PARTE 2: Feminismo e ideología de género
VII- La mujer y el capitalismo
Si se asume que la
inmensa mayoría de las feministas son “de izquierda”, eso es porque sus
prédicas suelen estar vinculadas a las luchas contra el capitalismo, al menos
desde lo que nosotros hemos definido como segunda ola hasta nuestros días, tal
como ya hemos visto. Esto se vuelve todavía más visible si, procurando definir
qué es el capitalismo, recurrimos a uno de sus máximos exponentes
intelectuales, el premio Nobel de economía Milton Friedman, quien en
Capitalismo y libertad simplificó el asunto diciendo que hay que llamar
capitalismo al modo de organizar el grueso de la actividad económica por medio
del sector privado operando en un mercado libre.[249] En efecto: ¿No había sido
el nacimiento de la propiedad privada el origen del “patriarcado”? Si bien
muchas feministas de la tercera ola entendieron que había reduccionismo en
Engels, lo cierto es que no dejaron de ver en el capitalismo un pilar que
sostiene el “régimen patriarcal” y, por añadidura, uno de los blancos más
importantes de su cruzada política.
No está entre los
objetivos de este libro brindar una teoría acabada sobre los vínculos de la
mujer y el capitalismo, pero es nuestro interés esbozar al menos una hipótesis
en este breve subcapítulo, que en un futuro puede (debería) ser profundizada.
Hubo un tiempo en el
que el poder derivaba fundamentalmente de la fuerza física. La opresión de la
mujer, por las condiciones naturales de su cuerpo, no debió haber estado exenta
de sinsabores en esos momentos de nuestra especie. Tratada como esclava y como
objeto sexual, la autonomía le estaba completamente negada. Ella podía ser
obtenida por el macho por concesión, rapto, compra o intercambio, daba
igual.[250] Su estatus de cosa era el mismo. En muchos de los llamados “pueblos
originarios”, paradójicamente idolatrados por la misma izquierda que se dice
feminista, la mujer era el objeto preferido de sacrificio a los dioses.[251] Y
es que la diferencia de los cuerpos fue moldeando pautas culturales e
instituciones que simplemente consolidaban las relaciones de poder ya
existentes, dadas por la asimetría física, sustantiva diferenciación inicial.
Es así que resulta imposible pensar un factor de poder anterior a la mismísima
naturaleza física, pues todo otro factor original que podamos pensar al margen
de aquélla, cae dentro de los dominios de la cultura.
El problema que se nos
presenta es, entonces, el de cómo la mujer pudo ir rompiendo las cadenas que su
condición física le impuso al comienzo (y una parte muy importante) de la
historia. E intuyo que el capitalismo ha tenido mucho que aportarle en este
proceso.
Es posible, y puede ir
incluso de la mano con las teorías de Engels, que la propiedad privada nos haya
liberado de la poligamia en primer término. Pero no de esa poligamia utópica y
quimérica (en términos correctos, llamada “poliadria”), que habría tenido lugar
bajo improbables regímenes matriarcales, negados a esta altura por importantes
feministas como la propia De Beauvoir y por la evidencia antropológica más
reciente.[252] Es más probable, al revés, que la poligamia haya sido no la
cristalización del poderío de la mujer, sino la del varón: tomar cuantas
mujeres su fuerza fuera capaz de mantener frente a la competencia de otros
hombres, constituía la lógica imperante. El derecho de pernada[253] europeo,
cuyos beneficiarios fueron los señores feudales, viene a confirmar esta
hipótesis. En los pueblos precolombinos, igual función tuvo el pacto de los
macehualtin.[254] Muchos pueblos indígenas, como los mapuches o los diaguitas —donde
la cantidad de esposas estaba limitada por la posibilidad de mantenerlas
apartadas de la ambición de los demás— por mencionar sólo dos ejemplos, pueden
dar cuenta a su vez de aquéllo. Es ampliamente sabido también que en el pueblo
Azteca la poligamia estaba reservada exclusivamente a algunos hombres,[255] y
en honor a la verdad, los ejemplos no son pocos aunque exceden el espacio
naturalmente reducido del que contamos en estas páginas.
Pero las exigencias de
la propiedad privada y la acumulación de capital han sido en el ser humano un
factor fundamental para arremeter contra este esquema relacional. Las mujeres y
sus padres —especialmente de estratos materialmente elevados—, celosos de
cuidar los propios bienes familiares en los sistemas conyugales —que eran
traspasados al marido por regla general—, empezaron a presionar en el sentido
de la monogamia, para así evitar que lo propio terminara distribuido y
fragmentado entre otras muchas eventuales mujeres que el hombre pudiera tomar.
