Parte 2: Por Nicolás Marquez
Feminismo e ideología de género
I- La primera ola del feminismo
Dado que el feminismo
no puede ser abordado como una ideología unívoca, sus diversas expresiones
suelen ser diferenciadas a través de “olas” que se van sucediendo unas a otras
a través de la historia, y que llevan consigo importantes cambios políticoteóricos
respecto de sus predecesoras. De tal suerte que resulta necesario repasar
rápidamente las principales características de estas distintas manifestaciones
de feminismo, para escapar a los discursos reduccionistas que nos llevarían a
generalizaciones peligrosas. En efecto, el feminismo radical, sobre el cual
aquí concentramos nuestras críticas, nada tiene que ver con otros feminismos
que la historia ha registrado y que nosotros, lejos de criticarlos, creemos que
representaron progresos sociales importantes y necesarios.
Los orígenes de lo que
podemos llamar la “primera ola” feminista han de encontrarse en los tiempos del
Renacimiento (Siglos XV y XVI), como período de transición entre la Edad Media
y la Edad Moderna. Mujeres de gran inteligencia comienzan a reclamar el derecho
a recibir educación de manera equitativa a la recibida por los hombres, y
empiezan a notar y a hacer notar el papel socialmente relegado que juega la
mujer de aquel entonces. Nuevos aires intelectuales se sienten fundamentalmente
en Europa; los clásicos son releídos sin los anteojos arquetípicos del mundo
medieval. Y así, a este momento de la historia corresponden obras tales como La
ciudad de las damas de Christine de Pizan, escrita en 1405, y La igualdad de
los sexos del sacerdote Poulain de la Barre, publicada en 1671. Entre medio de
ellos, Cornelius Agrippa publica la célebre obra De la nobleza y la
preexcelencia del sexo femenino en 1529. El padre Du Boscq escribe a favor de
la educación abierta al público femenino en La mujer honesta. Al término del
Siglo XVII, el filósofo Fontenelle publica sus Conversaciones sobre la
pluralidad de los mundos. A la lista se puede sumar La novia perfecta de
Antoine Héroët, El discurso docto y sutil de Margarita de Valois, entre otros
ejemplos de los nuevos aires intelectuales concentrados en el flamante reclamo
de y por la mujer.
Pero la primera ola
feminista no se va a expresar con toda su fuerza sino a causa de las nuevas
condiciones sociales, políticas y económicas que se derivaron de las revoluciones
de inspiración liberal del Siglo XVIII. Y no debe extrañar que así haya sido,
atendiendo al marco ideológico en el cual aquéllas se originaron y
desarrollaron, fundado en la igualdad natural entre los hombres y la libertad
individual. Y ello sin dejar de considerar, por supuesto, la importancia del
factor económico: estas revoluciones que traerán consigo el capitalismo liberal
al mundo, crearán nuevas condiciones de vida para la mujer, la cual ve frente
de sí todo un nuevo universo lleno de posibilidades fuera del hogar.
Este primer feminismo
surgido de las entrañas de las revoluciones liberales luchará, en términos
generales, por el acceso a la ciudadanía por parte de la mujer: el derecho a la
participación política y el derecho a acceder a la educación que, hasta
entonces, había estado reservada para los hombres, estructuran el discurso del
naciente feminismo de carácter liberal. El contexto filosófico imperante es
funcional a este discurso. Voltaire postula la igualdad de mujeres y hombres, y
llama a las primeras “el bello sexo”. Diderot les dice a las mujeres “Os
compadezco” y denuncia que a lo largo de la historia “han sido tratadas como
imbéciles”. Montesquieu determina que la mujer tiene todo lo que se necesita
para poder tomar parte en la vida política. Condorcet publica en 1790 el texto
“Sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía”, donde concluye que
los principios democráticos que se han inaugurado caben a todos por igual
independientemente del sexo. “¿Por qué unos seres expuestos a embarazos y a
indisposiciones pasajeras no podrían ejercer derechos de los que nunca se pensó
privar a la gente que tiene gota todos los inviernos o que se resfría
fácilmente?”, ironiza este último.
***
Es en este contexto en
el que estas nuevas demandas, al compás de las nuevas ideas, nacerán con
especial relieve en el epicentro de las revoluciones de inspiración liberal:
Inglaterra, Francia y Estados Unidos.
Suele tomarse como
obra fundacional de la primera ola feminista al libro Vindicación de los
derechos de la mujer, de la inglesa Mary Wollstonecraft, centrado en la
igualdad de inteligencia entre hombres y mujeres y en una reivindicación de la
educación femenina. Nacida en 1759 y fallecida en 1797, Wollstonecraft
trasciende como una de las más importantes escritoras de su tiempo, a pesar de
no haber gozado de una educación que excediera el quehacer doméstico. Su
carrera como escritora nace cuando recibe el encargo de escribir Pensamientos
acerca de la educación de las niñas, donde ya empieza a formar sus ideas en
defensa de una enseñanza que incluyera al sexo femenino, y llega a la cima con
el citado Vindicación de los derechos de la mujer, redactado en apenas seis
semanas de 1792, donde abroga por la participación política de la mujer, el
acceso a la ciudadanía, la independencia económica y la inclusión en el sistema
educativo.
