reiterado e impropio recurso los ha alejado del punto principal de la discusión  y lo invita a volver sobre el mismo. 
La primera cuestión que te propuse, si mal no recuerdo, era la siguiente: la ciencia, la templanza, el valor, la justicia y la santidad ¿son nombres que se aplican a un solo y mismo objeto, o cada uno de estos nombres designa una esencia particular que tiene sus propiedades distintas y es diferente de las otras cuatro? Tú me has respondido que estos nombres no se aplicaban a un solo y mismo objeto, sino que cada uno servía para indicar una cosa distinta [...] como las partes del semblante que siendo partes del mismo no se parecen al todo y cada una tiene sus propiedades. Dime ahora si permaneces en la misma opinión [...] no me sorprenderá que tú al principio me hayas expuesto ciertos principios con sólo la idea de tantearme 102. 101 Protágoras, 347 e. 102 Protágoras, 349 b d 
A pesar de la honrosa salida que le brindan las últimas palabras del generoso adversario, Protágoras se resiste a abandonar su posición originaria. Reconoce que hay cuatro virtudes que guardan alguna relación entre sí: ciencia, santidad, justicia y templanza; pero que el coraje difiere fundamentalmente de las otras virtudes. 
Encontrarás a muchos que son muy injustos, muy impíos, muy corrompidos y muy ignorantes, y que sin embargo tienen un coraje admirable 103. 
Sócrates vuelve sobre sus inconmovibles razones para sostener que en todas las cosas, los que saben son más firmes y decididos que los que no saben. Así, por ejemplo, la misma tropa se muestra más firme y resuelta después de haber sido convenientemente instruida y disciplinada que antes de serlo 104. El propio Protágoras juzga que es una verdadera locura el atrevimiento de quienes ignoran aquello que emprenden; llamamos temeridad a ese arrojo ciego e insensato que se distingue, por ejemplo, del lúcido y ponderado coraje de Napoleón en el puente de Arcola. Si bien parece seguirse de esta explicación que la sabiduría y el coraje son una sola y misma cosa, Protágoras no reconoce ni acepta esta conclusión que contradice su tesis sobre la diferencia entre el coraje y las otras virtudes; sostiene que Sócrates sólo ha demostrado que las mismas personas son más audaces en lo que emprenden cuando están debidamente preparadas que cuando no lo están; de lo cual puede inferirse que los sabios son audaces, pero no que los audaces son sabios. La audacia suele proceder, como se ha demostrado, del estudio y del arte; pero algunas veces nace del furor y de la cólera, y el hecho de que el saber acreciente la audacia no implica necesariamente que la sabiduría y el coraje sean la misma cosa105. Sócrates no se preocupa, por el momento, de responder a la objeción de Protágoras y prosigue sus graduadas preguntas. 
[...] para el pueblo la ciencia ni es feliz, ni capaz de conducir, ni digna de mandar; está persuadido de que cuando la ciencia se encuentra en un hombre no es ella la que le guía y conduce, sino otra cosa muy distinta, tan pronto la cólera como el placer; algunas veces la tristeza, otras el deseo y las más el temor. En una palabra, el pueblo tiene a la ciencia por una esclava, siempre regañona, dominada y arrastrada por las demás pasiones. ¿Juzgas tú como el pueblo? ¿O piensas, por el contrario, que la ciencia es una cosa buena, capaz de dominar al hombre, y que éste, poseyendo el conocimiento del bien y del mal, no puede ser arrastrado ni dominado por fuerza alguna y que todos los poderes de la tierra no pueden obligarle a hacer otra cosa que lo que la ciencia le ordene, porque ella sola basta para salvarle? 106. 103 Protágoras, 349 d c. 104 Cf. Protágoras, 349 e – 350 a c. 105 Cf. Protágoras, 350 c – 351 b.  106 Protágoras, 352 b c.    