Y vale subrayar: todo esto no como resultado del valor amor —que se vinculará
al matrimonio mucho más adelante, como otro importante resultado de la
institución del contrato— sino por un primitivo cálculo capitalista. A estas
fuerzas materiales deberían sumársele otras de orden espiritual, que vinieron
de la mano del cristianismo: “no desear a la mujer ajena”, importante
mandamiento cristiano, habla a las claras de una nueva moral que apuntala la
monogamia.
Es interesante, y del
mismo modo afirmativo de lo anterior, lo que ocurre con el mundo feudal. En
efecto, es el esquema de propiedad feudal y el primitivo cálculo capitalista
que de él deriva, el que dio cabida a nuevos espacios de poder y protagonismo a
las mujeres (de la nobleza, claro). En efecto, la lógica de acumulación se
enfrentó en muchos casos, bajo esquemas de herencia reservada a los hijos
varones, a la posibilidad de perderlo todo si una familia sólo había engendrado
mujeres. Así fue que la herencia, por necesidades materiales dadas por el
sistema de propiedad vigente, se fue extendiendo en algunos casos a herederas
femeninas. Lo mismo ocurrió con el poder político: a falta de hijos varones, se
fue haciendo necesaria la extensión de lo que hoy llamaríamos “derechos
políticos” a las mujeres para mantener a determinadas familias en el poder. La
monarquía de la Casa de Trastámara de Castilla es apenas un ejemplo al
respecto. Y el importante rol que las mujeres empezaron a jugar en las cortes
es bien conocido: Isabel la Católica, Isabel de Inglaterra, Catalina de Rusia,
Cristina de Suecia, esta última claro ejemplo de cómo se transformó el esquema
de sucesión masculina del poder a una femenina a partir de la ausencia del hijo
varón. Es dable agregar que, contrario a lo que el sentido común sobre la edad
medieval nos indica, en ésta se lograron algunos avances si la comparamos con
el mundo antiguo y pueblos indígenas: en Inglaterra, el sur de Francia y en la
zona centro-europea, se impusieron severas multas y castigos (conocidos como
legerwite) al abuso y la violencia sexual contra la mujer, por ejemplo.[256]
Pero volviendo a la
situación original de la mujer, Ludwig von Mises, uno de los padres de la
Escuela Austríaca de Economía, llamaría al tipo de relaciones sociales basadas
en la fuerza “principio despótico”[257], el cual va desapareciendo con la
introducción de la mencionada institución del contrato en las sociedades,
institución cuya expansión efectivamente viene de la mano de la consolidación
de la propiedad privada. En efecto, el contrato se sale de la lógica de la
fuerza física; establece un intercambio pautado por reglas que han de cumplirse
precisamente para evitar relacionarnos a través de la fuerza. El papel que se
reserva a la coacción queda depositado en un tercero, que vigila el
cumplimiento del contrato. El capitalismo, como sistema basado en el
reconocimiento y protección de la propiedad privada más que ningún otro y parte
del origen de nuestro Estado moderno —como organización que vela por el
cumplimiento de nuestros contratos—, es por ello un sistema donde el contrato
se nos muestra como elemento fundante de las más importantes relaciones
sociales.
Puestos al margen de
las relaciones basadas en la fuerza física, el capitalismo introduce en la
sociedad lo que podríamos llamar la “lógica de mercado”, basada en la
posibilidad de beneficiarse sirviendo a los demás.[258] Si la fuerza física ha
de estar eliminada de mis posibilidades, la forma de obtener algo que deseo ya
no es dando con un garrotazo en la cabeza del otro, sino ofreciendo algo a
cambio que la otra parte desee en mayor medida respecto de lo que se desprende.
El “maldito mercado” al que la izquierda tanto nos llama a temer, pues, no es
otra cosa que una abstracción de nosotros mismos y nuestras valoraciones; el
mercado es simplemente el modo de denominar al momento y el lugar en el que
nosotros, las personas de carne y hueso, podemos intercambiar libremente con
otros para nuestro propio beneficio, quedando sujeto nuestro éxito en el
intercambio a nuestra capacidad de beneficiar a los demás. De ahí que los
grandes nombres de la historia, con el capitalismo, hayan pasado de ser
guerreros, caciques y tiranos, a inventores, científicos y empresarios.
