PARTE 2: Feminismo e ideología de género
IV- La tercera ola del feminismo
Como se dijera más
arriba, no hay acuerdo unánime respecto de qué debe ser considerado como propio
de la primera, segunda o tercera ola del feminismo. Empecemos, pues, remarcando
esta advertencia: algunos autores consideran que el feminismo que surge en los
años ’60 del Siglo XX es, en verdad, una segunda ola de feminismo, mientras
otros consideran que es una tercera ola feminista, como nosotros, pero difieren
en tanto que ubican al sufragismo como segunda ola. Comoquiera que sea,
nosotros hemos preferido seguir un criterio distinto, y considerar el feminismo
ilustrado, liberal y sufragista, como una primera ola; el feminismo marxista
como segunda ola; y el “feminismo culturalista”, “radical” y/o “neomarxista”
como tercera ola, responsable de la germinación de la llamada “Ideología de
Género”.
Aclarado esto por si
hiciera falta, el feminismo que pasamos a describir sucintamente tiene la
particularidad de moverse no en el terreno de las reformas políticas formales
como el liberal, ni en el terreno casi excluyente de la economía como el
marxista, sino en un campo mucho más vasto y, por lo tanto, más complejo: el de
la cultura.
La filósofa española
Amelia Valcárcel entiende que el surgimiento de la tercera ola feminista fue
precedido por lo que ella denomina un “interregno”, el cual queda definido por
la pluma de la norteamericana Betty Friedan y su libro La mística de la
feminidad publicado en 1963, el cual fue una obra clave para el feminismo de
los ’70. En este trabajo, Friedan entiende en resumidas cuentas que la
liberación de la mujer no fue lograda con las victorias feministas en el
terreno de los derechos civiles y políticos. ¿Qué seguía “oprimiendo” a las
mujeres entonces? Pues aquélla responde que los aspectos culturales del “rol
femenino”, es decir, las reglas informales que se asociaban a la mujer, entre
ellas, la de ser esposa y madre por ejemplo.
Friedan no entiende
que las nietas de las feministas sufragistas no hayan continuado la lucha de
sus abuelas en renovados planos de la vida y, al contrario, que se hubieran
acomodado sin más al rol de la mujer esposa y madre de hijos. Ello se debía,
según Friedan, a que una superestructura cultural había desarrollado una
“mística de la feminidad” que resultaba opresora. En palabras de la autora: “De
acuerdo con la mística de la feminidad, la mujer no tiene otra forma de crear y
de soñar en el futuro. No puede considerarse a sí misma bajo ningún otro aspecto
que no sea el de madre de sus hijos o esposa de su marido”.[119]
En honor a la verdad,
no podríamos decir que el de Friedan sea un libro comprometido a fondo con
ideas izquierdistas. De ahí que digamos, siguiendo a Valcárcel, que es un
“interregno”, un prólogo a lo que será la tercera ola feminista. En efecto, lo
poderoso de Friedan es su crítica culturalista, que excede con creces lo
estrictamente político, jurídico y económico, y que se mete en lo más recóndito
del hogar, alcanzando incluso dimensiones estéticas que serán tan propias de la
tercera ola. Ya la activista y escritora norteamericana Mary Inman, en su libro
En defensa de la mujer (1940), uno de los cuales precisamente inspira a
Friedan, había concluido que “la feminidad elaborada” y “el énfasis excesivo en
la belleza” mantienen a las mujeres en el avasallamiento.[120] Estas son las
semillas del culto a la fealdad y al mal gusto que caracteriza a nuestras
feministas radicales de hoy.
No obstante, los
hechos que suelen identificarse como originadores de la tercera ola feminista
son, como no podía ser de otra manera, los del Mayo Francés de 1968. Y el libro
que se ubica como fundacional de esta ola es El segundo sexo, de la escritora
existencialista Simone de Beauvoir, publicado en 1949, cuatro años después de
que en Francia el voto femenino se hubiera hecho realidad.
La ideología de De
Beauvoir es bien conocida: era una marxista convencida. Su libro La larga
marcha, por ejemplo, es una defensa de la Revolución Cultural china, campaña de
masas liderada por el genocida Mao Tse Tung cuyo fin fue evitar que China
abandonara el comunismo ortodoxo y que consistió en asesinatos masivos,
torturas de todo tipo, campos de concentración, destrucción cultural, hambrunas
y persecuciones. En la ciudad de Shantou hoy puede visitarse un museo que
recuerda gran parte de todos estos horrores que Simone de Beauvoir celebró. En
efecto, la ideología de género tiene su origen y desarrollo en el seno de la
ultraizquierda como veremos a lo largo de este subcapítulo; no se trata de un
fenómeno ideológico que se desprenda de ninguna corriente moderada ni
centrista, a pesar de que el correctismo político de nuestros tiempos haya
adoptado a pie juntillas la mayoría de sus postulados.
