Parte 2: Feminismo e ideología de género
II- La segunda ola del feminismo
Si la primera ola del
feminismo puede comprenderse como la preocupación por el lugar que la mujer
ocupa en la sociedad iluminada por el marco conceptual del liberalismo, la
segunda ola feminista se puede entender como dicha preocupación vista a través
de los lentes de la ideología marxista y el socialismo.
Aquí debemos efectuar
una aclaración importante: muchos estudios sobre feminismo suelen dar un salto
desde la ola sufragista que acabamos de ver, directamente a la “ola
contemporánea” (llamada por ellos “segunda ola”) que tiene su punto de arranque
en 1968, año del “Mayo Francés”. Ignoramos la razón, pero el feminismo de corte
marxista, siguiendo este esquema, termina marginado de la historia del
feminismo. De tal suerte que nosotros hemos decidido recuperarlo bajo los
términos de un lugar destacado, ubicándolo como la “segunda ola” del feminismo,
en razón de que su ataque a la propiedad privada y el capitalismo serán
elementos que se trasladarán, más tarde, al feminismo de nuestros tiempos como
parte central de su discurso.
Las raíces más hondas
del feminismo marxista pueden hallarse en socialistas utópicos como Saint-Simon
y Fourier. En efecto, en su proyecto utópico contrario al capitalismo aquéllos
se habían detenido a pensar en la emancipación de la mujer a través de la
emancipación total de la sociedad, con arreglo al “amor fraterno” y a la
inclusión de aquélla en la vida económico-productiva. Las utopías socialistas
además de arremeter contra la propiedad privada, plantearon también la
desaparición del matrimonio como institución social.
Pero el verdadero
punto de arranque del feminismo marxista lo dará, descartando de raíz el método
utópico, no otro que Friedrich Engels quien, una vez muerto su socio
intelectual Karl Marx, ahondó desde el materialismo dialéctico marxista la
cuestión de la mujer y la familia en su obra El origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado, publicada en 1884.
Allí, Engels presenta
un trabajo de base antropológica (fundamentado principalmente en los estudios
del célebre antropólogo Lewis Morgan) a través del cual va siguiendo un
presunto esquema de evolución del hombre y la sociedad, desde el salvajismo
hasta la civilización, haciendo foco en los cambios acontecidos en la
institución familiar. Su interés final estriba en mostrar que la familia
monogámica es apenas un tipo de familia que nace como reflejo de la aparición y
el desarrollo de la institución de la propiedad privada. Antes de ella habrían
existido esquemas familiares muy diferentes a los de hoy: “el estudio de la
historia primitiva nos revela un estado de cosas en que los hombres practican
la poligamia y sus mujeres la poliandria y en que, por consiguiente, los hijos
de unos y otros se consideran comunes”.[71]
Asumiendo Engels que
esta afirmación era válida, la forma más antigua de matrimonio a la que recurre
para dar sentido a su teoría es el llamado “matrimonio por grupos”, en el cual
cada hombre tenía muchas mujeres, y supuestamente cada mujer muchos hombres. En
estado salvaje ni siquiera el incesto supone límite moral, y Engels cita notas
de Marx al respecto: “En los tiempos primitivos, la hermana era la esposa, y
esto era moral”.[72] De tal suerte que la primera exclusión sexual se refirió a
las relaciones carnales entre padres e hijos; la segunda, entre hermanos. Como
veremos más tarde, el feminismo de la tercera ola y el feminismo “queer”
otorgarán al incesto y a la pedofilia el lugar de una de sus reivindicaciones
más despreciables.
