Capítulo 2: Feminismo e ideología de género
VI- El Dr. Money, el niño sin pene y algunas consideraciones
científicas
Como hemos insistido a
lo largo de este capítulo, las teorías tienen correlatos prácticos; la forma en
que entendemos e interpretamos el mundo incide en la manera en que nuestras
acciones en él se desenvuelven. Así pues, existe un caso que nos muestra de
manera concreta la aplicación de la ideología de género en el campo de la
medicina y la psiquiatría y sus consecuencias.
En 1965 nacieron los
niños gemelos monocigóticos[234] Bruce y Brian Reimer. El primero de ellos, con
menos de un año de edad, a causa de fimosis fue sometido a una fallida
circuncisión que mutiló su pene. Sus padres, desesperados por el accidente que
había sufrido su hijo, pronto se contactaron con un famoso psicólogo llamado
John Money, quien había trascendido en el mundo académico precisamente por
haber llevado al terreno médico las teorías de género que escinden la identidad
sexual respecto de cualquier determinación natural. Como muchas de las
feministas contemporáneas a él mismo, Money estaba enrolado en la militancia
por la despatologización de la pedofilia y de prácticas sexuales que Preciado
consideraría “contra-sexuales”, como la coprofilia (juegos e ingesta de
excremento con fines sexuales).[235] Además, Money era Profesor de la
Universidad John Hopkings, fue fundador del Gender Identity Institute
—financiado por esta última—, trabajaba en el negocio de las reasignaciones
sexuales, y el caso en cuestión se presentó frente a sus ojos como una
posibilidad excepcional de llevar adelante un experimento social que comprobara
la teoría de que la sexualidad no tiene que ver con la naturaleza, sino con la
crianza: esto es, que un ser humano puede ser educado como hombre o mujer con
independencia de la realidad cromosómica o gonadal o genital que pueda tener.
En efecto, el doctor Money contaba con un niño de pocos meses de vida que ya no
tenía pene, y con su variable de control perfecta: Brian, el hermano gemelo.
Así fue que con
diecisiete meses de edad, Bruce se convirtió en “Brenda”, y cuatro meses más
tarde, fue sometido a castración. A los padres se les encomendó la tarea más
importante de todas: criar a Bruce como “Brenda”, y bajo ninguna circunstancia
revelar la verdad de los hechos a los gemelos. Las instrucciones eran
estrictas, pues de ellas dependía el éxito del experimento social. “Pensé que
sí era simplemente una cuestión de crianza, que podía criar a mi hijo como
mujer”[236], se lamentó posteriormente la madre.
Pero pronto el plan empezó a desviarse de los
resultados que Money esperaba. A pesar de todos los tratamientos hormonales y
las características de la crianza, “Brenda” no parecía adaptarse a la identidad
femenina. El padre ha contado a posteriori que “era tan evidente para todos, no
sólo para mí, que era masculino”.[237] En una de las desgrabaciones de los
archivos de Money, se lo escucha quejarse: “La niña tiene muchas
características de 'marimacho'”[238]. La cuestión se empezaba a ir de las manos
del célebre profesor, y éste decidió que era tiempo de intervenir en la crianza
con mayor ahínco desde sus conocimientos psicológicos. Así fue que comenzó
haciendo hincapié en que “Brenda” asentara su nueva identidad femenina
comprendiendo la diferencia existente entre los órganos sexuales de los hombres
y las mujeres, recurriendo de esta forma a las diferencias naturales para
negar… lo natural. Pero a medida que la “niña” se negaba a adoptar su nuevo
género, el doctor se veía obligado a aplicar enfoques cada vez más extremos.
Pidió tener sesiones conjuntas con los gemelos, a quienes les hacía quitarse la
ropa, mirarse mutuamente, ensayar poses sexuales y someterse a sesiones
fotográficas. Los dos niños cumplían un papel no muy diferente del que pueden
cumplir dos ratas de laboratorio. El citado psicólogo Andrés Irasuste ha
reflexionado al respecto: “Nosotros nos preguntamos qué tanta distancia existe
acaso en verdad entre un John Money y un Josef Mengele”.[239]
El último intento de
Money consistió en intentar convencer a “Brenda” de someterse a una cirugía que
perfeccionara su vulva rudimentaria y se le pudiera construir una vagina
artificial. A los trece años de edad, llegó a entrevistarla con un transexual
para que éste la persuadiera respecto de las bondades de la cirugía. Pero
“Brenda” se negó, y pidió a sus padres no volver a ver nunca más al doctor
Money.
