I- Marx y Engels
Hay que comenzar desde
el origen de la teoría marxista. En Karl Marx y Friedrich Engels encontramos la
génesis. Hombres alemanes del Siglo XIX, ambos tienen el mérito intelectual de
haber sentado las bases de un pretendido “socialismo científico” frente a los
diversos socialismos utópicos y anarquismos que en aquellos tiempos
predominaban en la izquierda.
Hasta Marx y Engels,
todo lo que se había escrito para la causa socialista según la perspectiva de
ellos mismos, había estado impregnado de una estrechez que terminaba siendo
involuntariamente funcional a los sectores que deseaban frenar la revolución
del proletariado. Todo el tercer capítulo nada menos que de El manifiesto
comunista —obra clave en la divulgación marxista— está dedicado a refutar las
teorías socialistas previas al marxismo: Saint-Simon, Fourier, Owen y otros
escritores socialistas anteriores a los autores del Manifiesto, no habían
logrado, según Marx y Engels, darle al socialismo una guía científica para la
realización de su revolución.
El proyecto marxista
era —o pretendía ser— muy distinto que el de sus antecesores socialistas: Marx
y Engels introducirían las bondades de la ciencia en el estudio de las
sociedades frente a las “fantasías” utópicas de sus colegas que aquéllos
pretendían dejar atrás. No haría falta mencionar que la historia, empero,
terminó dando por tierra con semejantes pretensiones: las leyes de la historia
marxistas —que decían poder predecir la evolución de la historia— jamás se
comprobaron sino que todo lo contrario —la Revolución Rusa, como veremos, fue
la gran y paradójica excepción— y la visión de un mundo comunista, sin clases y
sin Estado, fue tan utópica como las mismísimas utopías de las que Marx y
Engels renegaban: de forma tal que las disputas ideológicas entre los
socialistas no dejaba de ser una delirante riña entre utopistas.
La desmesurada
pretensión “científica” del marxismo precisaba de un método no menos monumental
para estudiar el “curso de la historia” e intentar, a la postre, predecir las
transformaciones sociales y, más importante todavía, las condiciones de las
transformaciones revolucionarias. Es en este sentido que Marx y Engels son
“hegelianos”, esto es, que toman del filósofo alemán Georg Hegel su célebre
método: la dialéctica. ¿Qué es la dialéctica?[15] En términos lo más simples
posible, se trata de un método que supone que en la historia surgen fuerzas
opuestas que, en su contradicción, generan una nueva fase que a su vez genera
otra instancia contradictoria, y así sucesivamente. En términos filosóficos, se
dirá que a toda tesis corresponde una antítesis, las cuales resultan superadas
por una síntesis. La historia avanza, pues, en función de las contradicciones
que se generan en su seno. El método de la dialéctica había sido utilizado por
Hegel para descubrir el movimiento de las ideas en el mundo; para Hegel, las
ideas de los hombres resultan centrales para explicar los cambios en la
historia. En el marxismo será lo opuesto: dialéctica, pero aplicada al
descubrimiento del mundo de la materia, y a eso en la jerga marxista se le
llama materialismo dialéctico.
Pasemos esto en
limpio. El motor de la historia es hallado por el marxismo en el mundo material
y, más concretamente, en la dimensión de las fuerzas productivas. ¿Y qué son
las fuerzas productivas? Para decirlo de forma sintética, son las distintas
tecnologías y modos de producción sobre las cuales se apoya la producción propiamente
dicha. Sus modificaciones entrañan y explican los cambios profundos en la
historia. Así, el taller corporativo resultó superado por la manufactura con su
división del trabajo; y ésta a su vez fue reemplazada al poco tiempo por la
gran industria moderna, hija de la máquina a vapor. Tal es el sentido material
de la revolución productiva que sepulta a la sociedad feudal y abre el paso a
la sociedad moderna, industrial y, utilizando terminología marxista, a la
“sociedad burguesa”. La idea central del razonamiento en cuestión es que las
fuerzas productivas se hallan en permanente avance, y generan para sí
“relaciones de producción” (empleador-empleado), que se traducen jurídicamente
en relaciones de propiedad y que generan clases sociales específicas —definidas
por su relación con los medios de producción— en pugna. Pero el problema
sobreviene cuando la evolución de las fuerzas productivas —es decir, el
desarrollo de las nuevas tecnologías y maneras de producir— llega a un punto en
el cual las formas de propiedad privada terminan frenando la productividad; en
esa instancia las sociedades se conmueven y se dan las condiciones materiales
para una revolución. De ahí que se pensara que el capitalismo se conduciría a
sí mismo hacia su propia crisis, pues llegaría el día en que la propiedad privada
sería un estorbo para el propio sistema: la revolución comunista, en virtud de
todo ello, sería inexorable suponían sus cultores.
