martes, 8 de septiembre de 2020

II- La segunda ola del feminismo



Parte 2: Feminismo e ideología de género
II- La segunda ola del feminismo

Si la primera ola del feminismo puede comprenderse como la preocupación por el lugar que la mujer ocupa en la sociedad iluminada por el marco conceptual del liberalismo, la segunda ola feminista se puede entender como dicha preocupación vista a través de los lentes de la ideología marxista y el socialismo.

Aquí debemos efectuar una aclaración importante: muchos estudios sobre feminismo suelen dar un salto desde la ola sufragista que acabamos de ver, directamente a la “ola contemporánea” (llamada por ellos “segunda ola”) que tiene su punto de arranque en 1968, año del “Mayo Francés”. Ignoramos la razón, pero el feminismo de corte marxista, siguiendo este esquema, termina marginado de la historia del feminismo. De tal suerte que nosotros hemos decidido recuperarlo bajo los términos de un lugar destacado, ubicándolo como la “segunda ola” del feminismo, en razón de que su ataque a la propiedad privada y el capitalismo serán elementos que se trasladarán, más tarde, al feminismo de nuestros tiempos como parte central de su discurso.

Las raíces más hondas del feminismo marxista pueden hallarse en socialistas utópicos como Saint-Simon y Fourier. En efecto, en su proyecto utópico contrario al capitalismo aquéllos se habían detenido a pensar en la emancipación de la mujer a través de la emancipación total de la sociedad, con arreglo al “amor fraterno” y a la inclusión de aquélla en la vida económico-productiva. Las utopías socialistas además de arremeter contra la propiedad privada, plantearon también la desaparición del matrimonio como institución social.

Pero el verdadero punto de arranque del feminismo marxista lo dará, descartando de raíz el método utópico, no otro que Friedrich Engels quien, una vez muerto su socio intelectual Karl Marx, ahondó desde el materialismo dialéctico marxista la cuestión de la mujer y la familia en su obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, publicada en 1884.

Allí, Engels presenta un trabajo de base antropológica (fundamentado principalmente en los estudios del célebre antropólogo Lewis Morgan) a través del cual va siguiendo un presunto esquema de evolución del hombre y la sociedad, desde el salvajismo hasta la civilización, haciendo foco en los cambios acontecidos en la institución familiar. Su interés final estriba en mostrar que la familia monogámica es apenas un tipo de familia que nace como reflejo de la aparición y el desarrollo de la institución de la propiedad privada. Antes de ella habrían existido esquemas familiares muy diferentes a los de hoy: “el estudio de la historia primitiva nos revela un estado de cosas en que los hombres practican la poligamia y sus mujeres la poliandria y en que, por consiguiente, los hijos de unos y otros se consideran comunes”.[71]

Asumiendo Engels que esta afirmación era válida, la forma más antigua de matrimonio a la que recurre para dar sentido a su teoría es el llamado “matrimonio por grupos”, en el cual cada hombre tenía muchas mujeres, y supuestamente cada mujer muchos hombres. En estado salvaje ni siquiera el incesto supone límite moral, y Engels cita notas de Marx al respecto: “En los tiempos primitivos, la hermana era la esposa, y esto era moral”.[72] De tal suerte que la primera exclusión sexual se refirió a las relaciones carnales entre padres e hijos; la segunda, entre hermanos. Como veremos más tarde, el feminismo de la tercera ola y el feminismo “queer” otorgarán al incesto y a la pedofilia el lugar de una de sus reivindicaciones más despreciables.

Pero volviendo al texto que nos compete, subsiste un problema clave en el sistema de parentesco bajo esta estructura familiar que nos plantea Engels como presunta edad dorada: la descendencia se establece exclusivamente por línea materna, puesto que en los “matrimonios por grupo” sólo se tiene seguridad sobre el vínculo maternal respecto de la criatura. De tal suerte que Engels nos muestra una comunidad primigenia y virtualmente salvaje en la que prevalece la mujer: “la economía doméstica comunista significa predominio de la mujer en la casa lo mismo que el reconocimiento exclusivo de la madre propia, en la imposibilidad de conocer con certidumbre al verdadero padre, significa una profunda estimación de las mujeres (…). Habitualmente, las mujeres gobernaban en la casa; las provisiones eran comunes, pero ¡desdichado el pobre marido o amante que era demasiado holgazán o torpe para aportar su parte al fondo de provisiones de la comunidad!”.[73]

