¿Panquequismo o consecuencias del gatopardismo peronista?
Siempre está la necesidad de creer en quien promete un cambio.
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En su libro Crítica de las ideas políticas argentinas, Juan José
Sebreli describe al peronismo como la versión argentina del
bonapartismo, lo que a su vez reseña como un “fascismo suave”,
vegetariano, una versión blanda del fascismo por imperio del populismo.
Sólo así puede explicarse que se mantenga tanto tiempo en el poder y que
simplemente se recicle con figuras que ora se ubican a un extremo del
espectro político, ora habitan la orilla opuesta. La prueba más palmaria
de ello es que hoy la principal figura de la oposición, Sergio Massa,
es peronista, por más datos, renegado del kirchnerismo. En cualquier
régimen democrático, cuando el electorado pendula a la izquierda, por lo
general, les toca gobernar a unos; y cuando lo hace a la derecha, les
toca gobernar a otros. En Argentina, oscile hacia donde oscile el
péndulo electoral, gobiernan los peronistas. Y cuando no, es simplemente
imposible hacerlo; y el presidente debe renunciar antes de culminar su
mandato constitucional y, por las dudas, tener las llaves del
helicóptero a mano. La vertiente populista, que recorre de extremo a
extremo este bonapartismo de pampa húmeda, es lo que le ha dado al
peronismo su fuerte arraigo en el imaginario nacional argentino. Pero
también supone en la clase dirigente una manera de hacer política
típicamente peronista, más allá de las ideologías y banderas que digan
defender. Ser un político peronista es, a grandes rasgos, creer que solo
los peronistas tienen la capacidad de gobernar un país con las
complejidades de Argentina. Y tiene, por tanto, en su fase más electoral
una esencia, más que bonapartista o populista, gatopardista. Aquello de
que todo tiene que cambiar para que todo siga como está, que describe
Lampedusa en su famosa novela. Esta realidad ha llevado a través de las
décadas a que connotadas figuras del medio artístico, de la academia, de
la intelligentsia argentina en general y del empresariado
hayan apoyado a gobiernos aparentemente tan disímiles como los de Carlos
Menem o Néstor y Cristina Kirchner. De ahí que cada tanto se hable de
“panquequismo”, la capacidad de una personalidad determinada de darse
vuelta en el aire, de retirarle su apoyo a un líder para dárselo a otro
de signo opuesto. En su último número, la revista Noticias se ocupa del
tema, y lo lleva en portada, a raíz de la última gran deserción que ha
sufrido el kirchnero-cristinismo: la del eterno Fito Páez, hasta hace
unos días firme aliado e incansable adalid artístico del gobierno de
Cristina, que ahora se ha despachado con un álbum en el que expresa –con
su conocida lírica irreverente e intimista– su desencanto con la
retórica más venerada de eso que se ha dado en llamar “el relato K”.El
artículo de Noticias enumera, además, una serie de personalidades de
todos los sectores del medio argentino que hasta hace muy poco eran
defensores a ultranza de “el modelo”, y ahora se han pasado a las filas
de la oposición, o mantienen un silencio stampa respecto del gobierno.
Los nuevos “panqueques” van desde el diputado Martín Insaurralde hasta
el escritor Ricardo Piglia, pasando por la actriz Florencia Peña,
Marcelo Tinelli y una veintena de reconocidas figuras de todos los
ámbitos del quehacer de la vecina orilla. Esto no es nuevo. El
kirchnero-cristinismo hace tiempo que acusa un severo desgaste. Y cuando
Massa arrasó en las legislativas del año pasado, empezó la sangría K
hacia el massismo. Algo que la prosa aguda y aplomada de Beatriz Sarlo
definió entonces como “Período de pases” en el título de su columna en La Nación.
Estos últimos que destaca ahora la revista Noticias dan toda la
sensación de esos últimos tripulantes en abandonar el barco cuando ya se
viene a pique. Y así es como viene también la popularidad de Cristina
en las encuestas. Es que han sido muchas cosas en muy poco tiempo, aun
para la buena digestión de los argentinos y su sempiterno escepticismo
respecto de la clase política. Primero fue el apoyo de la presidenta al
vicepresidente, Amado Boudou, manteniéndolo impensadamente en el cargo
después de haber sido procesado por la Justicia y brindándole un –más
impensado aun– blindaje partidario en el Congreso para que no debiera
enfrentar siquiera un juicio político que pedía la oposición. No hay
registro en el mundo de un gobierno democrático que no le haya pedido la
renuncia a un vicepresidente procesado por un caso de corrupción. Y el
episodio constituyó una bofetada en la cara de los argentinos, que ha
tiempo sospechan de un gran entramado de corrupción en la Casa Rosada.
Luego en su disputa con los fondos buitre, Cristina logró en un
principio concitar un apoyo importante de los argentinos, que veían en
el reclamo de los especuladores una gran injusticia. Pero cuando la
pulseada llegó a su fin en el juzgado de Thomas Griesa en Nueva York y
no había otro remedio que pagar o mandar la economía a los caños del
default, la presidenta se mantuvo en sus trece y no se movió un ápice de
su consigna “patria o buitres”, con la sola excusa de la cláusula RUFO
como argumento de legalidad. Llegó incluso a sabotear la negociación de
última hora que encabezaron los bancos privados argentinos para arreglar
el entuerto directamente con los buitres. Cuando todo eso se supo,
quedó ya meridianamente claro que su tozudez había impedido el acuerdo.
Prefirió poner en peligro la economía de todos los argentinos que dar el
brazo a torcer con un puñado de especuladores. Y empezó su caída libre
que ahora tiene a los kirchneristas de la primera hora abandonando la
querencia en estampida.¿Se los puede culpar por ello o llamarles
panqueques? El artículo de Noticias se pregunta si ese panquequismo es
un signo característico de los argentinos. “Tal vez arrastremos ese gen
desde cuando empezó todo –escribe el autor Edi Zunino–. ¿O los máximos
prohombres de nuestra nacionalidad, San Martín y Belgrano, no fueron,
antes que nada, un héroe militar y un burócrata de la Corona?” La verdad
es que esas volteretas políticas no parecen ser un mal argentino, sino
el producto de su política; en particular, del peronismo. Esos virajes y
piruetas en el aire no los hacen por panqueques, veletas o chaqueteros,
sino porque esa es la realidad que impone el peronismo a los votantes
con su gatopardismo existencial. Naturalmente hay –sobre todo entre los
políticos– quien lo hace para acomodar el cuerpo al nuevo liderazgo y
caer bien parado sea quien sea que ostente el poder. Pero para la
mayoría de los que no son políticos profesionales existe una necesidad a
veces de creer en lo que se presenta como un cambio y promete construir
una realidad mejor. No se los puede culpar por ello.
Ricardo J. Galarza