martes, 8 de septiembre de 2020

IV- La tercera ola del feminismo



PARTE 2: Feminismo e ideología de género


IV- La tercera ola del feminismo


Como se dijera más arriba, no hay acuerdo unánime respecto de qué debe ser considerado como propio de la primera, segunda o tercera ola del feminismo. Empecemos, pues, remarcando esta advertencia: algunos autores consideran que el feminismo que surge en los años ’60 del Siglo XX es, en verdad, una segunda ola de feminismo, mientras otros consideran que es una tercera ola feminista, como nosotros, pero difieren en tanto que ubican al sufragismo como segunda ola. Comoquiera que sea, nosotros hemos preferido seguir un criterio distinto, y considerar el feminismo ilustrado, liberal y sufragista, como una primera ola; el feminismo marxista como segunda ola; y el “feminismo culturalista”, “radical” y/o “neomarxista” como tercera ola, responsable de la germinación de la llamada “Ideología de Género”.

Aclarado esto por si hiciera falta, el feminismo que pasamos a describir sucintamente tiene la particularidad de moverse no en el terreno de las reformas políticas formales como el liberal, ni en el terreno casi excluyente de la economía como el marxista, sino en un campo mucho más vasto y, por lo tanto, más complejo: el de la cultura.

La filósofa española Amelia Valcárcel entiende que el surgimiento de la tercera ola feminista fue precedido por lo que ella denomina un “interregno”, el cual queda definido por la pluma de la norteamericana Betty Friedan y su libro La mística de la feminidad publicado en 1963, el cual fue una obra clave para el feminismo de los ’70. En este trabajo, Friedan entiende en resumidas cuentas que la liberación de la mujer no fue lograda con las victorias feministas en el terreno de los derechos civiles y políticos. ¿Qué seguía “oprimiendo” a las mujeres entonces? Pues aquélla responde que los aspectos culturales del “rol femenino”, es decir, las reglas informales que se asociaban a la mujer, entre ellas, la de ser esposa y madre por ejemplo.

Friedan no entiende que las nietas de las feministas sufragistas no hayan continuado la lucha de sus abuelas en renovados planos de la vida y, al contrario, que se hubieran acomodado sin más al rol de la mujer esposa y madre de hijos. Ello se debía, según Friedan, a que una superestructura cultural había desarrollado una “mística de la feminidad” que resultaba opresora. En palabras de la autora: “De acuerdo con la mística de la feminidad, la mujer no tiene otra forma de crear y de soñar en el futuro. No puede considerarse a sí misma bajo ningún otro aspecto que no sea el de madre de sus hijos o esposa de su marido”.[119]

En honor a la verdad, no podríamos decir que el de Friedan sea un libro comprometido a fondo con ideas izquierdistas. De ahí que digamos, siguiendo a Valcárcel, que es un “interregno”, un prólogo a lo que será la tercera ola feminista. En efecto, lo poderoso de Friedan es su crítica culturalista, que excede con creces lo estrictamente político, jurídico y económico, y que se mete en lo más recóndito del hogar, alcanzando incluso dimensiones estéticas que serán tan propias de la tercera ola. Ya la activista y escritora norteamericana Mary Inman, en su libro En defensa de la mujer (1940), uno de los cuales precisamente inspira a Friedan, había concluido que “la feminidad elaborada” y “el énfasis excesivo en la belleza” mantienen a las mujeres en el avasallamiento.[120] Estas son las semillas del culto a la fealdad y al mal gusto que caracteriza a nuestras feministas radicales de hoy.

No obstante, los hechos que suelen identificarse como originadores de la tercera ola feminista son, como no podía ser de otra manera, los del Mayo Francés de 1968. Y el libro que se ubica como fundacional de esta ola es El segundo sexo, de la escritora existencialista Simone de Beauvoir, publicado en 1949, cuatro años después de que en Francia el voto femenino se hubiera hecho realidad.

La ideología de De Beauvoir es bien conocida: era una marxista convencida. Su libro La larga marcha, por ejemplo, es una defensa de la Revolución Cultural china, campaña de masas liderada por el genocida Mao Tse Tung cuyo fin fue evitar que China abandonara el comunismo ortodoxo y que consistió en asesinatos masivos, torturas de todo tipo, campos de concentración, destrucción cultural, hambrunas y persecuciones. En la ciudad de Shantou hoy puede visitarse un museo que recuerda gran parte de todos estos horrores que Simone de Beauvoir celebró. En efecto, la ideología de género tiene su origen y desarrollo en el seno de la ultraizquierda como veremos a lo largo de este subcapítulo; no se trata de un fenómeno ideológico que se desprenda de ninguna corriente moderada ni centrista, a pesar de que el correctismo político de nuestros tiempos haya adoptado a pie juntillas la mayoría de sus postulados.