Este aparente sistema de comunismo primitivo mantendría, como vemos, un régimen matriarcal. A Engels no se le ocurre pensar en cuestiones tan elementales como la diferencia física existente entre hombres y mujeres, y lo que ello ha significado para la dominación de los primeros sobre las segundas en épocas pasadas donde, como es conocido, el poder estaba íntimamente ligado a la fuerza física. Es más, Engels llega a pintar el paraíso hembrista que describe arguyendo (y fantaseando) que las mujeres de entonces estaban en mejor posición respecto de las mujeres de épocas modernas: “La señora de la civilización, rodeada de aparentes homenajes, extraña a todo trabajo efectivo, tiene una posición social muy inferior a la de la mujer de la barbarie, que trabaja de firme, se ve en su pueblo conceptuada como una verdadera dama (lady, frowa, frau = señora) y lo es efectivamente por su propia posición”.[74]

Como buen materialista dialéctico, Engels encontrará que el desarrollo de las formas de la institución familiar constituye un reflejo del desarrollo de las condiciones económicas. La acumulación de riqueza dio paso, más temprano que tarde, al surgimiento de la propiedad privada. En efecto, la división del trabajo familiar puso sobre el hombre la función de procurar alimentos y herramientas, con lo cual aquél se fue apropiando de a poco de éstos. El problema subsistente era que, dado que la descendencia se establecía por línea materna, los hijos heredaban de la madre, pero no de su padre. Así, el hombre irá tomando preeminencia por sobre la mujer a medida que aumentaba la riqueza, y tal cosa le permitirá empezar a modificar también la forma en que se establecía la línea de descendencia y, por tanto, el derecho de herencia. Nace aquí en el discurso marxista un régimen cuyo nombre estructura el discurso del feminismo contemporáneo: “Resultó de ahí una espantosa confusión, la cual sólo podía remediarse y fue en parte remediado con el paso al patriarcado”[75], concluye el socio de Marx.

¿Qué nos dice Engels en una palabra? Pues que es la aparición de la propiedad privada la que derroca el “paraíso comunista matriarcal” y nos trae el régimen de dominación masculina. La propiedad privada, causal de la explotación de las clases, es causal también de la explotación de los sexos. “El derrocamiento del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo. El hombre empuñó también las riendas en la casa; la mujer se vio degradada, convertida en la servidora, en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducción”[76], escribía Engels.

Es llamativo el parangón lingüístico que se hace con el conflicto de clases.[77] Parece, en efecto, que se estuviera hablando exactamente de lo mismo, y de hecho tendrían, según la teoría marxista, el mismo origen en la existencia de la propiedad privada. ¿Y si coinciden en el origen, no deberían coincidir por añadidura en las formas de provocar su final? Si algo faltara para terminar de sellar el mentado parangón, Engels imprime una oración determinante: “El hombre es en la familia el burgués; la mujer representa en ella al proletariado”.[78] La operación hegemónica no puede ser más clara: lucha de sexos y lucha de clases tienen origen en lo mismo y deben en consecuencia unirse para acabar con el sistema que reproduce la dominación de las partes subalternas claramente identificadas: mujeres y obreros.

Es importante hacer notar también el mito que se esconde detrás de estas ideas, que no es otro que el del “buen salvaje”, mito trillado que permitió a Tomás Moro componer su Utopía, a Montaigne idealizar al indio americano en Los ensayos, a Rousseau fantasear con su “hombre en estado de naturaleza” (por supuesto, cada uno con sus grandes diferencias), y a la izquierda de nuestros tiempos delirar con el culto al indigenismo. El mito funciona de manera más que sencilla: se construye una antropología de ficción donde las condiciones de existencia son un reflejo de nuestros deseos de un mundo perfecto, se busca a continuación un chivo expiatorio que provocó la “caída”, y se plantean los conductos a través de los cuales es factible volver hacia atrás pero yendo presuntamente para adelante (de ahí que, paradójicamente, se digan “progresistas”). Esos conductos no suelen ser otros que las revoluciones sangrientas —como se hace explícito en el planteo de Montainge, o del propio Engels— cuyo sufrimiento es subsanado por la construcción —o mejor dicho, la devolución— del paraíso a la Tierra. De manera que nos encontramos frente a un mito mesiánico, frente a una secularización del movimiento milenarista bajo el que se colocaron algunos cristianos de los primeros tiempos, cuya convicción indicaba que Cristo traería su reino a la Tierra durante mil años. Así, mediante una transformación repentina, la Tierra se hace paraíso; se regresa al estado previo a la caída, en el caso de los milenaristas, por obra y gracia de Dios; en el caso de los izquierdistas, por obra y gracia de la abolición de la propiedad privada. Es dable notar, pues, el carácter de religión política que entraña el marxismo.