Al momento de escribir
su obra El segundo sexo, De Beauvoir está advirtiendo que las concepciones
ortodoxas del marxismo, tal las repasadas en apartado anterior, no aciertan en
su aplicación real encarnada en la Unión Soviética con las promesas de
liberación femenina. El ideal maternal del stalinismo no iba de la mano de las
ideas de una detractora de la maternidad como De Beauvoir.[121] El problema
económico es ciertamente determinante en tanto que condición necesaria; pero a
todas luces se presenta insuficiente a los ojos de nuestra escritora. Y aquí es
donde ella da un gran paso al poner en primer plano la necesidad de un cambio
cultural de fondo: en las costumbres, en las creencias, en la moral. Sus
esfuerzos por explicar el conflicto a través de una mezcolanza entre marxismo y
psicoanálisis ya encuentra antecedentes nada menos que en las propuestas
teóricas de la Escuela de Frankfurt, institución intelectual tan importante y
hasta decisiva en la edificación teórica de lo que aquí llamamos “neomarxismo”
o “marxismo cultural”.
No obstante, preciso
es no engañarse. De Beauvoir sólo parece tener críticas para con la sociedad
occidental y capitalista. A lo largo del millar de páginas que contiene su
obra, prácticamente no puede leerse críticas para con la opresión de las
mujeres en el bloque comunista. Antes al contrario, podemos leer pasajes
apologéticos como el que sigue: “Es en la URSS donde el movimiento feminista
adquiere la máxima amplitud”.[122] Y llega incluso a predecir, fallidamente por
supuesto, que bajo el régimen comunista la liberación de la mujer estaba
asegurada: “El porvenir no puede por menos que conducir a una asimilación cada
vez más profunda de la mujer en el seno de una sociedad otrora masculina”.[123]
Hasta miente o ignora de manera flagrante cuando anota que “excepto en la URSS,
en todas partes le está permitido a la mujer moderna considerar su cuerpo como
un capital para explotarlo”.[124] En efecto, pretende hacer creer al lector que
el comunismo, consecuente con la promesa de Engels, ha acabado con la
prostitución cuando, en rigor, esto nunca ocurrió tal como vimos anteriormente.
La pregunta que surge de inmediato es: ¿Era De Beauvoir malintencionada, o
simple y tristemente aquello que Lenin llamaba “idiota útil”?
Comoquiera que sea,
vayamos directo al contenido de El segundo sexo, la obra más importante del
feminismo del Siglo XX. La tesis central de la autora es que “mujer” es un
concepto socialmente construido, es decir, carente de esencia, artificial, siempre
definido por su opresor: el hombre. La famosa frase que resume la propuesta
teórica de De Beauvoir es: “No se nace mujer: llega una a serlo”. La tarea de
la mujer como género que pretende liberarse es, en este orden, romper con ese
concepto cultural de mujer y recuperar una presunta “identidad perdida”.
El primer principio
del existencialismo, corriente filosófica a la que adscribe De Beauvoir y que
tiene por célebre referente a quien fuera su pareja, Jean-Paul Sartre, es la
afirmación de que en el ser humano la existencia precede a la esencia. Esto
quiere decir, en pocas palabras, que el ser humano no es nada más que aquello
que él hace de sí mismo. No existe nada como una “naturaleza humana”; todo lo
que al ser humano respecta, es el resultado de los procesos históricos que
envuelven el devenir de las sociedades.
No es este el momento
de efectuar una crítica extensa a esta visión filosófica. Pero consideremos por
ahora el peligro de abolir en nuestra consciencia cualquier determinación
natural en el ser humano: tendríamos como resultado la imagen de una persona
humana suspendida en la nada, alienada respecto de toda realidad exterior,
incapaz de orientar sus pautas culturales de acuerdo a lo que, por razones
evidentemente naturales, resulta auspicioso para su mantenimiento y
crecimiento. Una sociedad podría moralizar como pauta cultural la ingesta de
gasolina por ejemplo, pero las personas que se ajustaran a esta conducta no
podrían evitar las consecuencias mortales de tal práctica. Del mismo modo, otra
sociedad podría legislar la abolición de la maternidad, como a más de una
feminista parecería agradarle, aunque aquélla no podría escapar al destino que,
por la naturaleza finita del ser humano, le espera: la total extinción.