Al momento de escribir su obra El segundo sexo, De Beauvoir está advirtiendo que las concepciones ortodoxas del marxismo, tal las repasadas en apartado anterior, no aciertan en su aplicación real encarnada en la Unión Soviética con las promesas de liberación femenina. El ideal maternal del stalinismo no iba de la mano de las ideas de una detractora de la maternidad como De Beauvoir.[121] El problema económico es ciertamente determinante en tanto que condición necesaria; pero a todas luces se presenta insuficiente a los ojos de nuestra escritora. Y aquí es donde ella da un gran paso al poner en primer plano la necesidad de un cambio cultural de fondo: en las costumbres, en las creencias, en la moral. Sus esfuerzos por explicar el conflicto a través de una mezcolanza entre marxismo y psicoanálisis ya encuentra antecedentes nada menos que en las propuestas teóricas de la Escuela de Frankfurt, institución intelectual tan importante y hasta decisiva en la edificación teórica de lo que aquí llamamos “neomarxismo” o “marxismo cultural”.

No obstante, preciso es no engañarse. De Beauvoir sólo parece tener críticas para con la sociedad occidental y capitalista. A lo largo del millar de páginas que contiene su obra, prácticamente no puede leerse críticas para con la opresión de las mujeres en el bloque comunista. Antes al contrario, podemos leer pasajes apologéticos como el que sigue: “Es en la URSS donde el movimiento feminista adquiere la máxima amplitud”.[122] Y llega incluso a predecir, fallidamente por supuesto, que bajo el régimen comunista la liberación de la mujer estaba asegurada: “El porvenir no puede por menos que conducir a una asimilación cada vez más profunda de la mujer en el seno de una sociedad otrora masculina”.[123] Hasta miente o ignora de manera flagrante cuando anota que “excepto en la URSS, en todas partes le está permitido a la mujer moderna considerar su cuerpo como un capital para explotarlo”.[124] En efecto, pretende hacer creer al lector que el comunismo, consecuente con la promesa de Engels, ha acabado con la prostitución cuando, en rigor, esto nunca ocurrió tal como vimos anteriormente. La pregunta que surge de inmediato es: ¿Era De Beauvoir malintencionada, o simple y tristemente aquello que Lenin llamaba “idiota útil”?

Comoquiera que sea, vayamos directo al contenido de El segundo sexo, la obra más importante del feminismo del Siglo XX. La tesis central de la autora es que “mujer” es un concepto socialmente construido, es decir, carente de esencia, artificial, siempre definido por su opresor: el hombre. La famosa frase que resume la propuesta teórica de De Beauvoir es: “No se nace mujer: llega una a serlo”. La tarea de la mujer como género que pretende liberarse es, en este orden, romper con ese concepto cultural de mujer y recuperar una presunta “identidad perdida”.

El primer principio del existencialismo, corriente filosófica a la que adscribe De Beauvoir y que tiene por célebre referente a quien fuera su pareja, Jean-Paul Sartre, es la afirmación de que en el ser humano la existencia precede a la esencia. Esto quiere decir, en pocas palabras, que el ser humano no es nada más que aquello que él hace de sí mismo. No existe nada como una “naturaleza humana”; todo lo que al ser humano respecta, es el resultado de los procesos históricos que envuelven el devenir de las sociedades.

No es este el momento de efectuar una crítica extensa a esta visión filosófica. Pero consideremos por ahora el peligro de abolir en nuestra consciencia cualquier determinación natural en el ser humano: tendríamos como resultado la imagen de una persona humana suspendida en la nada, alienada respecto de toda realidad exterior, incapaz de orientar sus pautas culturales de acuerdo a lo que, por razones evidentemente naturales, resulta auspicioso para su mantenimiento y crecimiento. Una sociedad podría moralizar como pauta cultural la ingesta de gasolina por ejemplo, pero las personas que se ajustaran a esta conducta no podrían evitar las consecuencias mortales de tal práctica. Del mismo modo, otra sociedad podría legislar la abolición de la maternidad, como a más de una feminista parecería agradarle, aunque aquélla no podría escapar al destino que, por la naturaleza finita del ser humano, le espera: la total extinción.