Con el asentamiento
progresivo de esta lógica que hemos descrito, la mujer fue encontrando mayores
espacios en la vida social. En efecto, el mercado es ciego —debe ser ciego para
lograr eficiencia— a datos no-económicos como la raza, la religión, la etnia y,
por supuesto, el sexo. No va de la mano de la lógica del mercado pagar más por
un bien simplemente porque quien lo ofrece sea hombre, en detrimento del mismo
bien ofrecido más barato por una mujer. En el mercado, cualquier empresa que
sea lo bastante estúpida como para prescindir de mujeres cualificadas o para
pagar en exceso a hombres no cualificados vería más rápido que tarde hundirse
en el negocio, y ser desplazada por otra empresa que no discrimine en función
del sexo.
De la propia lógica de
mercado puede entenderse por qué las sociedades han tenido un antes y un
después, un verdadero punto de inflexión, con la introducción del capitalismo
en todos los aspectos materiales de la vida que, valga aclararlo, nos sigue
transformando a ritmos cada vez más acelerados. La Revolución Industrial fue
hija de esta nueva forma de organizarnos y pensarnos. En efecto, se crearon
incentivos sin precedentes para que las personas pudieran elevarse económica y
socialmente ya no oprimiendo a los demás, sino sirviéndolos. Y así, los
inmensos avances tecnológicos que desde la consolidación del capitalismo hasta
nuestros días la humanidad ha vivido son fundamentalmente productos de esta
lógica. Aunque suene políticamente incorrecto, nuestro bienestar material
parece depender fundamentalmente del egoísmo de los demás, como ya en el Siglo
XVIII lo decía nada menos que Adam Smith.
Sería absurdo ignorar
el hecho de que la tecnología ha ayudado a liberar a la mujer en muchos
sentidos. En primer término, compensó la debilidad física de aquélla. Lo que
antes eran trabajos reservados exclusivamente al hombre por razones físicas,
como la construcción, gracias a las cada vez más avanzadas maquinarias se abrió
—y se sigue abriendo— al mundo femenino, pues la tecnología reduce la necesidad
física en el trabajo y, además, crea nuevos tipos de trabajo todo el tiempo y a
toda escala.[259] Hoy no existe prácticamente ningún trabajo basado de manera
exclusiva en la fuerza física. Ya no el cuerpo, sino el conocimiento, ha pasado
a ser el factor más importante de la producción. De ahí que se diga que vivimos
en “sociedades del conocimiento”. La antropóloga Helen Fisher, en su libro El
primer sexo[260] (1999), ha expuesto una interesante idea: la cultura de
empresa, en nuestra economía capitalista globalizada y basada en el
conocimiento, pronto va a favorecer incluso más a las mujeres que a los hombres
(de ahí el título de la obra, que invierte el sentido del de la de Simone de
Beauvoir). Hay datos contundentes que parecen validar la tesis de Fisher: hoy
las mujeres viven en promedio diez años más que los hombres, egresan de las
universidades un 33% más que los hombres, controlan el 70% de los gastos de
consumo a escala mundial y —según la revista Fortune— son propietarias del 65%
de todos los bienes nada menos que en Estados Unidos.[261]
Pero la tecnología no
sólo ayuda a la mujer en lo que hace a su relevancia social y laboral, sino que
todo tipo de avances, pequeños y grandes, que desde los inicios del capitalismo
hasta nuestros días se han experimentado, han contribuido también a hacer de su
vida cotidiana una vida mucho mejor. El agua potable, la higiene y la medicina
moderna nos ayudaron a bajar sustantivamente la mortalidad infantil y, así, se
redujo el trabajo empleado a la salubridad y cuidado de los hijos. Las bondades
de la maquinaria, asimismo, fueron cambiando el lugar de la propia prole: antes
concebida como un factor elemental de la producción, ahora las mujeres pueden
traer hijos al mundo bajo otros criterios bien distintos. Los biberones y la
leche de vaca pasteurizada primero, y poco más tarde la leche en polvo, los
extractores de leche materna y los congeladores, redujeron con mucho la carga
que la madre tenía respecto de la alimentación de su bebé. La producción
industrial de alimentos, de ropa y artículos para el hogar hicieron que
comprarlos resultara más barato que producirlos artesanalmente, y así se redujo
increíblemente las tareas domésticas de las mujeres; los electrodomésticos
terminaron de liberar a la mujer de lo que poco tiempo atrás, habían sido