Va de suyo que esto no
quiere decir que la historia y la cultura no moldeen una incontable cantidad de
caracteres del ser humano. De ninguna manera pretenderíamos negar tamaña
verdad. El hombre es cultura, pero también naturaleza. O mejor dicho, el hombre
es naturaleza, pero también es cultura: en ese orden. Y tan cierto como ello es
también el hecho de que su cultura triunfa cuando no va en detrimento de la
naturaleza. ¿Puede concebirse el desarrollo de una sociedad humana que, por
ejemplo, establezca el rito cultural de castrar a todos los varones recién
nacidos? ¿Y qué hay de una sociedad cuyos miembros determinen, como en el
experimento social de Alan Sokal[125], que la ley de la gravedad es también una
“construcción discursiva” y, por añadidura, decidan que pueden arrojarse del
rascacielos más alto sin esperar nefastas consecuencias de ello?
Volviendo al núcleo de
nuestro tema, para explicar la génesis de la opresión, De Beauvoir va a ofrecer
una explicación histórica y antropológica de la mujer, que se retrotrae a las
primeras formas remotas de comunidad del ser humano: los grupos nómades que
precedieron a la agricultura, posiblemente ubicados cronológicamente en la Edad
de Bronce. La raíz de la opresión femenina, según su tesis, se encontraría en
el hecho de que las mujeres primitivas no podían participar de actividades
presuntamente valoradas por el grupo: fundamentalmente, la caza y la guerra. Es
el peligro connatural a estas actividades el que le concede a las mismas toda
su importancia social. Bajo una visión que anula el dato natural, la exclusión
femenina debería ser buscada, a través de un movimiento circular, nuevamente en
la cultura, y así hasta el infinito. Pero lo cierto es que la naturaleza
explica muy claramente el hecho de que las mujeres hayan sido protegidas por el
grupo de los peligros de la guerra y la caza: las condiciones naturales de la
reproducción y la maternidad por un lado, y las características físicas de su
cuerpo por el otro, estructuraron la división de tareas elemental de nuestros
antepasados más lejanos. Y ello parece haber sido necesario para la
conservación y reproducción de la especie.
Llamativamente, De
Beauvoir reconoce este hecho que, por sí solo, bastaría para derrumbar su tesis
fundamental de que en la mujer no hay nada más que cultura. “El embarazo, el
parto, la menstruación disminuían su capacidad de trabajo y las condenaba a
largos períodos de impotencia; para defenderse contra los enemigos, para
asegurarse el sustento y el de su progenie, necesitaba la protección de los
guerreros y los productos de la caza y de la pesca, a las que se dedicaban los
hombres”[126], anota la escritora. Y es que si aquélla acepta que la fuerza
física y la reproducción explican la primitiva exclusión de la mujer respecto
de tareas que serían relevantes, la lógica más elemental nos anuncia que la
naturaleza ha tenido parte en la formación cultural y no puede ser, por tanto,
descuidada en un análisis sobre la mujer y su condición. Si fue el cuerpo
femenino el que, con arreglo a sus condiciones y funciones biológicas, hizo de
la mujer una mujer, entonces no parece tan convincente —e incluso, parece
contradictoria— la célebre frase “no se nace mujer; llega una a serlo”.
Las contradicciones de
la mujer de Sartre son en muchos pasajes llamativas. El prestigio del hombre se
deriva, nos dice aquélla, de que las actividades que les son propias encuentran
su trascendencia en el hecho del peligro: “Para aumentar el prestigio de la
horda, del clan a que pertenece, el guerrero pone en juego su propia
existencia. (…) La peor maldición que pesa sobre la mujer es hallarse excluida
de esas expediciones guerreras: no es dando la vida, sino arriesgando la
propia, como el hombre se eleva sobre el animal”.[127] Olvida aquí la autora
los peligros intrínsecos de la maternidad, acentuados sobremanera en tiempos
pasados, en los cuales el parto era causal de muerte con elevadísima
frecuencia. En efecto, si es el riesgo ofrecido al grupo el que da sentido al
prestigio del hombre, ¿no hay altos riesgos también en la actividad más
específicamente femenina de todas: el parto? El problema, acaso, es que Simone
de Beauvoir no considera que nada de lo que biológicamente es propio de la
mujer, pueda ser considerado actividad en tanto que proyecto vital. Parece
haber misoginia detrás de sus argumentos cuando decreta que “engendrar,
amamantar, no constituyen actividades, son funciones naturales; ningún proyecto
los afecta; por eso la mujer no encuentra en ello el motivo de una altiva
afirmación de su existencia; sufre pasivamente su destino biológico”.[128] Es
llamativo que quien nunca engendró ni amamantó efectúe semejante declaración.