Quien recogerá el
legado de Wollstonecraft durante buena parte del Siglo XIX en Inglaterra no
será, sin embargo, una mujer, sino un hombre: John Stuart Mill. Su libro La sujeción
de la mujer, publicado en 1869, es su obra más importante en esta materia,
editada no sólo en su país de origen, sino también en Estados Unidos,
Australia, Nueva Zelanda, Alemania, Austria, Suecia, Italia, Polonia, Rusia,
Dinamarca, entre otros países.
Allí, Mill hace
concreto hincapié en la desigualdad ante la ley entre hombres y mujeres,
criticando especialmente el régimen marital de su época, el cual concedía
derechos legales sobre los hijos solamente al padre (ni con la muerte del
marido la madre gozaba de custodia legal de los hijos), enajenaba cualquier
propiedad que pudiera tener la mujer en favor de su esposo, y hacía de ella
prácticamente una propiedad de aquél: “La mujer no puede hacer nada sin el
permiso tácito, por lo menos, de su esposo. No puede adquirir bienes más que
para él; desde el instante en que obtiene alguna propiedad, aunque sea por
herencia, para él es ipso facto”[67] escribe John Stuart Mill. No obstante —es
justo subrayarlo— el suyo no fue sólo un trabajo intelectual. También llevó,
como diputado de la Cámara de los Comunes, estas demandas a la arena política.
Así, propuso (sin éxito) que, en el marco de una reforma electoral que se
trataba en sus días, se cambiase la palabra “hombre” por “persona”, de modo que
pudiera habilitar el voto femenino.
En este marco, en 1869
Inglaterra ve nacer la Sociedad Nacional del Sufragio Femenino, y en 1903 la
Unión Social y Política Femenina[68], cuyo lema “Voto para las mujeres” —nombre
también de su periódico semanal— presiona al Parlamento para que incluya
políticamente a las mujeres. El objetivo recién sería cumplido en 1918, tras
varios años de mucha tensión política y social.
En Francia, por su
parte, la primera ola feminista tiene su origen en la polémica Revolución de
1789. Durante esos días se genera una manifestación de feminismo de la cual
poco se conoce, cuando un grupo de mujeres entienden que han quedado excluidas
de la Asamblea General conformada tras la revolución, y hacen oír sus voces en
los llamados “Cuadernos de Quejas”.
Con el avance de la
Revolución, la exclusión de las mujeres se acentúa: en 1793 los revolucionarios
disuelven los clubes femeninos y establecen una normativa según la cual, por
ejemplo, no pueden reunirse en la calle más de cinco mujeres. En 1795 se prohíbe
expresamente a las mujeres la asistencia a las asambleas políticas. En las
llamadas “codificaciones napoleónicas” (las nuevas formas de derecho francés)
se consagra, entre otras cosas, la minoría de edad perpetua para las mujeres.
El naciente sistema educacional estatal excluye a la mujer del nivel medio y
superior, aunque su enseñanza primaria se declara graciable. Un dato pinta de
cuerpo entero el clima de la época: uno de los grupos más radicales de la
Revolución Francesa, “Los Iguales”, saca a la luz un panfleto titulado
“Proyecto de una ley por la que se prohíba a las mujeres aprender a leer”. El
mismísimo Jean-Jacques Rousseau, cuyo pensamiento influyó de manera
determinante en la Revolución Francesa, escribe contra la inclusión educativa y
política de la mujer en el Emilio (es precisamente a éste a quien responde
Wollstonecraft en Vindicación…).
Muchas mujeres
terminan siendo guillotinadas por los revolucionarios, como Olimpia de Gouges,
autora de la “Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana”, texto
publicado en 1791 que buscaba equiparar jurídicamente a las mujeres respecto de
los hombres. De tal suerte que, como un calco de la “Declaración de los
Derechos del Hombre y el Ciudadano”, de Gouges había anotado que “La mujer nace
libre y permanece igual al hombre en derechos. Las distinciones sociales sólo
pueden estar fundadas en la utilidad común”, y que “La ley debe ser la
expresión de la voluntad general; todas las Ciudadanas y Ciudadanos deben
participar en su formación personalmente o por medio de sus representantes”.
Toda una reivindicación de derechos civiles y políticos para su sexo. Años más
tarde quien tomará la bandera de la mujer, como en Inglaterra con Mill, será un
hombre: León Richier, fundador del periódico Los derechos de la mujer en 1869,
y organizador del Congreso Internacional de los Derechos de la Mujer en 1878.
En 1909 se fundará la Unión Francesa para el Sufragio Feminista, pero el
derecho a votar recién será conquistado en 1945.