Ahora bien, y por otro
lado, lo que en la jerga marxista se conoce como “materialismo histórico” ha
quedado resumido por Engels en el prefacio a la edición alemana de 1883 del
Manifiesto Comunista que aquél redactara tras la muerte de su socio y colega
Karl Marx: “Toda la historia (…) ha sido una historia de la lucha de clases, de
lucha entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, en las
diferentes fases del desarrollo social; y que ahora esta lucha ha llegado a una
fase en que la clase explotada y oprimida (el proletariado) no puede ya
emanciparse de la clase que la explota y la oprime (la burguesía), sin
emancipar, al mismo tiempo y para siempre, a la sociedad entera de la
explotación, la opresión y la lucha de clases”.[16]
Hay que destacar que
el denominado materialismo histórico ofrece una sucesión de etapas necesarias
en el desarrollo de la historia que culminaría según sus autores con la
revolución del proletariado, pero que pasan, antes de llegar a ella, por las
revoluciones burguesas como la que el mundo había visto en la Francia de 1789,
apenas veintinueve años antes del nacimiento del propio Marx. El mismísimo
Manifiesto Comunista que ya hemos citado dice que “la burguesía ha desempeñado
en la historia un papel altamente revolucionario”.[17] La burguesía, en efecto,
poseyó una tarea histórica concreta: la de desmantelar las formas de organización
feudales. Pero además, el “capitalismo burgués” es necesario para la historia,
en tanto que, al tiempo que acelera de manera impresionante las fuerzas
productivas[18], simplifica las contradicciones existentes en la sociedad en
dos grupos antagónicos fáciles de identificar: el burgués y el
proletariado.[19]
La llamada “burguesía”
ha sido sin lugar a dudas una clase revolucionaria para Marx y Engels, aunque
hoy nos suene extraño. ¿En qué sentido revolucionaria? En el sentido de que es
la clase que destruye el mundo feudal, rompiendo con los estrechos marcos
nacionales de la antigua industria, generando un mercado mundial,
revolucionando las comunicaciones e introduciendo el cosmopolitismo. En otras
palabras, la burguesía sería funcional durante una etapa de la historia para
obrar como antesala de lo que luego sería la vaticinada revolución proletaria.
En efecto, según
fantaseaban los marxistas, la burguesía desarrollaría impresionantes fuerzas
productivas que terminarían acabando con la propia “sociedad burguesa”. ¿Por
qué razón? Porque los marxistas suponen que el desarrollo de esas fuerzas
productivas empieza a ser frenado por el régimen de propiedad privada y
terminan generando las condiciones para romper con éste. La misma rebelión de
las fuerzas productivas que acabó con la sociedad feudal debería ahora, en
función de la misma “necesidad dialéctica”, acabar con la burguesía en provecho
del proletariado. Y esto es lo que creían estar viendo Marx y Engels mientras
escribían su profecía con pretensiones científicas: “Ante nuestros ojos se está
produciendo un movimiento análogo [al de la destrucción del feudalismo]. Las
relaciones burguesas de producción y de cambio, las relaciones burguesas de
propiedad, toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir como por
encanto tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que
ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus
conjuros. Desde hace algunas décadas, la historia de la industria y del
comercio no es más que la historia de la rebelión de las fuerzas productivas
modernas contra las actuales relaciones de producción, contra las relaciones de
propiedad que condicionan la existencia de la burguesía y su dominación”.[20]
Todo estaba dicho para Marx y Engels, y creían haber descubierto el movimiento
necesario de la historia y, por consiguiente, predecir el porvenir político y
social: “Las armas de que se sirvió la burguesía para derribar el feudalismo se
vuelven ahora contra la propia burguesía. Pero la burguesía no ha forjado
solamente las armas que deben darle muerte, ha producido también los hombres