¿De dónde saca la filósofa francesa que el hecho de traer una nueva vida al
mundo y bregar por su cuidado y desarrollo no está afectado por ningún
proyecto? No queda nada claro. Parece ser que su propia biografía afecta sus
argumentos: ella nunca quiso parir hijos y, al contrario, escogió matarlos en
su vientre.[129] Es paradójico que para De Beauvoir dar vida no sea un
“proyecto”, mientras que matar sí lo sea. Y todavía más: el autoritarismo en
esta materia de De Beauvoir quedó a las claras en un diálogo de 1975, cuando
ella argumentó que “No se debería permitir a ninguna mujer que se quedara en
casa para criar a sus hijos. La sociedad tendría que ser completamente
distinta. Las mujeres no deberían tener esa opción, precisamente porque si existe
tal opción, demasiadas mujeres la van a tomar”.[130] ¿Deberían entonces las
mujeres tomar las opciones que De Beauvoir ordena?
Comoquiera que sea, lo
más importante de la obra de Simone de Beauvoir es haber pincelado los primeros
esbozos significativos de la ideología de género. La distinción entre sexo y
género aparece, pues, bien clara en su trabajo: el sexo, como dato natural, no
guarda ninguna relevancia; el género lo es todo. El hombre y la mujer se nos
presentan como cuerpos cuya especificidad natural no guarda la menor
importancia respecto de aquello que ellos mismos pueden ser; son como una hoja
en blanco, una tabula rasa, lista para ser inscripta por el peso
pretendidamente autónomo de la cultura. En efecto: “No se nace mujer: llega una
a serlo”. Dicho de otra forma, no importa lo que el cuerpo de uno trae
naturalmente; importa exclusivamente cómo se socializa al individuo. Y como es
evidente, todo ello entraña importantes cambios estratégicos. La estrategia que
el feminismo debe elaborar tiene ahora un predominante carácter cultural: la
liberación no sólo ha de concretarse con la incorporación de la mujer en el
mundo económico del trabajo y la productividad, como pensaban los marxistas
ortodoxos siguiendo a Engels, sino también, y tan importante como esto último,
con la destrucción de la superestructura —moral, religiosa, ideológica,
jurídica, familiar— vigente. La conclusión que De Beauvoir ofrece de toda su
obra va en este sentido: “No hay que creer que basta con modificar su situación
económica para que la mujer se transforme; este factor ha sido y sigue siendo
el factor primordial de su evolución, pero en tanto no comporte las
consecuencias morales, sociales, culturales, etc. que anuncia y que exige, no
podrá aparecer la mujer nueva”.[131] Cuando el feminismo asume una estrategia
cultural y se da la mano con el marxismo en su cruzada contra la sociedad
capitalista, la resultante es una de las diversas patas que sostienen a lo que
acá hemos llamado “neomarxismo” o “marxismo cultural”.
A Simone de Beauvoir
le seguirá en los años ’70 toda una corriente de feministas radicales que
llevarán los argumentos y pretensiones un paso más allá. Una de ellas será la
norteamericana Kate Millet, quien hará primordial hincapié en el concepto de
“género” para rechazar los datos de la biología, y defenderá “el carácter
cultural del género, definido como la estructura de la personalidad conforme a
la categoría sexual”.[132] Otra feminista especialmente controversial es la
canadiense Shulamith Firestone, quien declarará que “Las feministas tienen que
cuestionar, no sólo toda la cultura occidental, sino también la organización de
la cultura en sí misma, e incluso la propia organización de la
naturaleza”.[133] (¿Recuerda el lector lo que ya advertía Ludwig von Mises en los
años ’20?)
Para el feminismo
radical que nace en los años ’70, el problema de la opresión de la mujer lo
inunda todo; los ámbitos públicos y privados son escrutados por igual, pues es
la cultura el objetivo clave. Millet inmortaliza en su obra Política Sexual
(1969) una frase que se encarnará como lema de los grupos feministas de ayer y
de hoy: “Lo personal es político”.[134] La noción de “patriarcado” encontrará
especial significación en este marco, como régimen político de dominación
masculina que va mucho más allá de las dimensiones públicas. La familia pasa a
ser considerada, pues, como la principal institución social que reproduce la
“estructura patriarcal”, y todas las municiones feministas se destinan
fundamentalmente contra ella y el matrimonio: “La institución principal del
patriarcado es la familia”[135], anota Millet. El objetivo marxista de
abolición de la familia y la propiedad privada se mantienen; lo que cambia es
el sujeto de la revolución y el análisis de las contradicciones.
Es de interés
mencionar un poco más sobre las ideas de la citada Firestone, porque ilustran
muy bien el pensamiento feminista radical-socialista de la tercera ola. Su obra
La dialéctica del sexo (1970) fue furor en su época. Mezclando marxismo y
freudianismo, Firestone desde el inicio supera el reduccionismo economicista
que impidió a Engels ver un poco más lejos: “Hay un nivel de realidad que no
viene directamente de la economía”[136], sentencia aquélla. Ese nivel proviene
de la cultura, que es donde Firestone va a buscar penetrar.