Es preciso tener en cuenta que el vocablo ciencia nombra aquí, propiamente, a la sabiduría o filosofía primera. No se trata del saber que funda la                                                  habilidad manual o técnica, sino del saber que funda la habilidad manual o técnica, sino del saber que es la virtud misma, el saber que “mira al cielo”, el más activo y eficiente por cuanto tiene la suficiencia de una pura contemplación y de un reposo colmado. En el día de hoy, no sólo el pueblo sino también los doctores, tienen la misma opinión, por paradójica que pueda resultar la afirmación en estos tiempos de verdadera idolatría científica, en que se alaba y encarece la ciencia como un Deus ex machina que todo lo puede y todo lo resuelve. Pero la ciencia que se pondera, la que otorga título de sabio a sus mejores investigadores, no es la ciencia que “mira al cielo” y que tiende la pura visión del ser, sino aquella intencionalmente pragmática que multiplica la habilidad del hombre en el uso de las cosas. Sócrates reitera la opinión del pueblo, según la cual la mayor parte de los hombres aunque conozcan lo mejor no lo practican, a pesar de que sólo depende de su voluntad; y más bien suelen obrar lo contrario, vencidos por el placer, el dolor o cualquiera de las otras pasiones sensuales: el temor, la codicia, la lujuria, etc. 107 A Protágoras le es sumamente violento examinar la opinión popular, por cuanto le parece siempre arbitraria y sin tino; pero Sócrates lo estima necesario ya que ha de servir para establecer la relación existente entre el coraje y las otras virtudes 108. Es evidente que para el pueblo [...] los placeres no son malos por el goce que causan en el acto, sino por las enfermedades y otros accidentes que arrastran tras de sí 109.
De donde se sigue que tales placeres parecen malos porque terminan en dolor o nos privan de placeres mayores. Por razones análogas, el pueblo admitirá también que hay cosas desagradables que son buenas, por ejemplo, ciertos tratamientos médicos que deben soportar los enfermos para recuperar su salud. Y se dice que son buenos no por el dolor que causan en el acto, sino por el bienestar que finalmente procuran. De donde resulta que la opinión del pueblo juzga que son buenas todas las cosas que terminan en placeres y nos eximen de dolores. Y cuando el placer es estimado un mal, es porque nos priva de placeres mayores o porque nos lleva a padecer dolores más sensibles. Análogamente el dolor le parece un bien cuando nos evita otro mayor o cuando nos procura un placer más vivo y duradero 110. 107 Cf. Protágoras, 352 d e. 108 Cf. Protágoras, 353 a b. 109 Protágoras, 353 d e.  110 Cf. Protágoras, 353 e – 354 e.   
Es notorio que el criterio popular resulta de la identificación del bien con el  placer y del mal con el dolor; y se contradice absolutamente toda vez que opina que un hombre conociendo el mal como mal, su voluntad cede arrastrada por la pasión; o lo que es lo mismo, que un hombre conociendo el bien se rehúsa practicarlo porque sucumbe a un placer del momento. Si la tabla de valores el pueblo establece que el bien es lo mismo que el placer y el mal es lo mismo que el dolor, resulta un evidente contrasentido, afirmar que [...] un hombre conociendo el mal, sabiendo que es un mal y pudiendo no cometerlo, sin embargo lo comete porque lo vence el bien, es decir, a un placer 111.                    