Pero volviendo al
texto que nos compete, subsiste un problema clave en el sistema de parentesco
bajo esta estructura familiar que nos plantea Engels como presunta edad dorada:
la descendencia se establece exclusivamente por línea materna, puesto que en
los “matrimonios por grupo” sólo se tiene seguridad sobre el vínculo maternal
respecto de la criatura. De tal suerte que Engels nos muestra una comunidad
primigenia y virtualmente salvaje en la que prevalece la mujer: “la economía
doméstica comunista significa predominio de la mujer en la casa lo mismo que el
reconocimiento exclusivo de la madre propia, en la imposibilidad de conocer con
certidumbre al verdadero padre, significa una profunda estimación de las
mujeres (…). Habitualmente, las mujeres gobernaban en la casa; las provisiones
eran comunes, pero ¡desdichado el pobre marido o amante que era demasiado
holgazán o torpe para aportar su parte al fondo de provisiones de la
comunidad!”.[73]
Este aparente sistema
de comunismo primitivo mantendría, como vemos, un régimen matriarcal. A Engels
no se le ocurre pensar en cuestiones tan elementales como la diferencia física
existente entre hombres y mujeres, y lo que ello ha significado para la
dominación de los primeros sobre las segundas en épocas pasadas donde, como es
conocido, el poder estaba íntimamente ligado a la fuerza física. Es más, Engels
llega a pintar el paraíso hembrista que describe arguyendo (y fantaseando) que
las mujeres de entonces estaban en mejor posición respecto de las mujeres de
épocas modernas: “La señora de la civilización, rodeada de aparentes homenajes,
extraña a todo trabajo efectivo, tiene una posición social muy inferior a la de
la mujer de la barbarie, que trabaja de firme, se ve en su pueblo conceptuada
como una verdadera dama (lady, frowa, frau = señora) y lo es efectivamente por
su propia posición”.[74]
Como buen materialista
dialéctico, Engels encontrará que el desarrollo de las formas de la institución
familiar constituye un reflejo del desarrollo de las condiciones económicas. La
acumulación de riqueza dio paso, más temprano que tarde, al surgimiento de la
propiedad privada. En efecto, la división del trabajo familiar puso sobre el
hombre la función de procurar alimentos y herramientas, con lo cual aquél se
fue apropiando de a poco de éstos. El problema subsistente era que, dado que la
descendencia se establecía por línea materna, los hijos heredaban de la madre,
pero no de su padre. Así, el hombre irá tomando preeminencia por sobre la mujer
a medida que aumentaba la riqueza, y tal cosa le permitirá empezar a modificar
también la forma en que se establecía la línea de descendencia y, por tanto, el
derecho de herencia. Nace aquí en el discurso marxista un régimen cuyo nombre
estructura el discurso del feminismo contemporáneo: “Resultó de ahí una
espantosa confusión, la cual sólo podía remediarse y fue en parte remediado con
el paso al patriarcado”[75], concluye el socio de Marx.
¿Qué nos dice Engels
en una palabra? Pues que es la aparición de la propiedad privada la que derroca
el “paraíso comunista matriarcal” y nos trae el régimen de dominación masculina.
La propiedad privada, causal de la explotación de las clases, es causal también
de la explotación de los sexos. “El derrocamiento del derecho materno fue la
gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo. El hombre empuñó
también las riendas en la casa; la mujer se vio degradada, convertida en la
servidora, en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de
reproducción”[76], escribía Engels.
Es llamativo el
parangón lingüístico que se hace con el conflicto de clases.[77] Parece, en
efecto, que se estuviera hablando exactamente de lo mismo, y de hecho tendrían,
según la teoría marxista, el mismo origen en la existencia de la propiedad
privada. ¿Y si coinciden en el origen, no deberían coincidir por añadidura en
las formas de provocar su final? Si algo faltara para terminar de sellar el
mentado parangón, Engels imprime una oración determinante: “El hombre es en la
familia el burgués; la mujer representa en ella al proletariado”.[78] La
operación hegemónica no puede ser más clara: lucha de sexos y lucha de clases
tienen origen en lo mismo y deben en consecuencia unirse para acabar con el
sistema que reproduce la dominación de las partes subalternas claramente
identificadas: mujeres y obreros.
Es importante hacer
notar también el mito que se esconde detrás de estas ideas, que no es otro que
el del “buen salvaje”, mito trillado que permitió a Tomás Moro componer su
Utopía, a Montaigne idealizar al indio americano en Los ensayos, a Rousseau
fantasear con su “hombre en estado de naturaleza” (por supuesto, cada uno con
sus grandes diferencias), y a la izquierda de nuestros tiempos delirar con el
culto al indigenismo. El mito funciona de manera más que sencilla: se construye
una antropología de ficción donde las condiciones de existencia son un reflejo
de nuestros deseos de un mundo perfecto, se busca a continuación un chivo
expiatorio que provocó la “caída”, y se plantean los conductos a través de los
cuales es factible volver hacia atrás pero yendo presuntamente para adelante (de
ahí que, paradójicamente, se digan “progresistas”). Esos conductos no suelen
ser otros que las revoluciones sangrientas —como se hace explícito en el
planteo de Montainge, o del propio Engels— cuyo sufrimiento es subsanado por la
construcción —o mejor dicho, la devolución— del paraíso a la Tierra. De manera
que nos encontramos frente a un mito mesiánico, frente a una secularización del
movimiento milenarista bajo el que se colocaron algunos cristianos de los
primeros tiempos, cuya convicción indicaba que Cristo traería su reino a la
Tierra durante mil años. Así, mediante una transformación repentina, la Tierra
se hace paraíso; se regresa al estado previo a la caída, en el caso de los
milenaristas, por obra y gracia de Dios; en el caso de los izquierdistas, por
obra y gracia de la abolición de la propiedad privada. Es dable notar, pues, el
carácter de religión política que entraña el marxismo.