¿Cuáles son entonces las consecuencias estratégicas y prácticas que se derivan de este feminismo marxista en comparación con el feminismo liberal repasado más arriba? Pues que el feminismo liberal entendía que era posible resolver los problemas que él mismo planteaba introduciendo reformas electorales y educativas[79] (fue, de hecho, lo que John Stuart Mill intentó personalmente desde su banca), pero el marxista sólo puede resolver la cuestión con arreglo a una revolución violenta que acabe con la propiedad privada y con la familia como institución social, pues aquí se halla el germen del mal: “La liberación de la mujer exige, como condición primera, la reincorporación de todo el sexo femenino a la industria social, lo que a su vez requiere que se suprima la familia individual como unidad económica de la sociedad”[80] concluye Engels.[81]

Esto es lo que se intentará, precisamente, en la Unión Soviética tras el triunfo revolucionario del bolcheviquismo como luego veremos con más profundidad. León Trotsky, padre del Ejército Rojo[82], ya declaraba en Escritos sobre la cuestión femenina, en clara sintonía con Engels, que “cambiar de raíz la situación de la mujer no será posible hasta que no cambien todas las condiciones de la vida social y doméstica”. ¿Y qué significa “cambiar de raíz…”? Pues un eufemismo para decir de otra forma lo que Marx anotó claramente en sus Tesis sobre Feuerbach (tesis IV): “Si el origen de la familia celestial no es más que la prefiguración de la misma familia terrena humana, es a ésta a la que hay que destruir”.

Lo cierto es que la estrategia consistente en hegemonizar las demandas femeninas por parte de los movimientos del proletariado, establecida por el propio Engels, se puso en práctica incluso antes de la revolución. En Mis recuerdos de Lenin, la marxista alemana Clara Zetkin cuenta que: “El camarada Lenin habló conmigo repetidas veces acerca de la cuestión femenina. Efectivamente, atribuía al movimiento femenino una gran importancia, como parte esencial del movimiento de masas, del que, en determinadas condiciones, puede ser una parte decisiva”. El panfleto “A las obreras de Kiev”, lanzado dos años antes de la revolución de Octubre por los bolcheviques, vincula el problema de la mujer con el problema obrero: “En la fábrica, en el taller, ella trabaja para un empresario capitalista, en la casa lo hace para la familia. Miles de mujeres venden su fuerza de trabajo al capital; miles de esclavos alquilan su trabajo; miles y cientos de miles sufren el yugo de la familia y la opresión social. (…) ¡Camaradas trabajadoras! Los compañeros trabajan duro junto a nosotras. Su destino y el nuestro es el mismo”. ¿Puede ser más clara la estrategia hegemónica?

Aleksandra Mijaylovna Kollontay fue una de las feministas soviéticas más reconocidas. Uno de sus escritos más famosos es El comunismo y la familia, publicado en 1921, donde retoma el mito engelsiano del paraíso matriarcal original, que resulta diezmado por la aparición de la propiedad privada y que, con el desarrollo del capitalismo, las mujeres pasan a ser doblemente oprimidas: como trabajadoras fuera del hogar, y como amas de casa dentro de aquél. “El capitalismo ha cargado sobre los hombros de la mujer trabajadora un peso que la aplasta; la ha convertido en obrera, sin aliviarla de sus cuidados de ama de casa y madre”.[83]

Kollontay entiende que el deber del comunismo no consiste en devolver a la mujer a su hogar, sino en despojarla de las obligaciones domésticas. En este orden de ideas, la feminista soviética predice: “En la Sociedad Comunista del mañana, estos trabajos [domésticos] serán realizados por una categoría especial de mujer trabajadora dedicada únicamente a estas ocupaciones”.[84] Un sistema de planificación central es, por supuesto, la forma de implementar este esquema; esto es, una sociedad en la cual no el orden espontáneo que se genera en el mercado, sino el orden deliberado que una autoridad totalizadora imponga, regirá las vidas de las personas hasta en sus más minúsculos detalles.