Esto significaría preferir un bien menor en vista de un mal mayor, lo cual no es razonable ni siquiera para el pueblo, tan poco dado a la razón. Lo razonable, lo discreto y conveniente, aún para el pueblo, es que si un hombre supiera pesar en una balanza de precisión, las cosas agradables y las cosas desagradables, es decir, las buenas y las malas en el consensum gentium, sus preferencias serían siempre correctas: si pesa las agradables con las agradables, se quedará con las más numerosas y las mayores; si pesa las agradables con las desagradables y resulta que los placeres presentes son menores que los placeres futuros, escogerá indudablemente los primeros en ambos casos 112. Si convenimos, pues, que [...] nuestra salud depende de una correcta elección entre la suma de placeres y la suma de dolores; y de lo que en estos dos géneros es más grande o más pequeño, más numeroso o menos numeroso y está más cerca o más lejos de nosotros, ¿no es cierto que este arte de examinar el exceso o el defecto del uno respecto del otro, o su igualdad respectiva, es una verdadera ciencia de medir? 113. 111 Protágoras, 355 d.  112 Cf. Protágoras, 356 a c.  113 Protágoras, 357 b.    
Sócrates deja para otra oportunidad discurrir acerca de esa ciencia y de ese arte de medir cuya adecuada aplicación nos aseguraría el logro del máximo placer y del dolor mínimo, dentro del mismo criterio hedonista del pueblo. Ahora sólo le interesa subrayar la primacía del conocimiento, la dependencia absoluta del saber en que se encuentra ese expreso antiintelectualismo y esa pura praxis de que hacen gala el pueblo y nuestros hombres positivos y prácticos. Aquellos mismos que declaman ruidosamente y con acento burlón, sobre la inoperancia e ineficacia absolutas del saber teórico o contemplativo (principalmente la sabiduría), acaban de confesar que [...] los que se engañan en la elección de los placeres y de los dolores, es decir, de los bienes y de los males, se                                                  engañan únicamente por falta de ciencia; y por falta de esa ciencia especial que enseña a medir 114. 
De ahí que Sócrates concluya certeramente: 
Ser vencido por el placer es el colmo de la ignorancia 115. 
Se comprende que así sea puesto que si lo agradable o placentero es lo bueno, no es razonable que un hombre sabiendo que puede hacer cosas mejores que las que hace; sin embargo se aplique a las malas y deje las buenas, estando en su voluntad escoger las últimas que son las más agradables, las que reservan los mejores placeres [...] ser inferior a sí mismo no es otra cosa que estar en la ignorancia; y ser superior a sí mismo no es otra cosa que poseer la ciencia 116. 
Sea cual fuere el criterio estimativo que se adopte, se vuelve indefectiblemente al punto de vista socrático que reduce toda virtud a una forma de saber. Quieras que no, hay que reconocer necesariamente que si la ética intelectualista de Sócrates exagera un poco, es apenas ese mínimo que la separa de la entera y estricta verdad. Toda virtud no es un puro saber, pero es principalmente un saber. Es oportuno que recordemos una vez más y no será la última, el aforismo de Aristóteles: una cosa es, sobre todo, lo principal de ella. Ha llegado el momento en que Sócrates va a responder sobre la objeción de Protágoras a su conclusión de que la sabiduría y el coraje son la misma cosa. 
- ¿Los cobardes no se dirigen a lugares que se consideran seguros, y los valientes a lugares que se tienen por peligrosos? - Así se dice vulgarmente, Sócrates 117. 
Así se dice vulgarmente, contesta Protágoras; pero antes ha convenido con Sócrates que nadie, tampoco los valientes, van en busca de lo que juzgan temible. Tanto los valientes como los cobardes  
[...] se dirigen hacia puntos que les inspiran confianza, 118 de donde parecería resultar que unos y otros emprenden las mismas cosas.   