¿Cuáles son entonces
las consecuencias estratégicas y prácticas que se derivan de este feminismo
marxista en comparación con el feminismo liberal repasado más arriba? Pues que
el feminismo liberal entendía que era posible resolver los problemas que él
mismo planteaba introduciendo reformas electorales y educativas[79] (fue, de
hecho, lo que John Stuart Mill intentó personalmente desde su banca), pero el
marxista sólo puede resolver la cuestión con arreglo a una revolución violenta
que acabe con la propiedad privada y con la familia como institución social,
pues aquí se halla el germen del mal: “La liberación de la mujer exige, como
condición primera, la reincorporación de todo el sexo femenino a la industria
social, lo que a su vez requiere que se suprima la familia individual como
unidad económica de la sociedad”[80] concluye Engels.[81]
Esto es lo que se
intentará, precisamente, en la Unión Soviética tras el triunfo revolucionario
del bolcheviquismo como luego veremos con más profundidad. León Trotsky, padre
del Ejército Rojo[82], ya declaraba en Escritos sobre la cuestión femenina, en
clara sintonía con Engels, que “cambiar de raíz la situación de la mujer no
será posible hasta que no cambien todas las condiciones de la vida social y
doméstica”. ¿Y qué significa “cambiar de raíz…”? Pues un eufemismo para decir
de otra forma lo que Marx anotó claramente en sus Tesis sobre Feuerbach (tesis
IV): “Si el origen de la familia celestial no es más que la prefiguración de la
misma familia terrena humana, es a ésta a la que hay que destruir”.
Lo cierto es que la
estrategia consistente en hegemonizar las demandas femeninas por parte de los
movimientos del proletariado, establecida por el propio Engels, se puso en
práctica incluso antes de la revolución. En Mis recuerdos de Lenin, la marxista
alemana Clara Zetkin cuenta que: “El camarada Lenin habló conmigo repetidas
veces acerca de la cuestión femenina. Efectivamente, atribuía al movimiento
femenino una gran importancia, como parte esencial del movimiento de masas, del
que, en determinadas condiciones, puede ser una parte decisiva”. El panfleto “A
las obreras de Kiev”, lanzado dos años antes de la revolución de Octubre por
los bolcheviques, vincula el problema de la mujer con el problema obrero: “En
la fábrica, en el taller, ella trabaja para un empresario capitalista, en la
casa lo hace para la familia. Miles de mujeres venden su fuerza de trabajo al
capital; miles de esclavos alquilan su trabajo; miles y cientos de miles sufren
el yugo de la familia y la opresión social. (…) ¡Camaradas trabajadoras! Los
compañeros trabajan duro junto a nosotras. Su destino y el nuestro es el mismo”.
¿Puede ser más clara la estrategia hegemónica?
Aleksandra Mijaylovna
Kollontay fue una de las feministas soviéticas más reconocidas. Uno de sus
escritos más famosos es El comunismo y la familia, publicado en 1921, donde
retoma el mito engelsiano del paraíso matriarcal original, que resulta diezmado
por la aparición de la propiedad privada y que, con el desarrollo del
capitalismo, las mujeres pasan a ser doblemente oprimidas: como trabajadoras
fuera del hogar, y como amas de casa dentro de aquél. “El capitalismo ha
cargado sobre los hombros de la mujer trabajadora un peso que la aplasta; la ha
convertido en obrera, sin aliviarla de sus cuidados de ama de casa y
madre”.[83]
Kollontay entiende que
el deber del comunismo no consiste en devolver a la mujer a su hogar, sino en
despojarla de las obligaciones domésticas. En este orden de ideas, la feminista
soviética predice: “En la Sociedad Comunista del mañana, estos trabajos
[domésticos] serán realizados por una categoría especial de mujer trabajadora
dedicada únicamente a estas ocupaciones”.[84] Un sistema de planificación
central es, por supuesto, la forma de implementar este esquema; esto es, una
sociedad en la cual no el orden espontáneo que se genera en el mercado, sino el
orden deliberado que una autoridad totalizadora imponga, regirá las vidas de
las personas hasta en sus más minúsculos detalles.
