martes, 8 de septiembre de 2020

VII- La mujer y el capitalismo



PARTE 2: Feminismo e ideología de género


VII- La mujer y el capitalismo


Si se asume que la inmensa mayoría de las feministas son “de izquierda”, eso es porque sus prédicas suelen estar vinculadas a las luchas contra el capitalismo, al menos desde lo que nosotros hemos definido como segunda ola hasta nuestros días, tal como ya hemos visto. Esto se vuelve todavía más visible si, procurando definir qué es el capitalismo, recurrimos a uno de sus máximos exponentes intelectuales, el premio Nobel de economía Milton Friedman, quien en Capitalismo y libertad simplificó el asunto diciendo que hay que llamar capitalismo al modo de organizar el grueso de la actividad económica por medio del sector privado operando en un mercado libre.[249] En efecto: ¿No había sido el nacimiento de la propiedad privada el origen del “patriarcado”? Si bien muchas feministas de la tercera ola entendieron que había reduccionismo en Engels, lo cierto es que no dejaron de ver en el capitalismo un pilar que sostiene el “régimen patriarcal” y, por añadidura, uno de los blancos más importantes de su cruzada política.

No está entre los objetivos de este libro brindar una teoría acabada sobre los vínculos de la mujer y el capitalismo, pero es nuestro interés esbozar al menos una hipótesis en este breve subcapítulo, que en un futuro puede (debería) ser profundizada.

Hubo un tiempo en el que el poder derivaba fundamentalmente de la fuerza física. La opresión de la mujer, por las condiciones naturales de su cuerpo, no debió haber estado exenta de sinsabores en esos momentos de nuestra especie. Tratada como esclava y como objeto sexual, la autonomía le estaba completamente negada. Ella podía ser obtenida por el macho por concesión, rapto, compra o intercambio, daba igual.[250] Su estatus de cosa era el mismo. En muchos de los llamados “pueblos originarios”, paradójicamente idolatrados por la misma izquierda que se dice feminista, la mujer era el objeto preferido de sacrificio a los dioses.[251] Y es que la diferencia de los cuerpos fue moldeando pautas culturales e instituciones que simplemente consolidaban las relaciones de poder ya existentes, dadas por la asimetría física, sustantiva diferenciación inicial. Es así que resulta imposible pensar un factor de poder anterior a la mismísima naturaleza física, pues todo otro factor original que podamos pensar al margen de aquélla, cae dentro de los dominios de la cultura.

El problema que se nos presenta es, entonces, el de cómo la mujer pudo ir rompiendo las cadenas que su condición física le impuso al comienzo (y una parte muy importante) de la historia. E intuyo que el capitalismo ha tenido mucho que aportarle en este proceso.

Es posible, y puede ir incluso de la mano con las teorías de Engels, que la propiedad privada nos haya liberado de la poligamia en primer término. Pero no de esa poligamia utópica y quimérica (en términos correctos, llamada “poliadria”), que habría tenido lugar bajo improbables regímenes matriarcales, negados a esta altura por importantes feministas como la propia De Beauvoir y por la evidencia antropológica más reciente.[252] Es más probable, al revés, que la poligamia haya sido no la cristalización del poderío de la mujer, sino la del varón: tomar cuantas mujeres su fuerza fuera capaz de mantener frente a la competencia de otros hombres, constituía la lógica imperante. El derecho de pernada[253] europeo, cuyos beneficiarios fueron los señores feudales, viene a confirmar esta hipótesis. En los pueblos precolombinos, igual función tuvo el pacto de los macehualtin.[254] Muchos pueblos indígenas, como los mapuches o los diaguitas —donde la cantidad de esposas estaba limitada por la posibilidad de mantenerlas apartadas de la ambición de los demás— por mencionar sólo dos ejemplos, pueden dar cuenta a su vez de aquéllo. Es ampliamente sabido también que en el pueblo Azteca la poligamia estaba reservada exclusivamente a algunos hombres,[255] y en honor a la verdad, los ejemplos no son pocos aunque exceden el espacio naturalmente reducido del que contamos en estas páginas.