Va de suyo que esto no quiere decir que la historia y la cultura no moldeen una incontable cantidad de caracteres del ser humano. De ninguna manera pretenderíamos negar tamaña verdad. El hombre es cultura, pero también naturaleza. O mejor dicho, el hombre es naturaleza, pero también es cultura: en ese orden. Y tan cierto como ello es también el hecho de que su cultura triunfa cuando no va en detrimento de la naturaleza. ¿Puede concebirse el desarrollo de una sociedad humana que, por ejemplo, establezca el rito cultural de castrar a todos los varones recién nacidos? ¿Y qué hay de una sociedad cuyos miembros determinen, como en el experimento social de Alan Sokal[125], que la ley de la gravedad es también una “construcción discursiva” y, por añadidura, decidan que pueden arrojarse del rascacielos más alto sin esperar nefastas consecuencias de ello?

Volviendo al núcleo de nuestro tema, para explicar la génesis de la opresión, De Beauvoir va a ofrecer una explicación histórica y antropológica de la mujer, que se retrotrae a las primeras formas remotas de comunidad del ser humano: los grupos nómades que precedieron a la agricultura, posiblemente ubicados cronológicamente en la Edad de Bronce. La raíz de la opresión femenina, según su tesis, se encontraría en el hecho de que las mujeres primitivas no podían participar de actividades presuntamente valoradas por el grupo: fundamentalmente, la caza y la guerra. Es el peligro connatural a estas actividades el que le concede a las mismas toda su importancia social. Bajo una visión que anula el dato natural, la exclusión femenina debería ser buscada, a través de un movimiento circular, nuevamente en la cultura, y así hasta el infinito. Pero lo cierto es que la naturaleza explica muy claramente el hecho de que las mujeres hayan sido protegidas por el grupo de los peligros de la guerra y la caza: las condiciones naturales de la reproducción y la maternidad por un lado, y las características físicas de su cuerpo por el otro, estructuraron la división de tareas elemental de nuestros antepasados más lejanos. Y ello parece haber sido necesario para la conservación y reproducción de la especie.

Llamativamente, De Beauvoir reconoce este hecho que, por sí solo, bastaría para derrumbar su tesis fundamental de que en la mujer no hay nada más que cultura. “El embarazo, el parto, la menstruación disminuían su capacidad de trabajo y las condenaba a largos períodos de impotencia; para defenderse contra los enemigos, para asegurarse el sustento y el de su progenie, necesitaba la protección de los guerreros y los productos de la caza y de la pesca, a las que se dedicaban los hombres”[126], anota la escritora. Y es que si aquélla acepta que la fuerza física y la reproducción explican la primitiva exclusión de la mujer respecto de tareas que serían relevantes, la lógica más elemental nos anuncia que la naturaleza ha tenido parte en la formación cultural y no puede ser, por tanto, descuidada en un análisis sobre la mujer y su condición. Si fue el cuerpo femenino el que, con arreglo a sus condiciones y funciones biológicas, hizo de la mujer una mujer, entonces no parece tan convincente —e incluso, parece contradictoria— la célebre frase “no se nace mujer; llega una a serlo”.

Las contradicciones de la mujer de Sartre son en muchos pasajes llamativas. El prestigio del hombre se deriva, nos dice aquélla, de que las actividades que les son propias encuentran su trascendencia en el hecho del peligro: “Para aumentar el prestigio de la horda, del clan a que pertenece, el guerrero pone en juego su propia existencia. (…) La peor maldición que pesa sobre la mujer es hallarse excluida de esas expediciones guerreras: no es dando la vida, sino arriesgando la propia, como el hombre se eleva sobre el animal”.[127] Olvida aquí la autora los peligros intrínsecos de la maternidad, acentuados sobremanera en tiempos pasados, en los cuales el parto era causal de muerte con elevadísima frecuencia. En efecto, si es el riesgo ofrecido al grupo el que da sentido al prestigio del hombre, ¿no hay altos riesgos también en la actividad más específicamente femenina de todas: el parto? El problema, acaso, es que Simone de Beauvoir no considera que nada de lo que biológicamente es propio de la mujer, pueda ser considerado actividad en tanto que proyecto vital. Parece haber misoginia detrás de sus argumentos cuando decreta que “engendrar, amamantar, no constituyen actividades, son funciones naturales; ningún proyecto los afecta; por eso la mujer no encuentra en ello el motivo de una altiva afirmación de su existencia; sufre pasivamente su destino biológico”.[128] Es llamativo que quien nunca engendró ni amamantó efectúe semejante declaración. ¿De dónde saca la filósofa francesa que el hecho de traer una nueva vida al mundo y bregar por su cuidado y desarrollo no está afectado por ningún proyecto? No queda nada claro. Parece ser que su propia biografía afecta sus argumentos: ella nunca quiso parir hijos y, al contrario, escogió matarlos en su vientre.[129] Es paradójico que para De Beauvoir dar vida no sea un “proyecto”, mientras que matar sí lo sea. Y todavía más: el autoritarismo en esta materia de De Beauvoir quedó a las claras en un diálogo de 1975, cuando ella argumentó que “No se debería permitir a ninguna mujer que se quedara en casa para criar a sus hijos. La sociedad tendría que ser completamente distinta. Las mujeres no deberían tener esa opción, precisamente porque si existe tal opción, demasiadas mujeres la van a tomar”.[130] ¿Deberían entonces las mujeres tomar las opciones que De Beauvoir ordena?