                                                 114 Protágoras, 357 d.  115 Protágoras, 357 e.  116 Protágoras, 358 c.  117 Protágoras, 359 c.  118 Protágoras, 359 d. 
Pero esto es nada más que una mera apariencia: lo que inspira confianza a los valientes es justamente lo contrario de aquello en que confían los cobardes. Los hombres valientes van a una guerra justa porque es una cosa buena y bella; y si no es muy agradable ir, al menos, no es tan desagradable como rehusarse a combatir por una causa justa. Los hombres cobardes, en cambio, se niegan a emprender el camino de lo que es más bello, mejor y más agradable 119, por un temor vergonzoso o por una seguridad indigna que nace de su extrema ignorancia acerca de las cosas verdaderamente temibles y terribles. En lugar de preferir el puesto de combate donde sólo están expuestos el cuerpo y los bienes materiales –corruptibles tanto en la guerra como en la paz-, pero donde el alma tiene refugio cierto y su segura salvación; se entregan, en cambio, al peor de los males, a la más horrible fealdad y al mayor de los sufrimientos posibles: una vida que no puede ya mirar su propio rostro y la terrible espera sin esperanza  de una mala muerte. Se sigue, pues, necesariamente, que el coraje o valor es la ciencia de las cosas temibles y de las que no lo son. Y la cobardía no es otra cosa, en el fondo, que una especia de la peor ignorancia 120. Protágoras no insiste más; acepta que no puede haber otra conclusión una vez asentados los principios del insuperable maestro de conducta, que es como decir, de la buena ciencia. Al final del Diálogo, Sócrates hace resaltar irónicamente la paradójica situación que ha venido a resultar en la disputa, tanto para él como para su adversario. 
¡Sócrates y Protágoras, sois unos pobres disputadores! Tú, Sócrates, después de haber sostenido que la virtud no puede ser enseñada, te esfuerzas ahora en contradecirte, procurando hacer ver que es ciencia toda virtud, la justicia, la templanza, el coraje; de donde justamente se concluye que la virtud puede ser enseñada [...] Protágoras, por su parte, después de haber sostenido que se la puede enseñar, incurre igualmente en contradicción, tratando de demostrar que es otra cosa que la ciencia, lo que equivale a decir formalmente que no puede ser enseñada 121. 119 Cf. Protágoras, 360 a c.  120 Cf. Protágoras, 360 d e.  121 Protágoras, 361, a c.    
Aunque la reconvención de Sócrates, lo incluye a él mismo para suavizar generosamente el contraste de su adversario, sólo alcanza a este último. Solamente Protágoras, tan seguro de sí mismo, cuyas lecciones se reclaman de todas partes y a quien acude ansiosa la mejor juventud griega, tiene los principios confundidos y trastornados en la cabeza. Se presume maestro de virtud; se hace pagar una fortuna para enseñar la virtud; y la lógica de su discurso lleva inexorablemente a negar que la virtud pueda ser enseñada, puesto que es distinta de la ciencia y tan sólo la ciencia es propiamente docente.     
De donde se concluye con rigurosa necesidad, que Protágoras no puede enseñar lo que no sabe; y ésta es, en verdad, la situación aparentemente paradójica de los pedagogos puros que no son doctos en ninguna ciencia determinada y pretenden poseer la virtud de enseñar sin poseer la ciencia que enseñan. Si bien se mira, no hay cosa más absurda que un doctor en pedagogía, una persona que sería docta en enseñar sin ser docto en las ciencias cuya enseñanza, sin embargo, presume dominar. Es una situación análoga a la del sofista Protágoras, el más famoso y el más cotizado maestro de virtud de toda Grecia que pretende saber enseñar como ninguno, negando al mismo tiempo, que lo que enseña es un saber. A pesar de todo, Protágoras, el extranjero Protágoras que trafica con el simulacro de la verdadera sabiduría y que se cree sin defecto alguno, no puede resistir la seducción de la inteligencia soberana de Sócrates y no puede menos que dar testimonio antes esa juventud ateniense, ligera y atolondrada, que busca sus caminos fuera de sí misma, fuera de su alma y de su Ciudad. 
[...] de todos los que yo trato, eres tú el que más admiro, y, entre todos los de tu edad, no hay ninguno que no esté infinitamente por debajo de ti. Añado que no me sorprenderé, si algún día tu nombre aparece entre los personajes que se han hecho célebres por su sabiduría 122. 122 Protágoras, 361 d e.