Pero las exigencias de la propiedad privada y la acumulación de capital han sido en el ser humano un factor fundamental para arremeter contra este esquema relacional. Las mujeres y sus padres —especialmente de estratos materialmente elevados—, celosos de cuidar los propios bienes familiares en los sistemas conyugales —que eran traspasados al marido por regla general—, empezaron a presionar en el sentido de la monogamia, para así evitar que lo propio terminara distribuido y fragmentado entre otras muchas eventuales mujeres que el hombre pudiera tomar. Y vale subrayar: todo esto no como resultado del valor amor —que se vinculará al matrimonio mucho más adelante, como otro importante resultado de la institución del contrato— sino por un primitivo cálculo capitalista. A estas fuerzas materiales deberían sumársele otras de orden espiritual, que vinieron de la mano del cristianismo: “no desear a la mujer ajena”, importante mandamiento cristiano, habla a las claras de una nueva moral que apuntala la monogamia.

Es interesante, y del mismo modo afirmativo de lo anterior, lo que ocurre con el mundo feudal. En efecto, es el esquema de propiedad feudal y el primitivo cálculo capitalista que de él deriva, el que dio cabida a nuevos espacios de poder y protagonismo a las mujeres (de la nobleza, claro). En efecto, la lógica de acumulación se enfrentó en muchos casos, bajo esquemas de herencia reservada a los hijos varones, a la posibilidad de perderlo todo si una familia sólo había engendrado mujeres. Así fue que la herencia, por necesidades materiales dadas por el sistema de propiedad vigente, se fue extendiendo en algunos casos a herederas femeninas. Lo mismo ocurrió con el poder político: a falta de hijos varones, se fue haciendo necesaria la extensión de lo que hoy llamaríamos “derechos políticos” a las mujeres para mantener a determinadas familias en el poder. La monarquía de la Casa de Trastámara de Castilla es apenas un ejemplo al respecto. Y el importante rol que las mujeres empezaron a jugar en las cortes es bien conocido: Isabel la Católica, Isabel de Inglaterra, Catalina de Rusia, Cristina de Suecia, esta última claro ejemplo de cómo se transformó el esquema de sucesión masculina del poder a una femenina a partir de la ausencia del hijo varón. Es dable agregar que, contrario a lo que el sentido común sobre la edad medieval nos indica, en ésta se lograron algunos avances si la comparamos con el mundo antiguo y pueblos indígenas: en Inglaterra, el sur de Francia y en la zona centro-europea, se impusieron severas multas y castigos (conocidos como legerwite) al abuso y la violencia sexual contra la mujer, por ejemplo.[256]

Pero volviendo a la situación original de la mujer, Ludwig von Mises, uno de los padres de la Escuela Austríaca de Economía, llamaría al tipo de relaciones sociales basadas en la fuerza “principio despótico”[257], el cual va desapareciendo con la introducción de la mencionada institución del contrato en las sociedades, institución cuya expansión efectivamente viene de la mano de la consolidación de la propiedad privada. En efecto, el contrato se sale de la lógica de la fuerza física; establece un intercambio pautado por reglas que han de cumplirse precisamente para evitar relacionarnos a través de la fuerza. El papel que se reserva a la coacción queda depositado en un tercero, que vigila el cumplimiento del contrato. El capitalismo, como sistema basado en el reconocimiento y protección de la propiedad privada más que ningún otro y parte del origen de nuestro Estado moderno —como organización que vela por el cumplimiento de nuestros contratos—, es por ello un sistema donde el contrato se nos muestra como elemento fundante de las más importantes relaciones sociales.

Puestos al margen de las relaciones basadas en la fuerza física, el capitalismo introduce en la sociedad lo que podríamos llamar la “lógica de mercado”, basada en la posibilidad de beneficiarse sirviendo a los demás.[258] Si la fuerza física ha de estar eliminada de mis posibilidades, la forma de obtener algo que deseo ya no es dando con un garrotazo en la cabeza del otro, sino ofreciendo algo a cambio que la otra parte desee en mayor medida respecto de lo que se desprende. El “maldito mercado” al que la izquierda tanto nos llama a temer, pues, no es otra cosa que una abstracción de nosotros mismos y nuestras valoraciones; el mercado es simplemente el modo de denominar al momento y el lugar en el que nosotros, las personas de carne y hueso, podemos intercambiar libremente con otros para nuestro propio beneficio, quedando sujeto nuestro éxito en el intercambio a nuestra capacidad de beneficiar a los demás. De ahí que los grandes nombres de la historia, con el capitalismo, hayan pasado de ser guerreros, caciques y tiranos, a inventores, científicos y empresarios.