Firestone entiende que
la raíz del problema de la mujer estriba en su función reproductora, y traza
así un paralelismo con los problemas productivos del proletariado al punto de
denominar a la mujer como “clase sexual”. Así como este último —según las
teorías marxistas— hace su revolución expropiando los medios de producción
privados, las mujeres deben llevar adelante la suya poniendo bajo su control la
reproducción. Y así como Engels entendió que de una revolución socialista se
deriva la liberación de la mujer, Firestone entiende lo contrario: de una
revolución feminista se puede esperar la abolición de las clases.[137]
De esta forma,
Firestone va a proponer una suerte de programa mínimo para la revolución
feminista, compuesto de cuatro puntos que, resumidamente, son los que siguen:
1) Abolir la función reproductiva de la mujer con arreglo a las tecnologías de
la reproducción artificial y la legalización del aborto; 2) Lograr la absoluta
independencia económica de mujeres y niños, lo cual supone abandonar la
economía capitalista y adoptar un sistema socialista (“Es por esto que debemos
hablar de feminismo socialista”[138], remarca Firestone); 3) Incluir a las
mujeres y los niños en todos los aspectos de la sociedad, destruyendo todo
aquello que resguarde la individualidad, y destruyendo “las distinciones
culturales hombre/mujer y adulto/niño”[139]; 4) Lograr “la libertad de todas
las mujeres y niños para hacer lo que sea que deseen sexualmente”[140].
El fin expreso de todo
esto es la destrucción de la familia, dado que ésta sería “la fuente de la
represión psicológica, económica y política”[141]. La tercera ola del
feminismo, como vemos, hace de las relaciones de pareja un ámbito de lucha y
odio permanente. Si puede considerarse que la de la URSS fue una “revolución
fallida”, fue precisamente por haber revolucionado sólo lo concerniente a la
esfera económica y no haber implementado a fondo y sostenidamente esta
revolución en el ámbito de las relaciones interpersonales y familiares.[142]
Firestone está primordialmente preocupada, además de la cuestión femenina, en
la cuestión de los niños. Y es que entiende que el socialismo no puede ser
construido si no se logra cortar los lazos de una generación con la anterior,
para que el Estado pueda formatearla hasta la raíz misma.[143] “Legalmente los
niños siguen bajo la jurisdicción de los padres quienes pueden hacer con ellos
lo que les plazca”[144], se queja curiosamente Firestone. ¿Bajo qué
jurisdicción deberían estar entonces? Pues queda claro que bajo la del Estado
socialista.
El proceso de
destrucción de la familia no se puede dar de un momento a otro, sino que
conlleva cambios paulatinos, que involucran incluso la pedofilia. Firestone los
describe de esta forma: “Al principio, en el período de transición, las
relaciones sexuales serían probablemente monógamas, incluso si la pareja decide
vivir con otros. (…) Sin embargo, después de muchas generaciones de vida
no-familiar, nuestras estructuras psicosexuales podrán alterarse tan
radicalmente que la pareja monógama se volvería obsoleta. Sólo podemos adivinar
lo que podría reemplazarla: ¿quizás matrimonios por grupos, grupos maritales
transexuales los cuales también involucran niños mayores? No lo sabemos”.[145]
El proyecto de Firestone es lograr una sociedad
socialista donde la familia sea reemplazada por household, una especie de hogar
formado por personas que no guardan vínculo sanguíneo. Aquí, después de “unas
pocas generaciones”, se logrará que “las relaciones entre personas de edades
muy dispares se conviertan en algo común”.[146] Así las cosas, “el concepto de
infancia ha sido abolido, los niños tienen plenos derechos legales, sexuales y
económicos, sus actividades educativas/laborales no difieren de la de los
adultos. Durante los pocos años de infancia, hemos reemplazado la
psicológicamente destructiva ‘paternidad’ de uno o dos adultos arbitrarios, por
la difusión de la responsabilidad del cuidado físico sobre un gran número de
personas. El niño todavía puede formar relaciones íntimas de amor, pero en
lugar de desarrollar una estrecha relación con una decretada ‘madre’ y ‘padre’,
el niño puede ahora formar los lazos con gente de su propia elección, de
cualquier edad o sexo. Por lo tanto todas las relaciones entre adultos y niños
se han elegido mutuamente”.[147] Y poco después sentencia: “Si el niño puede
elegir relacionarse sexualmente con los adultos, incluso si él debe escoger su
propia madre genética, no habría razones a priori para que ella rechace los
avances sexuales, debido a que el tabú del incesto habría perdido su función.