Es interesante repasar
las promesas que Kollontay hace en su escrito respecto de lo que la sociedad
comunista puede brindar a las mujeres. Veamos algunas de ellas: “En una
Sociedad Comunista la mujer trabajadora no tendrá que pasar sus escasas horas
de descanso en la cocina, porque en la Sociedad Comunista existirán
restaurantes públicos”;[85] “La mujer trabajadora no tendrá que ahogarse en un
océano de porquería ni estropearse la vista remendando y cosiendo la ropa por
las noches. No tendrá más que llevarla cada semana a los lavaderos centrales
para ir a buscarla después lavada y planchada”[86]; “La Patria comunista
alimentará, criará y educará al niño”;[87] etcétera.
Lo curioso del caso es
que muchas de las profecías de Kollontay se cumplieron, pero no bajo el
comunismo sino bajo el tan odiado capitalismo. Fue con el triunfo de éste sobre
aquél a fines del Siglo XX, con la revolución tecnológica acontecida y el veloz
abaratamiento de las herramientas domésticas, que se emancipó la mujer de un
sinfín de tareas: hoy aquélla puede lavar y secar su ropa sin siquiera mojar
sus manos; puede cocinar diversos platos con sólo agregar un poco de agua a
alimentos industrializados; acto seguido puede lavar la vajilla sucia con tal
sólo introducirla en un lavavajillas automático y apretar un par de botones;
puede limpiar las alfombras de su casa con sólo enchufar una aspiradora, y
quitar las manchas más difíciles de cualquier superficie con sólo aplicar un
poco del producto adecuado. Y lo mejor de todo es que todas estas tareas han
dejado, con el transcurrir del capitalismo, de ser automáticamente asignadas a
las mujeres, sino que también los hombres se han empezado a hacer cargo de los
quehaceres domésticos. En efecto, cada vez extraña menos ver a un hombre
cocinar para su familia, o limpiar el baño de su hogar, o lavar la ropa de sus
hijos, lo cual es de suyo un importante avance moral que ha podido darse, entre
otras cosas, gracias al avance tecnológico antedicho que relajó la rigidez de
la división laboral intrafamiliar y que, al mismo tiempo, le permitió a la
mujer acceder a un sinfín de puestos laborales que antaño estaban reservados
para el físico masculino. Asimismo, la competencia del mercado ha hecho que los
productos domésticos rápidamente se abarataran y masificaran, dejando de ser
privilegio de clases adineradas. Volveremos sobre todo esto más adelante.
Pero hay algo sobre lo
cual nos gustaría ahora detenernos para mostrar que lo de Kollontay en
particular, y lo del comunismo en general, no es un proyecto inocente que
busque aliviar la carga de la mujer sin más. Lo que busca es mucho más que eso:
es la generación de un orden planificado centralmente que, poniendo al Estado
en el centro de la vida social, totalice todas las relaciones sociales
absorbiéndolas y controlándolas a su antojo. De tal suerte que bajo el
comunismo se prevea de forma clara la destrucción de la institución familiar,
la cual resultará fagocitada por la intervención estatal. Kollontay lo dice con
total claridad: “el Estado de los trabajadores acudirá en auxilio de la
familia, sustituyéndola; gradualmente, la Sociedad se hará cargo de todas
aquellas obligaciones que antes recaían sobre los padres”.[88] Curiosa
concepción de “auxilio”, el cual lejos de garantizar supervivencia, conlleva la
destrucción de lo que se pretende asistir.
En última instancia
pues, lo que la sociedad comunista exige es la colectivización de todo lo que
un hombre pueda poseer, inclusive sus propios hijos. Y es que el proyecto
socializante no puede desatender aquello que permite la supervivencia de
cualquier tipo de totalitarismo: el adoctrinamiento masivo, especialmente de
las nuevas generaciones. Es así que Kollontay determina: “El hombre nuevo, de
nuestra nueva sociedad, será moldeado por las organizaciones socialistas,
jardines infantiles, residencias, guarderías de niños, etc., y muchas otras
instituciones de este tipo, en las que el niño pasará la mayor parte del día y
en las que educadores inteligentes le convertirán en un comunista consciente de
la magnitud de esta inviolable divisa: solidaridad, camaradería, ayuda mutua y
devoción a la vida colectiva”.[89]
En una palabra, la
realización del feminismo marxista es la destrucción de la familia y su
reemplazo por el Estado totalitario y por el partido.