Con el asentamiento progresivo de esta lógica que hemos descrito, la mujer fue encontrando mayores espacios en la vida social. En efecto, el mercado es ciego —debe ser ciego para lograr eficiencia— a datos no-económicos como la raza, la religión, la etnia y, por supuesto, el sexo. No va de la mano de la lógica del mercado pagar más por un bien simplemente porque quien lo ofrece sea hombre, en detrimento del mismo bien ofrecido más barato por una mujer. En el mercado, cualquier empresa que sea lo bastante estúpida como para prescindir de mujeres cualificadas o para pagar en exceso a hombres no cualificados vería más rápido que tarde hundirse en el negocio, y ser desplazada por otra empresa que no discrimine en función del sexo.

De la propia lógica de mercado puede entenderse por qué las sociedades han tenido un antes y un después, un verdadero punto de inflexión, con la introducción del capitalismo en todos los aspectos materiales de la vida que, valga aclararlo, nos sigue transformando a ritmos cada vez más acelerados. La Revolución Industrial fue hija de esta nueva forma de organizarnos y pensarnos. En efecto, se crearon incentivos sin precedentes para que las personas pudieran elevarse económica y socialmente ya no oprimiendo a los demás, sino sirviéndolos. Y así, los inmensos avances tecnológicos que desde la consolidación del capitalismo hasta nuestros días la humanidad ha vivido son fundamentalmente productos de esta lógica. Aunque suene políticamente incorrecto, nuestro bienestar material parece depender fundamentalmente del egoísmo de los demás, como ya en el Siglo XVIII lo decía nada menos que Adam Smith.

Sería absurdo ignorar el hecho de que la tecnología ha ayudado a liberar a la mujer en muchos sentidos. En primer término, compensó la debilidad física de aquélla. Lo que antes eran trabajos reservados exclusivamente al hombre por razones físicas, como la construcción, gracias a las cada vez más avanzadas maquinarias se abrió —y se sigue abriendo— al mundo femenino, pues la tecnología reduce la necesidad física en el trabajo y, además, crea nuevos tipos de trabajo todo el tiempo y a toda escala.[259] Hoy no existe prácticamente ningún trabajo basado de manera exclusiva en la fuerza física. Ya no el cuerpo, sino el conocimiento, ha pasado a ser el factor más importante de la producción. De ahí que se diga que vivimos en “sociedades del conocimiento”. La antropóloga Helen Fisher, en su libro El primer sexo[260] (1999), ha expuesto una interesante idea: la cultura de empresa, en nuestra economía capitalista globalizada y basada en el conocimiento, pronto va a favorecer incluso más a las mujeres que a los hombres (de ahí el título de la obra, que invierte el sentido del de la de Simone de Beauvoir). Hay datos contundentes que parecen validar la tesis de Fisher: hoy las mujeres viven en promedio diez años más que los hombres, egresan de las universidades un 33% más que los hombres, controlan el 70% de los gastos de consumo a escala mundial y —según la revista Fortune— son propietarias del 65% de todos los bienes nada menos que en Estados Unidos.[261]