Comoquiera que sea, lo más importante de la obra de Simone de Beauvoir es haber pincelado los primeros esbozos significativos de la ideología de género. La distinción entre sexo y género aparece, pues, bien clara en su trabajo: el sexo, como dato natural, no guarda ninguna relevancia; el género lo es todo. El hombre y la mujer se nos presentan como cuerpos cuya especificidad natural no guarda la menor importancia respecto de aquello que ellos mismos pueden ser; son como una hoja en blanco, una tabula rasa, lista para ser inscripta por el peso pretendidamente autónomo de la cultura. En efecto: “No se nace mujer: llega una a serlo”. Dicho de otra forma, no importa lo que el cuerpo de uno trae naturalmente; importa exclusivamente cómo se socializa al individuo. Y como es evidente, todo ello entraña importantes cambios estratégicos. La estrategia que el feminismo debe elaborar tiene ahora un predominante carácter cultural: la liberación no sólo ha de concretarse con la incorporación de la mujer en el mundo económico del trabajo y la productividad, como pensaban los marxistas ortodoxos siguiendo a Engels, sino también, y tan importante como esto último, con la destrucción de la superestructura —moral, religiosa, ideológica, jurídica, familiar— vigente. La conclusión que De Beauvoir ofrece de toda su obra va en este sentido: “No hay que creer que basta con modificar su situación económica para que la mujer se transforme; este factor ha sido y sigue siendo el factor primordial de su evolución, pero en tanto no comporte las consecuencias morales, sociales, culturales, etc. que anuncia y que exige, no podrá aparecer la mujer nueva”.[131] Cuando el feminismo asume una estrategia cultural y se da la mano con el marxismo en su cruzada contra la sociedad capitalista, la resultante es una de las diversas patas que sostienen a lo que acá hemos llamado “neomarxismo” o “marxismo cultural”.

A Simone de Beauvoir le seguirá en los años ’70 toda una corriente de feministas radicales que llevarán los argumentos y pretensiones un paso más allá. Una de ellas será la norteamericana Kate Millet, quien hará primordial hincapié en el concepto de “género” para rechazar los datos de la biología, y defenderá “el carácter cultural del género, definido como la estructura de la personalidad conforme a la categoría sexual”.[132] Otra feminista especialmente controversial es la canadiense Shulamith Firestone, quien declarará que “Las feministas tienen que cuestionar, no sólo toda la cultura occidental, sino también la organización de la cultura en sí misma, e incluso la propia organización de la naturaleza”.[133] (¿Recuerda el lector lo que ya advertía Ludwig von Mises en los años ’20?)

Para el feminismo radical que nace en los años ’70, el problema de la opresión de la mujer lo inunda todo; los ámbitos públicos y privados son escrutados por igual, pues es la cultura el objetivo clave. Millet inmortaliza en su obra Política Sexual (1969) una frase que se encarnará como lema de los grupos feministas de ayer y de hoy: “Lo personal es político”.[134] La noción de “patriarcado” encontrará especial significación en este marco, como régimen político de dominación masculina que va mucho más allá de las dimensiones públicas. La familia pasa a ser considerada, pues, como la principal institución social que reproduce la “estructura patriarcal”, y todas las municiones feministas se destinan fundamentalmente contra ella y el matrimonio: “La institución principal del patriarcado es la familia”[135], anota Millet. El objetivo marxista de abolición de la familia y la propiedad privada se mantienen; lo que cambia es el sujeto de la revolución y el análisis de las contradicciones.

Es de interés mencionar un poco más sobre las ideas de la citada Firestone, porque ilustran muy bien el pensamiento feminista radical-socialista de la tercera ola. Su obra La dialéctica del sexo (1970) fue furor en su época. Mezclando marxismo y freudianismo, Firestone desde el inicio supera el reduccionismo economicista que impidió a Engels ver un poco más lejos: “Hay un nivel de realidad que no viene directamente de la economía”[136], sentencia aquélla. Ese nivel proviene de la cultura, que es donde Firestone va a buscar penetrar.