grandes cargas laborales domésticas. Pero esta realidad —tal vez incluso más importante
que lo anterior— también contribuyó a relajar los duros esquemas de división
sexual del trabajo de otrora, en los que el hombre, por su trabajo fuera del
hogar, no le competía hacer prácticamente nada dentro de él. Hoy la cocina, por
ejemplo, es también un espacio masculino —basta ver programas y publicidades
relativas a la gastronomía—; y de ninguna manera el hombre se encuentra eximido
de la limpieza, el cuidado de los niños y otras tareas tradicionalmente
femeninas. El crecimiento económico que vino de la mano del capitalismo creó
asimismo las condiciones materiales para que las niñas, en lugar de ser
retenidas en el hogar con tareas domésticas y trabajo no cualificado como solía
ocurrir, fueran también enviadas cada vez en mayor proporción a recibir
instrucción en instituciones educativas (no es casualidad que hayan sido los
liberales decimonónicos los que mayormente pelearon por este derecho). Los
distintos productos que en el mercado se han generado para asistir a la mujer
durante sus ciclos menstruales, han logrado que esos días, que antes eran días
muertos en los que la mujer debía resguardarse en el hogar, fueran cada vez más
similares a cualquier otro momento del mes. La impresionante extensión de la
esperanza de vida de nuestra especie[262], de igual manera, le asegura a la
mujer que su paso por este mundo no se reducirá a la crianza de los hijos como
en antaño. Los ejemplos nos llevarían todo un libro aparte. (Deberíamos agregar
a modo de digresión: ¿No son acaso las mismísimas condiciones materiales e
ideológicas que trajo el capitalismo las que posibilitaron el nacimiento nada
menos que del propio pensamiento feminista que hoy lo combate?).
Actualmente sabemos
gracias a los índices económicos internacionales que aquellos países donde se cuenta
con mayor libertad y apertura económica —es decir, con mayores grados de
capitalismo de la manera en que lo hemos definido con Friedman—, es donde la
mujer puede gozar de más amplios márgenes de libertad e igualdad respecto de
los hombres. Un ejemplo de esto es el Índice de Libertad Económica en el Mundo
(2011) que lleva adelante el Fraser Institute. El Cato Institute ha cruzado los
datos de este último con indicadores sociales relativos a las mujeres, que se
desprenden del Índice de Desigualdad de Género (IDG) del Programa de las
Naciones Unidas para el Desarrollo (2010), y ha encontrado cosas
asombrosas.[263] Entre otras, ha comprobado que la desigualdad entre hombres y
mujeres es dos veces más baja en los países con una economía capitalista (0,34)
que en aquellos que mantienen una economía cerrada y reprimida (0,67).
Asimismo, otros indicadores nos resultan significativos: en los países
económicamente más libres el 71,7% de las mujeres ha terminado la educación
secundaria, mientras en los menos capitalistas sólo el 31,8% ha podido pasar
por ella y finalizarla; los Parlamentos de los países económicamente más libres
tienen una media de 26,8% representantes mujeres, mientras en los menos
capitalistas esa representación es del 14,9%; la mortalidad maternal en los
países económicamente más libres es de 3,1 por cada 100.000 nacimientos,
mientras en los países menos capitalistas ese valor se encuentra en 73,1
muertes; la tasa de fecundidad de adolescentes en los países económicamente más
libres es de 22,4 por cada 1.000 mujeres de entre 15 y 19 años, mientras en los
países menos capitalistas encontramos 87,7 casos.
Pero a pesar de toda
la evidencia expuesta, no debiera extrañarnos que nuestras feministas radicales
detesten el capitalismo; después de todo, como hemos visto a lo largo de este
libro, el feminismo parece servir cada vez menos a las mujeres y cada vez más a
la revolución cultural izquierdista. Ya lo decía nada menos que Chantal Mouffe,
cuando anotaba que “la política feminista debe ser entendida no como una forma
de política, diseñada para la persecución de los intereses de las mujeres como
mujeres, sino más bien como la persecución de las metas y aspiraciones
feministas dentro del contexto de una más amplia articulación de
demandas”.[264] Es decir: el feminismo debe ser parte del proyecto del
socialismo del Siglo XXI, y debe usar estos banderines como pantalla para
ocultar esa “más amplia articulación” que no aparece frente a los ojos de los
bienintencionados que apoyan sus causas.