El experimento social
no dejó de ir a contrapelo de lo que su mentor había predicho. “Brenda” tuvo
varios intentos de suicidio, y sus padres, desesperados, decidieron que era
hora de dar marcha atrás y contarle la verdad sobre su propia historia. Así fue
como esta “niña” de laboratorio decidió ser lo que siempre había sido: un niño.
Y se llamó a sí mismo “David”, en referencia a la lucha de David contra Goliat.
De inmediato, David dejó los tratamientos hormonales y se hizo un implante de
pene, pero jamás pudo superar los daños psicológicos creados por el experimento
de género. Su familia, tampoco. Brian, el hermano gemelo, jamás pudo aceptar la
verdad y terminó cayendo en la esquizofrenia, muriendo en el año 2002 de una
sobredosis.
La frustración de
David se incrementó cuando descubrió que Money había presentado al mundo
académico su experimento social como un éxito rotundo que probaba la veracidad
de la ideología de género. En efecto, éste había publicado un libro de gran
trascendencia que se tituló Hombre y niño, mujer y niña. “Su conducta es tan
normal como la de cualquier niña y difiere claramente de la forma masculina
como se comporta su hermano gemelo”, podía leerse en aquellas páginas sobre
“Brenda”. Así, el caso de Bruce, o Brenda, o David, fue a su vez presentado
como un éxito en los textos médicos y psicológicos sobre tratamiento de hermafroditas.
Clara prueba de cómo funciona el campo científico cuando la ideología se filtra
en él, y son los hechos los que se deben acomodar a lo que se piensa, y no lo
que se piensa a los hechos.
En el año 2004,
víctima de una depresión producto de sus traumas psicológicos y existenciales,
David Reimer se quitó la vida con una escopeta, habiendo dejado antes, no
obstante, un premonitorio testimonio en un filme documental que se interesó por
su historia: “Soy la prueba viviente [del fracaso de la ideología de género], y
si no vas a tomar mi palabra como evangelio, porque yo he vivido esto, ¿a quién
más vas a escuchar? ¿Quién más pasó por esto? Yo lo he vivido. ¿Tiene alguien
que dispararse en la cabeza y morir para que la gente lo escuche?”[240]
Años después de que
Money vendiera el supuesto éxito de la conversión de Bruce en Brenda, otro
científico, Milton Diamond, revelará la verdad sobre el experimento de Money al
descubrir que la testosterona orienta a cada ser humano incluso antes de nacer.
El sexo, pues, no podía reducirse a la variable “crianza”. Afortunadamente, hay
todavía hombres y mujeres[241] de ciencia que se atreven a mostrar y demostrar
que la sexualidad no puede ser explicada sólo recurriendo a factores
culturales, sino que hay todo un trasfondo natural que, en todo caso, crea el
espacio donde la cultura puede inscribirse.
El psicólogo de
Harvard Steven Pinker, por ejemplo, ha escrito una reveladora obra titulada The
blank slate (2002), donde se dedica a refutar a los negacionistas de la naturaleza
humana con arreglo a los aportes de la psicobiología y la neurociencia, y nos
muestra cómo la ideología de género del feminismo es un estorbo para la ciencia
en tanto que niega que el “género” posea una ontogénesis, una psicogénesis y
una base que no depende exclusivamente de lo sociocultural. Y es que como nos
explica el propio Irasuste, “hoy la neurociencia ha podido ya comprobar que eso
que llamamos ‘género’ posee un núcleo biológico bien duro y profundo que ya
comienza a configurarse por distintos influjos hormonales intrauterinos,
responsables de la sexuación cerebral.”[242] Es sabido que tanto el andrógeno
como el estrógeno, hormonas masculina y femenina respectivamente, tienen
efectos diferentes sobre el cerebro durante el desarrollo fetal.[243] El
biólogo Edward Wilson lo ha dicho de forma muy clara: “La neurobiología no
puede ser aprendida a los pies de un gurú. Las consecuencias de nuestra
historia genética no puede ser elegida por legislaturas”.[244]
Hay un pasaje muy
interesante en la obra de Pinker, en la cual examina un estudio que nos
recuerda al caso del Dr. Money y los gemelos Reimer. En efecto, en aquél se
analizan los casos de “veinticinco niños que habían nacido sin pene (un defecto
de nacimiento conocido como extrofia cloacal) y a los que posteriormente se
castró y educó como niñas. Todos mostraron unos patrones masculinos, se
dedicaban a juegos bruscos y tenían unas actitudes y unos intereses típicamente
masculinos. Más de la mitad de ellos declararon espontáneamente que eran niños,
uno cuando sólo tenía cinco años”.[245] Esto tiraría por la borda la
posibilidad de que el caso de David Reimer sea una simple excepción o un
accidente. Y a ello deberíamos añadir el hecho de que la educación de niños y
niñas cada vez difiere menos, si se la analiza de manera histórica.