Firestone entiende que la raíz del problema de la mujer estriba en su función reproductora, y traza así un paralelismo con los problemas productivos del proletariado al punto de denominar a la mujer como “clase sexual”. Así como este último —según las teorías marxistas— hace su revolución expropiando los medios de producción privados, las mujeres deben llevar adelante la suya poniendo bajo su control la reproducción. Y así como Engels entendió que de una revolución socialista se deriva la liberación de la mujer, Firestone entiende lo contrario: de una revolución feminista se puede esperar la abolición de las clases.[137]

De esta forma, Firestone va a proponer una suerte de programa mínimo para la revolución feminista, compuesto de cuatro puntos que, resumidamente, son los que siguen: 1) Abolir la función reproductiva de la mujer con arreglo a las tecnologías de la reproducción artificial y la legalización del aborto; 2) Lograr la absoluta independencia económica de mujeres y niños, lo cual supone abandonar la economía capitalista y adoptar un sistema socialista (“Es por esto que debemos hablar de feminismo socialista”[138], remarca Firestone); 3) Incluir a las mujeres y los niños en todos los aspectos de la sociedad, destruyendo todo aquello que resguarde la individualidad, y destruyendo “las distinciones culturales hombre/mujer y adulto/niño”[139]; 4) Lograr “la libertad de todas las mujeres y niños para hacer lo que sea que deseen sexualmente”[140].

El fin expreso de todo esto es la destrucción de la familia, dado que ésta sería “la fuente de la represión psicológica, económica y política”[141]. La tercera ola del feminismo, como vemos, hace de las relaciones de pareja un ámbito de lucha y odio permanente. Si puede considerarse que la de la URSS fue una “revolución fallida”, fue precisamente por haber revolucionado sólo lo concerniente a la esfera económica y no haber implementado a fondo y sostenidamente esta revolución en el ámbito de las relaciones interpersonales y familiares.[142] Firestone está primordialmente preocupada, además de la cuestión femenina, en la cuestión de los niños. Y es que entiende que el socialismo no puede ser construido si no se logra cortar los lazos de una generación con la anterior, para que el Estado pueda formatearla hasta la raíz misma.[143] “Legalmente los niños siguen bajo la jurisdicción de los padres quienes pueden hacer con ellos lo que les plazca”[144], se queja curiosamente Firestone. ¿Bajo qué jurisdicción deberían estar entonces? Pues queda claro que bajo la del Estado socialista.

El proceso de destrucción de la familia no se puede dar de un momento a otro, sino que conlleva cambios paulatinos, que involucran incluso la pedofilia. Firestone los describe de esta forma: “Al principio, en el período de transición, las relaciones sexuales serían probablemente monógamas, incluso si la pareja decide vivir con otros. (…) Sin embargo, después de muchas generaciones de vida no-familiar, nuestras estructuras psicosexuales podrán alterarse tan radicalmente que la pareja monógama se volvería obsoleta. Sólo podemos adivinar lo que podría reemplazarla: ¿quizás matrimonios por grupos, grupos maritales transexuales los cuales también involucran niños mayores? No lo sabemos”.[145]

 El proyecto de Firestone es lograr una sociedad socialista donde la familia sea reemplazada por household, una especie de hogar formado por personas que no guardan vínculo sanguíneo. Aquí, después de “unas pocas generaciones”, se logrará que “las relaciones entre personas de edades muy dispares se conviertan en algo común”.[146] Así las cosas, “el concepto de infancia ha sido abolido, los niños tienen plenos derechos legales, sexuales y económicos, sus actividades educativas/laborales no difieren de la de los adultos. Durante los pocos años de infancia, hemos reemplazado la psicológicamente destructiva ‘paternidad’ de uno o dos adultos arbitrarios, por la difusión de la responsabilidad del cuidado físico sobre un gran número de personas. El niño todavía puede formar relaciones íntimas de amor, pero en lugar de desarrollar una estrecha relación con una decretada ‘madre’ y ‘padre’, el niño puede ahora formar los lazos con gente de su propia elección, de cualquier edad o sexo. Por lo tanto todas las relaciones entre adultos y niños se han elegido mutuamente”.[147] Y poco después sentencia: “Si el niño puede elegir relacionarse sexualmente con los adultos, incluso si él debe escoger su propia madre genética, no habría razones a priori para que ella rechace los avances sexuales, debido a que el tabú del incesto habría perdido su función. (…) Las relaciones con niños incluirían tanto sexo genital como el niño sea capaz de recibir —probablemente considerablemente más de lo que ahora creemos—, porque el sexo genital ya no sería el foco central de la relación, pues la falta de orgasmo no presentaría un problema grave. El tabú de las relaciones adulto/niño y homosexuales desaparecerían”[148]. Pero las relaciones pedófilas tendrían dos límites, nos dice la buena Firestone pretendiendo moderarse: el límite del consentimiento del niño por un lado, y el límite biológico por el otro. De modo que si un hombre adulto desea tener relaciones sexuales con una niña o niño de cuatro años por ejemplo, sólo debe lograr su adhesión y comprobar que las dimensiones de su vagina o ano sean penetrables. La engañifa que usa Firestone para legitimar la pedofilia es muy evidente: pone par a par la capacidad de discernimiento y elección de un niño respecto de la de un adulto, como si ambos dispusieran de mismas cuotas de poder físico, manipulación psicológica y maduración emocional.

