martes, 8 de septiembre de 2020

I- La primera ola del feminismo



Parte 2: Por Nicolás Marquez
Feminismo e ideología de género



I- La primera ola del feminismo

Dado que el feminismo no puede ser abordado como una ideología unívoca, sus diversas expresiones suelen ser diferenciadas a través de “olas” que se van sucediendo unas a otras a través de la historia, y que llevan consigo importantes cambios políticoteóricos respecto de sus predecesoras. De tal suerte que resulta necesario repasar rápidamente las principales características de estas distintas manifestaciones de feminismo, para escapar a los discursos reduccionistas que nos llevarían a generalizaciones peligrosas. En efecto, el feminismo radical, sobre el cual aquí concentramos nuestras críticas, nada tiene que ver con otros feminismos que la historia ha registrado y que nosotros, lejos de criticarlos, creemos que representaron progresos sociales importantes y necesarios.

Los orígenes de lo que podemos llamar la “primera ola” feminista han de encontrarse en los tiempos del Renacimiento (Siglos XV y XVI), como período de transición entre la Edad Media y la Edad Moderna. Mujeres de gran inteligencia comienzan a reclamar el derecho a recibir educación de manera equitativa a la recibida por los hombres, y empiezan a notar y a hacer notar el papel socialmente relegado que juega la mujer de aquel entonces. Nuevos aires intelectuales se sienten fundamentalmente en Europa; los clásicos son releídos sin los anteojos arquetípicos del mundo medieval. Y así, a este momento de la historia corresponden obras tales como La ciudad de las damas de Christine de Pizan, escrita en 1405, y La igualdad de los sexos del sacerdote Poulain de la Barre, publicada en 1671. Entre medio de ellos, Cornelius Agrippa publica la célebre obra De la nobleza y la preexcelencia del sexo femenino en 1529. El padre Du Boscq escribe a favor de la educación abierta al público femenino en La mujer honesta. Al término del Siglo XVII, el filósofo Fontenelle publica sus Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos. A la lista se puede sumar La novia perfecta de Antoine Héroët, El discurso docto y sutil de Margarita de Valois, entre otros ejemplos de los nuevos aires intelectuales concentrados en el flamante reclamo de y por la mujer.

Pero la primera ola feminista no se va a expresar con toda su fuerza sino a causa de las nuevas condiciones sociales, políticas y económicas que se derivaron de las revoluciones de inspiración liberal del Siglo XVIII. Y no debe extrañar que así haya sido, atendiendo al marco ideológico en el cual aquéllas se originaron y desarrollaron, fundado en la igualdad natural entre los hombres y la libertad individual. Y ello sin dejar de considerar, por supuesto, la importancia del factor económico: estas revoluciones que traerán consigo el capitalismo liberal al mundo, crearán nuevas condiciones de vida para la mujer, la cual ve frente de sí todo un nuevo universo lleno de posibilidades fuera del hogar.

Este primer feminismo surgido de las entrañas de las revoluciones liberales luchará, en términos generales, por el acceso a la ciudadanía por parte de la mujer: el derecho a la participación política y el derecho a acceder a la educación que, hasta entonces, había estado reservada para los hombres, estructuran el discurso del naciente feminismo de carácter liberal. El contexto filosófico imperante es funcional a este discurso. Voltaire postula la igualdad de mujeres y hombres, y llama a las primeras “el bello sexo”. Diderot les dice a las mujeres “Os compadezco” y denuncia que a lo largo de la historia “han sido tratadas como imbéciles”. Montesquieu determina que la mujer tiene todo lo que se necesita para poder tomar parte en la vida política. Condorcet publica en 1790 el texto “Sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía”, donde concluye que los principios democráticos que se han inaugurado caben a todos por igual independientemente del sexo. “¿Por qué unos seres expuestos a embarazos y a indisposiciones pasajeras no podrían ejercer derechos de los que nunca se pensó privar a la gente que tiene gota todos los inviernos o que se resfría fácilmente?”, ironiza este último. 

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Es en este contexto en el que estas nuevas demandas, al compás de las nuevas ideas, nacerán con especial relieve en el epicentro de las revoluciones de inspiración liberal: Inglaterra, Francia y Estados Unidos.

Suele tomarse como obra fundacional de la primera ola feminista al libro Vindicación de los derechos de la mujer, de la inglesa Mary Wollstonecraft, centrado en la igualdad de inteligencia entre hombres y mujeres y en una reivindicación de la educación femenina. Nacida en 1759 y fallecida en 1797, Wollstonecraft trasciende como una de las más importantes escritoras de su tiempo, a pesar de no haber gozado de una educación que excediera el quehacer doméstico. Su carrera como escritora nace cuando recibe el encargo de escribir Pensamientos acerca de la educación de las niñas, donde ya empieza a formar sus ideas en defensa de una enseñanza que incluyera al sexo femenino, y llega a la cima con el citado Vindicación de los derechos de la mujer, redactado en apenas seis semanas de 1792, donde abroga por la participación política de la mujer, el acceso a la ciudadanía, la independencia económica y la inclusión en el sistema educativo.