(…) Las relaciones con niños incluirían tanto sexo genital como el niño sea
capaz de recibir —probablemente considerablemente más de lo que ahora creemos—,
porque el sexo genital ya no sería el foco central de la relación, pues la
falta de orgasmo no presentaría un problema grave. El tabú de las relaciones
adulto/niño y homosexuales desaparecerían”[148]. Pero las relaciones pedófilas
tendrían dos límites, nos dice la buena Firestone pretendiendo moderarse: el
límite del consentimiento del niño por un lado, y el límite biológico por el
otro. De modo que si un hombre adulto desea tener relaciones sexuales con una
niña o niño de cuatro años por ejemplo, sólo debe lograr su adhesión y
comprobar que las dimensiones de su vagina o ano sean penetrables. La engañifa
que usa Firestone para legitimar la pedofilia es muy evidente: pone par a par
la capacidad de discernimiento y elección de un niño respecto de la de un
adulto, como si ambos dispusieran de mismas cuotas de poder físico,
manipulación psicológica y maduración emocional.
Como queda claro,
Firestone otorga gran significancia a la legitimación de la pedofilia como
parte de la revolución socialista. Pero no es la suya una opinión aislada
dentro del feminismo de los ’70: también la mencionada Millet ha escrito que
los niños deberían “expresarse a sí mismos sexualmente, probablemente entre
ellos en un principio, pero también con adultos”.[149] Asimismo, la propia De
Beauvoir, cuatro meses antes del surgimiento del Frente de Liberación de los
Pedófilos en Francia, firmaba una solicitada en el diario Le Monde (26 de enero
de 1977) en favor de la libertad de tres pedófilos que estaban compareciendo
ante la justicia por mantener relaciones sexuales con niños y producir
pornografía infantil —“Tres años de prisión por unas caricias y unos besos, ¡ya
basta!”, minimizaba el asunto—. Y a la cuestión de la pedofilia, las teóricas
feministas suman también la reivindicación del incesto. Firestone, por ejemplo,
recomienda que, a los fines de que los niños no crezcan “reprimidos
sexualmente”, sean los padres quienes los inicien en su vida sexual. De hecho,
recomienda que la primera felación del niño sea practicada por su propia madre.
¿Y es que hay manera más determinante de reventar todo vínculo familiar que
promoviendo relaciones sexuales entre adultos y niños, y entre padres e hijos?
Ella sabe, a partir de Freud, la importancia que tiene para la cultura la
represión del erotismo que presuntamente sentiría el niño respecto de su madre;
y probablemente sepa también, a partir de Claude Lévi-Strauss, el papel que en
la cultura de toda sociedad humana juega la prohibición del incesto. En efecto,
no hay forma más efectiva de destruir la cultura y la familia que haciendo de
la pedofilia y el incesto conductas aprobables; de los ´70 a esta parte, pues,
el feminismo radical traerá, a veces más explícitamente, otras más
implícitamente, estas horripilantes reivindicaciones dentro de su programa.
Ya ingresando en los
años ´80, otra norteamericana, Zillah Eisenstein, desarrollará con mayor
precisión esta síntesis entre feminismo radical y marxismo. La meta del
feminismo sería, en una palabra, reventar tanto el “régimen patriarcal” como el
sistema capitalista, pues existiría entre ellos una relación de coexistencia y
dependencia mutua. La destrucción del primero se asegura con la destrucción de
la familia y del matrimonio; la destrucción del segundo viene de la mano de una
paulatina abolición de la propiedad privada. Ambas cosas deben darse al
unísono. Lo que ofrece Eisenstein es, principalmente, un refinamiento de la
teoría de Firestone en la que procura determinar de modo más específico la
interrelación entre el supuesto “patriarcado” y el capitalismo, que echaría luz
sobre la necesidad de que el feminismo sea socialista, y el socialismo sea
feminista.[150] Asimismo, también trata de superar las propuestas teóricas de
Millet, fundamentalmente cuando ésta arguye que “debemos hacer preguntas
feministas pero intentar llegar a respuestas marxistas”; para Eisenstein, ello
implicaría una dicotomía entre marxismo y feminismo que debe ser borrada en
favor de una síntesis armónica entre las dos ideologías.
Así, su argumento
principal es que la institución familiar es funcional al mantenimiento del
capitalismo, y lo explica en estos términos: “La familia bajo el capitalismo
refuerza la opresión de la mujer. La
familia apoya el capitalismo, proporcionando una manera para mantener la calma,
lo cual es una parte muy importante del capitalismo. La familia apoya el
capitalismo económicamente, proporcionando una fuerza de trabajo productiva y
el suministro de un mercado de consumo masivo. La familia también desempeña un
papel ideológico mediante el cultivo de la creencia en la libertad, el
individualismo, y la igualdad básica de la estructura de creencias de la
sociedad”.[151] Por estas razones, los enemigos del capitalismo y la sociedad
abierta deben enfocarse en destruir la familia: para destruir el orden y la
calma que ella proporciona; para destruir la fuerza de trabajo que ella
engendra para el mercado; para cortar en seco la socialización que ella logra
en valores tales como la libertad y el respeto por el valor de los individuos.