Como queda claro, Firestone otorga gran significancia a la legitimación de la pedofilia como parte de la revolución socialista. Pero no es la suya una opinión aislada dentro del feminismo de los ’70: también la mencionada Millet ha escrito que los niños deberían “expresarse a sí mismos sexualmente, probablemente entre ellos en un principio, pero también con adultos”.[149] Asimismo, la propia De Beauvoir, cuatro meses antes del surgimiento del Frente de Liberación de los Pedófilos en Francia, firmaba una solicitada en el diario Le Monde (26 de enero de 1977) en favor de la libertad de tres pedófilos que estaban compareciendo ante la justicia por mantener relaciones sexuales con niños y producir pornografía infantil —“Tres años de prisión por unas caricias y unos besos, ¡ya basta!”, minimizaba el asunto—. Y a la cuestión de la pedofilia, las teóricas feministas suman también la reivindicación del incesto. Firestone, por ejemplo, recomienda que, a los fines de que los niños no crezcan “reprimidos sexualmente”, sean los padres quienes los inicien en su vida sexual. De hecho, recomienda que la primera felación del niño sea practicada por su propia madre. ¿Y es que hay manera más determinante de reventar todo vínculo familiar que promoviendo relaciones sexuales entre adultos y niños, y entre padres e hijos? Ella sabe, a partir de Freud, la importancia que tiene para la cultura la represión del erotismo que presuntamente sentiría el niño respecto de su madre; y probablemente sepa también, a partir de Claude Lévi-Strauss, el papel que en la cultura de toda sociedad humana juega la prohibición del incesto. En efecto, no hay forma más efectiva de destruir la cultura y la familia que haciendo de la pedofilia y el incesto conductas aprobables; de los ´70 a esta parte, pues, el feminismo radical traerá, a veces más explícitamente, otras más implícitamente, estas horripilantes reivindicaciones dentro de su programa.

Ya ingresando en los años ´80, otra norteamericana, Zillah Eisenstein, desarrollará con mayor precisión esta síntesis entre feminismo radical y marxismo. La meta del feminismo sería, en una palabra, reventar tanto el “régimen patriarcal” como el sistema capitalista, pues existiría entre ellos una relación de coexistencia y dependencia mutua. La destrucción del primero se asegura con la destrucción de la familia y del matrimonio; la destrucción del segundo viene de la mano de una paulatina abolición de la propiedad privada. Ambas cosas deben darse al unísono. Lo que ofrece Eisenstein es, principalmente, un refinamiento de la teoría de Firestone en la que procura determinar de modo más específico la interrelación entre el supuesto “patriarcado” y el capitalismo, que echaría luz sobre la necesidad de que el feminismo sea socialista, y el socialismo sea feminista.[150] Asimismo, también trata de superar las propuestas teóricas de Millet, fundamentalmente cuando ésta arguye que “debemos hacer preguntas feministas pero intentar llegar a respuestas marxistas”; para Eisenstein, ello implicaría una dicotomía entre marxismo y feminismo que debe ser borrada en favor de una síntesis armónica entre las dos ideologías.