Es interesante repasar las promesas que Kollontay hace en su escrito respecto de lo que la sociedad comunista puede brindar a las mujeres. Veamos algunas de ellas: “En una Sociedad Comunista la mujer trabajadora no tendrá que pasar sus escasas horas de descanso en la cocina, porque en la Sociedad Comunista existirán restaurantes públicos”;[85] “La mujer trabajadora no tendrá que ahogarse en un océano de porquería ni estropearse la vista remendando y cosiendo la ropa por las noches. No tendrá más que llevarla cada semana a los lavaderos centrales para ir a buscarla después lavada y planchada”[86]; “La Patria comunista alimentará, criará y educará al niño”;[87] etcétera.

Lo curioso del caso es que muchas de las profecías de Kollontay se cumplieron, pero no bajo el comunismo sino bajo el tan odiado capitalismo. Fue con el triunfo de éste sobre aquél a fines del Siglo XX, con la revolución tecnológica acontecida y el veloz abaratamiento de las herramientas domésticas, que se emancipó la mujer de un sinfín de tareas: hoy aquélla puede lavar y secar su ropa sin siquiera mojar sus manos; puede cocinar diversos platos con sólo agregar un poco de agua a alimentos industrializados; acto seguido puede lavar la vajilla sucia con tal sólo introducirla en un lavavajillas automático y apretar un par de botones; puede limpiar las alfombras de su casa con sólo enchufar una aspiradora, y quitar las manchas más difíciles de cualquier superficie con sólo aplicar un poco del producto adecuado. Y lo mejor de todo es que todas estas tareas han dejado, con el transcurrir del capitalismo, de ser automáticamente asignadas a las mujeres, sino que también los hombres se han empezado a hacer cargo de los quehaceres domésticos. En efecto, cada vez extraña menos ver a un hombre cocinar para su familia, o limpiar el baño de su hogar, o lavar la ropa de sus hijos, lo cual es de suyo un importante avance moral que ha podido darse, entre otras cosas, gracias al avance tecnológico antedicho que relajó la rigidez de la división laboral intrafamiliar y que, al mismo tiempo, le permitió a la mujer acceder a un sinfín de puestos laborales que antaño estaban reservados para el físico masculino. Asimismo, la competencia del mercado ha hecho que los productos domésticos rápidamente se abarataran y masificaran, dejando de ser privilegio de clases adineradas. Volveremos sobre todo esto más adelante.

Pero hay algo sobre lo cual nos gustaría ahora detenernos para mostrar que lo de Kollontay en particular, y lo del comunismo en general, no es un proyecto inocente que busque aliviar la carga de la mujer sin más. Lo que busca es mucho más que eso: es la generación de un orden planificado centralmente que, poniendo al Estado en el centro de la vida social, totalice todas las relaciones sociales absorbiéndolas y controlándolas a su antojo. De tal suerte que bajo el comunismo se prevea de forma clara la destrucción de la institución familiar, la cual resultará fagocitada por la intervención estatal. Kollontay lo dice con total claridad: “el Estado de los trabajadores acudirá en auxilio de la familia, sustituyéndola; gradualmente, la Sociedad se hará cargo de todas aquellas obligaciones que antes recaían sobre los padres”.[88] Curiosa concepción de “auxilio”, el cual lejos de garantizar supervivencia, conlleva la destrucción de lo que se pretende asistir.

En última instancia pues, lo que la sociedad comunista exige es la colectivización de todo lo que un hombre pueda poseer, inclusive sus propios hijos. Y es que el proyecto socializante no puede desatender aquello que permite la supervivencia de cualquier tipo de totalitarismo: el adoctrinamiento masivo, especialmente de las nuevas generaciones. Es así que Kollontay determina: “El hombre nuevo, de nuestra nueva sociedad, será moldeado por las organizaciones socialistas, jardines infantiles, residencias, guarderías de niños, etc., y muchas otras instituciones de este tipo, en las que el niño pasará la mayor parte del día y en las que educadores inteligentes le convertirán en un comunista consciente de la magnitud de esta inviolable divisa: solidaridad, camaradería, ayuda mutua y devoción a la vida colectiva”.[89]

En una palabra, la realización del feminismo marxista es la destrucción de la familia y su reemplazo por el Estado totalitario y por el partido.