Pero la tecnología no sólo ayuda a la mujer en lo que hace a su relevancia social y laboral, sino que todo tipo de avances, pequeños y grandes, que desde los inicios del capitalismo hasta nuestros días se han experimentado, han contribuido también a hacer de su vida cotidiana una vida mucho mejor. El agua potable, la higiene y la medicina moderna nos ayudaron a bajar sustantivamente la mortalidad infantil y, así, se redujo el trabajo empleado a la salubridad y cuidado de los hijos. Las bondades de la maquinaria, asimismo, fueron cambiando el lugar de la propia prole: antes concebida como un factor elemental de la producción, ahora las mujeres pueden traer hijos al mundo bajo otros criterios bien distintos. Los biberones y la leche de vaca pasteurizada primero, y poco más tarde la leche en polvo, los extractores de leche materna y los congeladores, redujeron con mucho la carga que la madre tenía respecto de la alimentación de su bebé. La producción industrial de alimentos, de ropa y artículos para el hogar hicieron que comprarlos resultara más barato que producirlos artesanalmente, y así se redujo increíblemente las tareas domésticas de las mujeres; los electrodomésticos terminaron de liberar a la mujer de lo que poco tiempo atrás, habían sido grandes cargas laborales domésticas. Pero esta realidad —tal vez incluso más importante que lo anterior— también contribuyó a relajar los duros esquemas de división sexual del trabajo de otrora, en los que el hombre, por su trabajo fuera del hogar, no le competía hacer prácticamente nada dentro de él. Hoy la cocina, por ejemplo, es también un espacio masculino —basta ver programas y publicidades relativas a la gastronomía—; y de ninguna manera el hombre se encuentra eximido de la limpieza, el cuidado de los niños y otras tareas tradicionalmente femeninas. El crecimiento económico que vino de la mano del capitalismo creó asimismo las condiciones materiales para que las niñas, en lugar de ser retenidas en el hogar con tareas domésticas y trabajo no cualificado como solía ocurrir, fueran también enviadas cada vez en mayor proporción a recibir instrucción en instituciones educativas (no es casualidad que hayan sido los liberales decimonónicos los que mayormente pelearon por este derecho). Los distintos productos que en el mercado se han generado para asistir a la mujer durante sus ciclos menstruales, han logrado que esos días, que antes eran días muertos en los que la mujer debía resguardarse en el hogar, fueran cada vez más similares a cualquier otro momento del mes. La impresionante extensión de la esperanza de vida de nuestra especie[262], de igual manera, le asegura a la mujer que su paso por este mundo no se reducirá a la crianza de los hijos como en antaño. Los ejemplos nos llevarían todo un libro aparte. (Deberíamos agregar a modo de digresión: ¿No son acaso las mismísimas condiciones materiales e ideológicas que trajo el capitalismo las que posibilitaron el nacimiento nada menos que del propio pensamiento feminista que hoy lo combate?).

Actualmente sabemos gracias a los índices económicos internacionales que aquellos países donde se cuenta con mayor libertad y apertura económica —es decir, con mayores grados de capitalismo de la manera en que lo hemos definido con Friedman—, es donde la mujer puede gozar de más amplios márgenes de libertad e igualdad respecto de los hombres. Un ejemplo de esto es el Índice de Libertad Económica en el Mundo (2011) que lleva adelante el Fraser Institute. El Cato Institute ha cruzado los datos de este último con indicadores sociales relativos a las mujeres, que se desprenden del Índice de Desigualdad de Género (IDG) del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (2010), y ha encontrado cosas asombrosas.[263] Entre otras, ha comprobado que la desigualdad entre hombres y mujeres es dos veces más baja en los países con una economía capitalista (0,34) que en aquellos que mantienen una economía cerrada y reprimida (0,67). Asimismo, otros indicadores nos resultan significativos: en los países económicamente más libres el 71,7% de las mujeres ha terminado la educación secundaria, mientras en los menos capitalistas sólo el 31,8% ha podido pasar por ella y finalizarla; los Parlamentos de los países económicamente más libres tienen una media de 26,8% representantes mujeres, mientras en los menos capitalistas esa representación es del 14,9%; la mortalidad maternal en los países económicamente más libres es de 3,1 por cada 100.000 nacimientos, mientras en los países menos capitalistas ese valor se encuentra en 73,1 muertes; la tasa de fecundidad de adolescentes en los países económicamente más libres es de 22,4 por cada 1.000 mujeres de entre 15 y 19 años, mientras en los países menos capitalistas encontramos 87,7 casos.

Pero a pesar de toda la evidencia expuesta, no debiera extrañarnos que nuestras feministas radicales detesten el capitalismo; después de todo, como hemos visto a lo largo de este libro, el feminismo parece servir cada vez menos a las mujeres y cada vez más a la revolución cultural izquierdista. Ya lo decía nada menos que Chantal Mouffe, cuando anotaba que “la política feminista debe ser entendida no como una forma de política, diseñada para la persecución de los intereses de las mujeres como mujeres, sino más bien como la persecución de las metas y aspiraciones feministas dentro del contexto de una más amplia articulación de demandas”.[264] Es decir: el feminismo debe ser parte del proyecto del socialismo del Siglo XXI, y debe usar estos banderines como pantalla para ocultar esa “más amplia articulación” que no aparece frente a los ojos de los bienintencionados que apoyan sus causas.