Así, su argumento principal es que la institución familiar es funcional al mantenimiento del capitalismo, y lo explica en estos términos: “La familia bajo el capitalismo refuerza la opresión de la mujer.  La familia apoya el capitalismo, proporcionando una manera para mantener la calma, lo cual es una parte muy importante del capitalismo. La familia apoya el capitalismo económicamente, proporcionando una fuerza de trabajo productiva y el suministro de un mercado de consumo masivo. La familia también desempeña un papel ideológico mediante el cultivo de la creencia en la libertad, el individualismo, y la igualdad básica de la estructura de creencias de la sociedad”.[151] Por estas razones, los enemigos del capitalismo y la sociedad abierta deben enfocarse en destruir la familia: para destruir el orden y la calma que ella proporciona; para destruir la fuerza de trabajo que ella engendra para el mercado; para cortar en seco la socialización que ella logra en valores tales como la libertad y el respeto por el valor de los individuos. En una sociedad socialista, lo que en la capitalista lo genera la familia y el mercado por orden espontáneo, pasa a ser una responsabilidad del Estado: la socialización en determinados valores escogidos por la dirección política; la dirección de la actividad económica (consumo y producción), y el mantenimiento del orden, pasan a ser funciones estatales y, por tanto, totalitarias. El resultado de ello no puede ser jamás de liberación sino, al contrario, de inescrutable opresión y explotación, de cuya realidad dieron cuenta los experimentos comunistas del Siglo XX, sus genocidios, hambrunas y campos de concentración. Más adelante veremos cómo el capitalismo, al revés de lo que dicen estas teóricas que más que al servicio de la mujer se ponen al servicio del socialismo[152], ha generado condiciones económicas, tecnológicas y sociales profundamente liberadoras (en el sano sentido de la expresión) para la mujer.

Es importante subrayar que además de mejorar la conjunción de feminismo y marxismo intentada por Firestone y Millet, no menos importante es el hecho de que Eisenstein da un paso más allá en la relativización del dato natural en favor de la teoría del género.[153] A diferencia de Firestone, quien encontraba en el dato biológico de la reproducción la raíz de la opresión de la mujer, Eisenstein concluirá, acercándose un poco más a De Beauvoir aunque con un marxismo más explícito, que “la clase sexual no es oprimida biológicamente, es culturalmente oprimida”.[154] Y así añadirá como blanco de ataque del feminismo el modo de relación sexual que las feministas, de entonces hasta hoy, más desprecian y que con mayor ahínco pretenden destruir: la heterosexualidad. “El agente de opresión es la definición cultural y política de la sexualidad humana como ‘heterosexual’. La institución de la familia y el matrimonio, y los sistemas de protección legal y cultural que refuerzan la heterosexualidad, son las bases de la opresión política de la mujer”[155], sentencia Eisenstein. La verdad es que no queda nada claro por qué la heterosexualidad resulta opresiva para la mujer; lo que ha de deducirse, en todo caso, es que al ser la heterosexualidad la base y la génesis de la unidad familiar, aquélla debe ser destruida como manera indirecta de destruir esta última, y como manera indirecta, a su vez, de derrumbar uno de los pilares del orden capitalista.

He aquí la razón por la cual tanto lesbianismo abunda en los movimientos feministas, derivado en muchísimos casos de un fuerte componente ideológico. El hombre se ha convertido en el blanco del desprecio absoluto, y el simple hecho de concebir una relación amorosa con él, equivale al hecho de “dormir con el enemigo”.

Imposible en este sentido no mencionar a la teórica feminista Andrea Dworkin (Universidad de Minnesota), también perteneciente al feminismo setentista, una de cuyas más elocuentes tesis nos afirma que todo coito heterosexual constituye una violación contra la mujer y que el matrimonio es una “licencia legal para la violación”[156]; o a la feminista australiana Sheila Jeffreys (Universidad de Melbourne), para quien el coito heterosexual es el fundamento que sostiene al “sistema patriarcal”.[157] ¡O cómo olvidar a la francesa Monique Wittig —de quien ya profundizaremos en próximo capítulo—, quien entendía que ser lesbiana “es el rechazo del poder económico, ideológico y político de un hombre”[158] dado que “el lesbianismo ofrece, de momento, la única forma social en la cual podemos vivir libremente”![159]

Hemos visto hasta aquí cómo la tercera ola del feminismo mantiene sus lazos con el socialismo, como ya ocurría en la segunda, aunque privilegiando una estrategia de batalla cultural en lugar del viejo economicismo que suponía que la modificación de las relaciones de producción traería consecuencias lineales en la modificación de las formas de vida. Ahora es la modificación de las formas de vida lo que conlleva modificaciones estructurales de los sistemas políticos y económicos (marxismo cultural). Y hemos visto, también, cómo la idea de género, como algo independiente del dato natural, es exacerbada como estrategia para destruir las instituciones sociales que serían funcionales al capitalismo: la familia monogámica, la prohibición del incesto y la pedofilia, la heterosexualidad, etcétera.