Quien recogerá el legado de Wollstonecraft durante buena parte del Siglo XIX en Inglaterra no será, sin embargo, una mujer, sino un hombre: John Stuart Mill. Su libro La sujeción de la mujer, publicado en 1869, es su obra más importante en esta materia, editada no sólo en su país de origen, sino también en Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda, Alemania, Austria, Suecia, Italia, Polonia, Rusia, Dinamarca, entre otros países.

Allí, Mill hace concreto hincapié en la desigualdad ante la ley entre hombres y mujeres, criticando especialmente el régimen marital de su época, el cual concedía derechos legales sobre los hijos solamente al padre (ni con la muerte del marido la madre gozaba de custodia legal de los hijos), enajenaba cualquier propiedad que pudiera tener la mujer en favor de su esposo, y hacía de ella prácticamente una propiedad de aquél: “La mujer no puede hacer nada sin el permiso tácito, por lo menos, de su esposo. No puede adquirir bienes más que para él; desde el instante en que obtiene alguna propiedad, aunque sea por herencia, para él es ipso facto”[67] escribe John Stuart Mill. No obstante —es justo subrayarlo— el suyo no fue sólo un trabajo intelectual. También llevó, como diputado de la Cámara de los Comunes, estas demandas a la arena política. Así, propuso (sin éxito) que, en el marco de una reforma electoral que se trataba en sus días, se cambiase la palabra “hombre” por “persona”, de modo que pudiera habilitar el voto femenino.

En este marco, en 1869 Inglaterra ve nacer la Sociedad Nacional del Sufragio Femenino, y en 1903 la Unión Social y Política Femenina[68], cuyo lema “Voto para las mujeres” —nombre también de su periódico semanal— presiona al Parlamento para que incluya políticamente a las mujeres. El objetivo recién sería cumplido en 1918, tras varios años de mucha tensión política y social.

En Francia, por su parte, la primera ola feminista tiene su origen en la polémica Revolución de 1789. Durante esos días se genera una manifestación de feminismo de la cual poco se conoce, cuando un grupo de mujeres entienden que han quedado excluidas de la Asamblea General conformada tras la revolución, y hacen oír sus voces en los llamados “Cuadernos de Quejas”.

Con el avance de la Revolución, la exclusión de las mujeres se acentúa: en 1793 los revolucionarios disuelven los clubes femeninos y establecen una normativa según la cual, por ejemplo, no pueden reunirse en la calle más de cinco mujeres. En 1795 se prohíbe expresamente a las mujeres la asistencia a las asambleas políticas. En las llamadas “codificaciones napoleónicas” (las nuevas formas de derecho francés) se consagra, entre otras cosas, la minoría de edad perpetua para las mujeres. El naciente sistema educacional estatal excluye a la mujer del nivel medio y superior, aunque su enseñanza primaria se declara graciable. Un dato pinta de cuerpo entero el clima de la época: uno de los grupos más radicales de la Revolución Francesa, “Los Iguales”, saca a la luz un panfleto titulado “Proyecto de una ley por la que se prohíba a las mujeres aprender a leer”. El mismísimo Jean-Jacques Rousseau, cuyo pensamiento influyó de manera determinante en la Revolución Francesa, escribe contra la inclusión educativa y política de la mujer en el Emilio (es precisamente a éste a quien responde Wollstonecraft en Vindicación…).

Muchas mujeres terminan siendo guillotinadas por los revolucionarios, como Olimpia de Gouges, autora de la “Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana”, texto publicado en 1791 que buscaba equiparar jurídicamente a las mujeres respecto de los hombres. De tal suerte que, como un calco de la “Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano”, de Gouges había anotado que “La mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden estar fundadas en la utilidad común”, y que “La ley debe ser la expresión de la voluntad general; todas las Ciudadanas y Ciudadanos deben participar en su formación personalmente o por medio de sus representantes”. Toda una reivindicación de derechos civiles y políticos para su sexo. Años más tarde quien tomará la bandera de la mujer, como en Inglaterra con Mill, será un hombre: León Richier, fundador del periódico Los derechos de la mujer en 1869, y organizador del Congreso Internacional de los Derechos de la Mujer en 1878. En 1909 se fundará la Unión Francesa para el Sufragio Feminista, pero el derecho a votar recién será conquistado en 1945.