En una sociedad socialista, lo que en la capitalista lo genera la familia y el
mercado por orden espontáneo, pasa a ser una responsabilidad del Estado: la
socialización en determinados valores escogidos por la dirección política; la
dirección de la actividad económica (consumo y producción), y el mantenimiento
del orden, pasan a ser funciones estatales y, por tanto, totalitarias. El
resultado de ello no puede ser jamás de liberación sino, al contrario, de
inescrutable opresión y explotación, de cuya realidad dieron cuenta los
experimentos comunistas del Siglo XX, sus genocidios, hambrunas y campos de
concentración. Más adelante veremos cómo el capitalismo, al revés de lo que
dicen estas teóricas que más que al servicio de la mujer se ponen al servicio
del socialismo[152], ha generado condiciones económicas, tecnológicas y
sociales profundamente liberadoras (en el sano sentido de la expresión) para la
mujer.
Es importante subrayar
que además de mejorar la conjunción de feminismo y marxismo intentada por
Firestone y Millet, no menos importante es el hecho de que Eisenstein da un
paso más allá en la relativización del dato natural en favor de la teoría del
género.[153] A diferencia de Firestone, quien encontraba en el dato biológico
de la reproducción la raíz de la opresión de la mujer, Eisenstein concluirá,
acercándose un poco más a De Beauvoir aunque con un marxismo más explícito, que
“la clase sexual no es oprimida biológicamente, es culturalmente
oprimida”.[154] Y así añadirá como blanco de ataque del feminismo el modo de
relación sexual que las feministas, de entonces hasta hoy, más desprecian y que
con mayor ahínco pretenden destruir: la heterosexualidad. “El agente de
opresión es la definición cultural y política de la sexualidad humana como
‘heterosexual’. La institución de la familia y el matrimonio, y los sistemas de
protección legal y cultural que refuerzan la heterosexualidad, son las bases de
la opresión política de la mujer”[155], sentencia Eisenstein. La verdad es que
no queda nada claro por qué la heterosexualidad resulta opresiva para la mujer;
lo que ha de deducirse, en todo caso, es que al ser la heterosexualidad la base
y la génesis de la unidad familiar, aquélla debe ser destruida como manera
indirecta de destruir esta última, y como manera indirecta, a su vez, de
derrumbar uno de los pilares del orden capitalista.
He aquí la razón por
la cual tanto lesbianismo abunda en los movimientos feministas, derivado en
muchísimos casos de un fuerte componente ideológico. El hombre se ha convertido
en el blanco del desprecio absoluto, y el simple hecho de concebir una relación
amorosa con él, equivale al hecho de “dormir con el enemigo”.
Imposible en este
sentido no mencionar a la teórica feminista Andrea Dworkin (Universidad de
Minnesota), también perteneciente al feminismo setentista, una de cuyas más
elocuentes tesis nos afirma que todo coito heterosexual constituye una
violación contra la mujer y que el matrimonio es una “licencia legal para la
violación”[156]; o a la feminista australiana Sheila Jeffreys (Universidad de
Melbourne), para quien el coito heterosexual es el fundamento que sostiene al
“sistema patriarcal”.[157] ¡O cómo olvidar a la francesa Monique Wittig —de
quien ya profundizaremos en próximo capítulo—, quien entendía que ser lesbiana
“es el rechazo del poder económico, ideológico y político de un hombre”[158]
dado que “el lesbianismo ofrece, de momento, la única forma social en la cual
podemos vivir libremente”![159]
Hemos visto hasta aquí
cómo la tercera ola del feminismo mantiene sus lazos con el socialismo, como ya
ocurría en la segunda, aunque privilegiando una estrategia de batalla cultural
en lugar del viejo economicismo que suponía que la modificación de las
relaciones de producción traería consecuencias lineales en la modificación de
las formas de vida. Ahora es la modificación de las formas de vida lo que
conlleva modificaciones estructurales de los sistemas políticos y económicos
(marxismo cultural). Y hemos visto, también, cómo la idea de género, como algo
independiente del dato natural, es exacerbada como estrategia para destruir las
instituciones sociales que serían funcionales al capitalismo: la familia
monogámica, la prohibición del incesto y la pedofilia, la heterosexualidad,
etcétera.
De aquí se levanta el
puente existente entre esta tercera ola feminista, deconstructiva y
culturalista, y lo que en los años ’90 empezó a conocerse como “teoría queer”,
a la cual le dedicaremos el siguiente apartado.