De aquí se levanta el puente existente entre esta tercera ola feminista, deconstructiva y culturalista, y lo que en los años ’90 empezó a conocerse como “teoría queer”, a la cual le dedicaremos el siguiente apartado. 

*** 

Antes de proseguir con nuestro análisis sobre la ideología “queer”, permítasenos disponer de un breve espacio para efectuar esta digresión: lo que la izquierda comienza a hacer sobre el feminismo desde la segunda ola, y que luego se agudiza con la tercera, es generar una ideología según la cual el hombre y la mujer constituyen sujetos irreconciliables, cuyos intereses tanto objetivos como subjetivos no pueden ser armonizados sino a través de una lucha política, a menudo incluso violenta. No hay mejor forma para demostrar el carácter falaz de esta ideología que recurriendo a su opuesta. En efecto, si pudiera demostrarse que es posible llegar a las mismas conclusiones planteando no la opresión de la mujer, sino una presunta opresión del hombre, podríamos concluir que estamos frente a algo no mucho más profundo que una historieta maniquea de buenos contra malos fácilmente invertible.

Para nuestra sorpresa, este trabajo ha sido llevado adelante, y no precisamente por un hombre, sino por una mujer argentino-alemana, médica, psicóloga y socióloga de formación, que en su odio hacia las mujeres escribió un libro donde quiso mostrarle al mundo que en verdad el hombre era el “explotado”. La reminiscencia al pensamiento marxista fue tan evidente en su obra, que el diario alemán Kölner Stadtanzeiger la calificó como “el Karl Marx de los hombres”. Nos referimos a Esther Vilar y su libro El varón domado, publicado en 1973.

En una palabra, Vilar nos dice que el mundo le pertenece a las mujeres puesto que ejercen sobre el hombre una dominación cuyo más importante efecto es el hecho de que aquél ha trabajado para ella a lo largo de la historia. Vilar cree que el hombre es víctima de la mujer, y no al revés. Y tan así es, que “las mujeres se enriquecen constantemente mediante un sistema primitivo, pero eficaz, de explotación directa: boda, divorcio, herencia, seguro de viudedad, subsidio de vejez y seguro de vida”.[160] Su teoría es tan maniquea como la feminista cuando nos dice que “la niña es educada para explotadora y el muchacho para objeto de explotación”.[161] Suena increíblemente parecido a todas las teorías que hemos estado repasando, aunque invirtiendo la posición de los actores.

Pero la explotación sobre el hombre estaría sostenida, vaya casualidad, por una superestructura cultural que desde la cuna programa a aquél para sostener la vida de la mujer trabajando para ella. (¿Sigue oyéndose conocido todo este cuento?) Así, Vilar nos pone como ejemplo incluso los juegos de los niños: “Se aplaude al niño varón por todo lo que hace, salvo si juega con hombres en miniatura. Construye modelos de escuelas, de puentes, de canales, desarma por curiosidad autos de juguete, dispara pistolas de juguete y se ejercita así en todo lo que luego necesitará para mantener a la mujer”.[162] Lamentamos insistir, pero el paralelismo respecto de las feministas que rechinan los dientes contra las formas “sexistas” de los juegos de los niños es demasiado evidente. “Lo personal es político”, parafraseando a Millet, podría ser también la consigna de una cruzada misógina.

Asimismo, es interesante advertir que esta socióloga usa las mismas armas que las feministas para mostrar lo inverso, y usa un léxico demasiado similar. En su obra pueden leerse frases como: “la mujer no atribuye al hombre más valor que su función alimenticia”[163]; para la mujer “el varón es una especie de máquina que produce valores materiales”[164]; la propiedad privada es “sólo útil para las mujeres”[165], entre otras de similar calibre. Al igual que el relato feminista, el relato misógino de Vilar pretende “deconstruir” esquemas culturales, y en consecuencia otorga una gran importancia a la cuestión de los conceptos y las palabras, como el caso de “honor viril”, el “sexo bello”, “dar la vida por la mujer”, entre otros, que serían creaciones femeninas para someter al varón y mantenerlo bajo su yugo.

Lo más sorprendente es que invirtiendo el lugar de opresores y oprimidos, Vilar acaba brindándonos las mismas conclusiones que el feminismo radical: que la institución familiar es opresiva; que la propiedad privada es el fundamento de dominación de uno de los sexos; que el matrimonio es un disvalor; que tener hijos es superfluo y sólo acrecienta la opresión; que el hombre es, en una palabra, irreconciliable e incompatible con la mujer.

Llegar a la misma conclusión partiendo de una hipótesis exactamente inversa nos habla a las claras del carácter fantasioso de todos estos planteos, feministas y misóginos, por igual.