que empuñarán esas armas: los obreros modernos, los proletarios”.[21]
Los proletarios son
entonces la clase social que tiene en sus manos la más importante misión
histórica: impulsar una revolución que, al destruir la propiedad privada que
fundamenta la división en clases, destruirá las clases sociales como tales y su
liberación será la liberación de toda la humanidad.[22] Si toda la historia ha
sido la historia de la lucha de clases, el marxismo anuncia una última
revolución en la historia: la revolución del proletariado, que abrirá las
puertas de un paraíso llamado “comunismo”, que se realizará tras un período
indeterminado de “dictadura del proletariado”. En efecto, tras la revolución,
la clase obrera deberá poner a su disposición el poder político para acabar con
las relaciones de producción existentes, socializando los medios de producción
(es decir, aboliendo la propiedad privada).[23]
Y aquí es cuando la
dialéctica produce su último movimiento: así como la burguesía como “clase
dominante” supuestamente había engendrado al proletariado como “clase
dominada”, cuando esta última se transforme en clase dominante engendrará la
síntesis que coronará el movimiento dialéctico y constituirá el fin de la
historia, el advenimiento del paraíso comunista: la sociedad sin clases, sin
política, sin Estado, sin religión. Esto es lo que, en pocas palabras, Marx
decía que iba a suceder con arreglo a “leyes históricas” basadas en la
“ciencia”.
Extraigamos para
concluir lo más importante para nuestro análisis que sigue. El marxismo analiza
a la sociedad de manera topográfica o, metafóricamente hablando, con la forma
de un “edificio”. En la base o “estructura” de la sociedad, el marxismo coloca
las fuerzas productivas y sus relaciones de producción —es decir, las
tecnologías para producir y las relaciones de propiedad existentes—. En la
“superestructura” que se levanta a partir de esta base de carácter económico,
los marxistas ubican al Estado, la ideología, la religión, la cultura,
etcétera. Siguiendo con la metáfora edilicia, va de suyo que la manera más
fácil de demoler un edificio consiste en reventar los pilares sobre los que
éste se apoya, y en esto se ha basado precisamente el marxismo tradicional: las
verdaderas revoluciones se pergeñan al nivel de las relaciones económicas, pues
todo lo demás —ideología, Estado, cultura, etcétera— es apenas un reflejo de
aquéllas. Lo que hay que hacer es transformar el sistema económico, y lo otro
se va dando por añadidura. ¿Qué quiere decir esto? Que no existe revolución
propiamente dicha si no se acaba con el régimen de propiedad privada existente
de manera tajante. Tratar de dar una lucha al nivel de la “superestructura”, es
decir, por ejemplo, a nivel ideológico o jurídico, sería lo mismo que pelearse
con una sombra para el marxismo clásico.
En el prefacio de su
obra Una contribución a la crítica de la economía política, Marx asevera:
“Siempre es necesario distinguir entre la revolución material en las
condiciones económicas de producción, que caen dentro del radio de la
determinación científica exacta, y la jurídica, política, religiosa, estética o
filosófica, es decir, en una palabra, las formas ideológicas de la apariencia”.
El análisis que Karl Popper (filósofo alemán detractor del marxismo) hace de
este pasaje es interesante para entender lo que sigue, es decir, las
modificaciones estratégicas y teóricas que sufrió el marxismo clásico a través
del tiempo: “En opinión de Marx, es vana la esperanza de lograr algún cambio
importante mediante el solo uso de recursos jurídicos o políticos; una
revolución política sólo puede desembocar en la transmisión del mando de un
grupo de gobernadores a otro (…). Sólo la evolución de la esencia subyacente,
la realidad económica, puede producir transformaciones esenciales o reales,
esto es, una revolución social”.[24]
Pero todo este
castillo de arena empezó a caerse más temprano que tarde, con la mismísima
revolución marxista por excelencia: la rusa.