***
Antes de proseguir con
nuestro análisis sobre la ideología “queer”, permítasenos disponer de un breve
espacio para efectuar esta digresión: lo que la izquierda comienza a hacer
sobre el feminismo desde la segunda ola, y que luego se agudiza con la tercera,
es generar una ideología según la cual el hombre y la mujer constituyen sujetos
irreconciliables, cuyos intereses tanto objetivos como subjetivos no pueden ser
armonizados sino a través de una lucha política, a menudo incluso violenta. No
hay mejor forma para demostrar el carácter falaz de esta ideología que
recurriendo a su opuesta. En efecto, si pudiera demostrarse que es posible
llegar a las mismas conclusiones planteando no la opresión de la mujer, sino
una presunta opresión del hombre, podríamos concluir que estamos frente a algo
no mucho más profundo que una historieta maniquea de buenos contra malos
fácilmente invertible.
Para nuestra sorpresa,
este trabajo ha sido llevado adelante, y no precisamente por un hombre, sino
por una mujer argentino-alemana, médica, psicóloga y socióloga de formación,
que en su odio hacia las mujeres escribió un libro donde quiso mostrarle al
mundo que en verdad el hombre era el “explotado”. La reminiscencia al
pensamiento marxista fue tan evidente en su obra, que el diario alemán Kölner
Stadtanzeiger la calificó como “el Karl Marx de los hombres”. Nos referimos a
Esther Vilar y su libro El varón domado, publicado en 1973.
En una palabra, Vilar
nos dice que el mundo le pertenece a las mujeres puesto que ejercen sobre el
hombre una dominación cuyo más importante efecto es el hecho de que aquél ha
trabajado para ella a lo largo de la historia. Vilar cree que el hombre es
víctima de la mujer, y no al revés. Y tan así es, que “las mujeres se
enriquecen constantemente mediante un sistema primitivo, pero eficaz, de
explotación directa: boda, divorcio, herencia, seguro de viudedad, subsidio de
vejez y seguro de vida”.[160] Su teoría es tan maniquea como la feminista
cuando nos dice que “la niña es educada para explotadora y el muchacho para
objeto de explotación”.[161] Suena increíblemente parecido a todas las teorías
que hemos estado repasando, aunque invirtiendo la posición de los actores.
Pero la explotación
sobre el hombre estaría sostenida, vaya casualidad, por una superestructura
cultural que desde la cuna programa a aquél para sostener la vida de la mujer
trabajando para ella. (¿Sigue oyéndose conocido todo este cuento?) Así, Vilar
nos pone como ejemplo incluso los juegos de los niños: “Se aplaude al niño
varón por todo lo que hace, salvo si juega con hombres en miniatura. Construye
modelos de escuelas, de puentes, de canales, desarma por curiosidad autos de
juguete, dispara pistolas de juguete y se ejercita así en todo lo que luego
necesitará para mantener a la mujer”.[162] Lamentamos insistir, pero el
paralelismo respecto de las feministas que rechinan los dientes contra las
formas “sexistas” de los juegos de los niños es demasiado evidente. “Lo
personal es político”, parafraseando a Millet, podría ser también la consigna
de una cruzada misógina.
Asimismo, es
interesante advertir que esta socióloga usa las mismas armas que las feministas
para mostrar lo inverso, y usa un léxico demasiado similar. En su obra pueden
leerse frases como: “la mujer no atribuye al hombre más valor que su función
alimenticia”[163]; para la mujer “el varón es una especie de máquina que
produce valores materiales”[164]; la propiedad privada es “sólo útil para las
mujeres”[165], entre otras de similar calibre. Al igual que el relato
feminista, el relato misógino de Vilar pretende “deconstruir” esquemas
culturales, y en consecuencia otorga una gran importancia a la cuestión de los
conceptos y las palabras, como el caso de “honor viril”, el “sexo bello”, “dar
la vida por la mujer”, entre otros, que serían creaciones femeninas para
someter al varón y mantenerlo bajo su yugo.
Lo más sorprendente es
que invirtiendo el lugar de opresores y oprimidos, Vilar acaba brindándonos las
mismas conclusiones que el feminismo radical: que la institución familiar es
opresiva; que la propiedad privada es el fundamento de dominación de uno de los
sexos; que el matrimonio es un disvalor; que tener hijos es superfluo y sólo
acrecienta la opresión; que el hombre es, en una palabra, irreconciliable e
incompatible con la mujer.
Llegar a la misma
conclusión partiendo de una hipótesis exactamente inversa nos habla a las
claras del carácter fantasioso de todos estos planteos, feministas y misóginos,
por igual.