En Estados Unidos el
año que se suele tomar como referencia del surgimiento de la primera ola del
feminismo es 1848, año en que se redacta la “Declaración de Seneca Falls”, el
texto fundacional del sufragismo estadounidense. Éste es el resultado de una
reunión que Elizabeth Cady Stanton, una activista del abolicionismo de la
esclavitud, convoca en una capilla metodista de Nueva York, a los fines de
“estudiar las condiciones y derechos sociales, civiles y religiosos de la
mujer”, tal como rezaban los anuncios que se distribuyeron.
Así como Olimpia de
Gouges basó su Declaración de los Derechos de la Mujer en la Declaración de los
Derechos del Hombre, la Declaración de Seneca Falls se basa en la Declaración
de Independencia de Estados Unidos. La filósofa Amelia Valcárcel explica que la
Declaración de Seneca Falls se erigió “desde postulados iusnaturalistas y
lockeanos, acompañados de la idea de que los seres humanos nacen libres e
iguales”.[69] Entre otras cosas, allí se anota que “todos los hombres y mujeres
son creados iguales; que están dotados por el creador de ciertos derechos
inalienables, entre los que figuran la vida, la libertad y la persecución de la
felicidad”. Se hace especial hincapié en reivindicar los derechos de
participación política para la mujer y contra las restricciones de carácter
económico imperantes en la época, como la prohibición de tener propiedades y
dedicarse a la actividad comercial.
Importantes políticos
y pensadores norteamericanos como Abraham Lincoln y Ralph Emerson apoyan la
causa de las mujeres. En 1866, el Partido Republicano presenta la Decimocuarta
Enmienda a la Constitución, en la cual se concede el voto a los esclavos, pero
la mujer continúa excluida. Dos años más tarde, en 1868, Estados Unidos ve
nacer la Asociación Nacional para el Sufragio Femenino, y un año más tarde la
Asociación Americana para el Sufragio Femenino. Ese mismo año, 1869, el primer
Estado norteamericano concede el voto a las mujeres: Wyoming. Pero recién en
1918 se aprobará la Decimonovena Enmienda por la cual el voto femenino fue
posible, gracias a un Congreso Republicano, setenta años después de la
Declaración de Seneca Falls.
Como hemos visto de la
forma más sintética que nos fue posible exponer, las revoluciones liberales
trajeron igualdad y libertad pero sólo para los hombres en sus comienzos. La
ley seguía siendo dispareja, y las mujeres continuaron siendo un conjunto
humano pre-cívico y al margen del sistema educativo. Pero el nuevo marco
filosófico y las nuevas realidades económicas que las mismas revoluciones
liberales apuntalaron, empezarán a transformar la moral de la época, y la
preocupación por la situación de la mujer emergerá con gran fuerza. Por ello la
primera ola del feminismo, de carácter liberal, también conocida como
“sufragismo”, se caracterizó fundamentalmente por el acento puesto en la
igualdad ante la ley, reivindicando derechos cívicos y políticos para el sexo
femenino lo cual, lejos de representar un mal social, fue un gran aporte en
favor de la Justicia.
El final de esta
historia es bien conocido. En muchos de los países industrializados las mujeres
accedieron a los derechos políticos antes de la Primera Guerra Mundial. Y al
término de la Segunda Guerra Mundial, en todos los países donde regía un
sistema democrático, el voto se había por fin universalizado en favor del
público femenino.
Sin embargo, el
feminismo no había agotado de ninguna manera su razón de ser, sino que estaba
llamado a reinventarse. No otro que Ludwig von Mises, uno de los máximos
referentes de la Escuela Austríaca de Economía, advirtió en 1922 por dónde se
había empezado a desviar el feminismo y por cuáles vías se daría su desarrollo,
dejándolo plasmado en un párrafo que vale la pena reproducir y que sería
interesante que muchos libertarios que culturalmente hoy resultan funcionales
al neomarxismo lo tuvieran en consideración: “Mientras el movimiento feminista
se limite a igualar los derechos jurídicos de la mujer con los del hombre, a
darle seguridad sobre las posibilidades legales y económicas de desenvolver sus
facultades y de manifestarlas mediante actos que correspondan a sus gustos, a
sus deseos y a su situación financiera, sólo es una rama del gran movimiento
liberal que encarna la idea de una evolución libre y tranquila. Si, al ir más
allá de estas reivindicaciones, el movimiento feminista cree que debe combatir
instituciones de la vida social con la esperanza de remover, por este medio,
ciertas limitaciones que la naturaleza ha impuesto al destino humano, entonces
ya es un hijo espiritual del socialismo. Porque es característica propia del
socialismo buscar en las instituciones sociales las raíces de las condiciones
dadas por la naturaleza, y por tanto sustraídas de la acción del hombre, y
pretender, al reformarlas, reformar la naturaleza misma”.[70]
No se equivocaba Mises, y
así fue como las subsiguientes olas del feminismo no sólo se despojaron del
discurso liberal, sino que se reubicaron en la trinchera del frente.