En Estados Unidos el año que se suele tomar como referencia del surgimiento de la primera ola del feminismo es 1848, año en que se redacta la “Declaración de Seneca Falls”, el texto fundacional del sufragismo estadounidense. Éste es el resultado de una reunión que Elizabeth Cady Stanton, una activista del abolicionismo de la esclavitud, convoca en una capilla metodista de Nueva York, a los fines de “estudiar las condiciones y derechos sociales, civiles y religiosos de la mujer”, tal como rezaban los anuncios que se distribuyeron.

Así como Olimpia de Gouges basó su Declaración de los Derechos de la Mujer en la Declaración de los Derechos del Hombre, la Declaración de Seneca Falls se basa en la Declaración de Independencia de Estados Unidos. La filósofa Amelia Valcárcel explica que la Declaración de Seneca Falls se erigió “desde postulados iusnaturalistas y lockeanos, acompañados de la idea de que los seres humanos nacen libres e iguales”.[69] Entre otras cosas, allí se anota que “todos los hombres y mujeres son creados iguales; que están dotados por el creador de ciertos derechos inalienables, entre los que figuran la vida, la libertad y la persecución de la felicidad”. Se hace especial hincapié en reivindicar los derechos de participación política para la mujer y contra las restricciones de carácter económico imperantes en la época, como la prohibición de tener propiedades y dedicarse a la actividad comercial.

Importantes políticos y pensadores norteamericanos como Abraham Lincoln y Ralph Emerson apoyan la causa de las mujeres. En 1866, el Partido Republicano presenta la Decimocuarta Enmienda a la Constitución, en la cual se concede el voto a los esclavos, pero la mujer continúa excluida. Dos años más tarde, en 1868, Estados Unidos ve nacer la Asociación Nacional para el Sufragio Femenino, y un año más tarde la Asociación Americana para el Sufragio Femenino. Ese mismo año, 1869, el primer Estado norteamericano concede el voto a las mujeres: Wyoming. Pero recién en 1918 se aprobará la Decimonovena Enmienda por la cual el voto femenino fue posible, gracias a un Congreso Republicano, setenta años después de la Declaración de Seneca Falls.

Como hemos visto de la forma más sintética que nos fue posible exponer, las revoluciones liberales trajeron igualdad y libertad pero sólo para los hombres en sus comienzos. La ley seguía siendo dispareja, y las mujeres continuaron siendo un conjunto humano pre-cívico y al margen del sistema educativo. Pero el nuevo marco filosófico y las nuevas realidades económicas que las mismas revoluciones liberales apuntalaron, empezarán a transformar la moral de la época, y la preocupación por la situación de la mujer emergerá con gran fuerza. Por ello la primera ola del feminismo, de carácter liberal, también conocida como “sufragismo”, se caracterizó fundamentalmente por el acento puesto en la igualdad ante la ley, reivindicando derechos cívicos y políticos para el sexo femenino lo cual, lejos de representar un mal social, fue un gran aporte en favor de la Justicia.

El final de esta historia es bien conocido. En muchos de los países industrializados las mujeres accedieron a los derechos políticos antes de la Primera Guerra Mundial. Y al término de la Segunda Guerra Mundial, en todos los países donde regía un sistema democrático, el voto se había por fin universalizado en favor del público femenino.

Sin embargo, el feminismo no había agotado de ninguna manera su razón de ser, sino que estaba llamado a reinventarse. No otro que Ludwig von Mises, uno de los máximos referentes de la Escuela Austríaca de Economía, advirtió en 1922 por dónde se había empezado a desviar el feminismo y por cuáles vías se daría su desarrollo, dejándolo plasmado en un párrafo que vale la pena reproducir y que sería interesante que muchos libertarios que culturalmente hoy resultan funcionales al neomarxismo lo tuvieran en consideración: “Mientras el movimiento feminista se limite a igualar los derechos jurídicos de la mujer con los del hombre, a darle seguridad sobre las posibilidades legales y económicas de desenvolver sus facultades y de manifestarlas mediante actos que correspondan a sus gustos, a sus deseos y a su situación financiera, sólo es una rama del gran movimiento liberal que encarna la idea de una evolución libre y tranquila. Si, al ir más allá de estas reivindicaciones, el movimiento feminista cree que debe combatir instituciones de la vida social con la esperanza de remover, por este medio, ciertas limitaciones que la naturaleza ha impuesto al destino humano, entonces ya es un hijo espiritual del socialismo. Porque es característica propia del socialismo buscar en las instituciones sociales las raíces de las condiciones dadas por la naturaleza, y por tanto sustraídas de la acción del hombre, y pretender, al reformarlas, reformar la naturaleza misma”.[70]
No se equivocaba Mises, y así fue como las subsiguientes olas del feminismo no sólo se despojaron del discurso liberal, sino que se reubicaron en la trinchera del frente.