Hace relativamente
poco que existe una rama dentro de la neurociencia denominada “neurobiología
del sexo”, la cual se concentra en dos áreas centrales: la estructura cerebral
y la genética. Esta disciplina ha contribuido en mucho también a hacernos ver
que la sexualidad es mucho más que cultura: es también naturaleza. Gracias a
científicos como el embriólogo Charles Phoenix y otros que han llevado adelante
investigaciones al respecto, sabemos por ejemplo que la hormona testosterona
juega un rol inexorable en la definición sexual desde mucho antes que la
criatura salga del cuerpo de su madre y, por lo tanto, mucho antes de sus
primeros contactos culturales: “Si retiramos los genitales a un embrión
genéticamente masculino durante un momento clave del desarrollo embrionario,
éste desarrollará genitales femeninos. Es decir, la testosterona actúa como un
elemento diferenciador clave en el proceso de individuación biológica sobre una
base prenatal donde lo femenino —en ausencia de dicho elemento—
predominará”.[246] Algo similar encontró el neurólogo Simón Le Vay cuando
concluyó que una diferencia en los niveles hormonales androgénicos en períodos
críticos del desarrollo —como la etapa intrauterina— tiene efectos sustantivos
en los rasgos sexuales.[247] Incluso se han detectado síndromes que afectan la
sexualidad del nacido, como el llamado “síndrome por déficit de 5-alfa
reductasa”, siendo esta última una enzima que interactúa con la testosterona
para el desarrollo de los genitales. De modo tal que quienes padecen este
síndrome, nacen con genitales de apariencia femenina, pero el sexo genético es
masculino, con lo cual son criados como mujeres durante su niñez pero al llegar
a la adolescencia los niveles de testosterona aumentan drásticamente y estas
presuntas niñas empiezan a ver cómo sus cuerpos van tomando forma masculina:
voz gruesa, bello facial, mayor musculatura, y su “clítoris” va aumentando de
tamaño hasta tener un aspecto más o menos similar al de un pene. ¿Podría
decirse con seriedad que fue la “cultura” la que provocó semejantes
modificaciones?
No obstante, no es el
tema de este libro la neurociencia y la genética; sólo pretendemos en estas
breves líneas dar un botón de muestra al lector sobre que, en lo que a
sexualidad refiere, la ciencia ha dado enormes pasos que están muy alejados de
lo que las ideólogas del feminismo pretenden, esto es, reducir todo a una
explicación cultural que permita, a la postre, la llamada “deconstrucción” (o
mejor dicho, destrucción) de nuestra cultura. Pero si bien los
neurocientíficos, como hemos visto, tienen muy en claro que el cerebro, además
de guardar condicionamientos pre-natales en términos de sexualidad, efectúa
toda una serie de operaciones muy complejas cuyas pautas no están ubicadas en
los marcos culturales, no caen tampoco en el monismo explicativo reduciendo
todo a cuestiones biológicas: al contrario, tienen muy presente la relevancia
de la cultura para el ser humano, pero sin hacer de ella el factor explicativo
exclusivo y excluyente. El antropólogo y sociólogo Roger Bartra ha propuesto
por ejemplo una “antropología del cerebro” en la cual el pensamiento es una
herramienta que nos sirve para reencontrarnos con el objeto y, para ello,
naturalmente el cerebro debe poseer conexiones con lo cultural: “El cerebro
depende de usos de procesos simbólicos, mediante los cuales las redes
neuronales se van imbrincando con los productos de la cultura: es que el
cerebro, si es pensado como espacio topológico, es a la vez un adentro y un
afuera”.[248] Así, la sexualidad en el ser humano ha de entenderse como un
complejo entrecruzamiento de naturaleza y cultura; ni naturaleza con
prescindencia de cultura (porque la sexualidad sería puro instinto, desprovisto
de particularidad y función social), ni cultura con prescindencia de naturaleza
(porque se haría inaprensible la universalidad del sexo, sus reglas y su
función natural). Pero en la dialéctica cultura-naturaleza, las formas
culturales que triunfan son aquellas que van de la mano con las condiciones y
límites que la naturaleza establece; caso contrario terminaremos fingiendo
orgasmos masturbando brazos con consoladores de colores y pretendiendo salvar
el mundo con utopías lésbicas.