El sistema mediático nos
introduce permanentemente en discusiones banales, para crear espuma y que se
pierdan de vista los grandes problemas que deben enfrentarse o, dicho de otro
modo, esas cuestiones que han creado bloques siempre antagónicos, en Argentina
y América Latina, al punto de que puede afirmarse, sin exageración alguna, que
son el motivo de nuestras rencillas –más de una vez sangrientas– desde los
tiempos de Bolívar y San Martín. En ese marco, Lanata, el Grosero, es un modelo
particularmente burdo, afín a un público que mira la política con la misma
frivolidad y la misma estupidez que encara la vida; esa oportunidad única que
se les va yendo, parafraseando a John Lennon, mientras usan las horas en juntar
plata, mirar televisión, comer bien, algún viajecito, si se puede a Europa,
aunque el analfabetismo cultural les impida gozar de algo más que sacar fotos y
visitar lugares sin entender nada. Pero hay otros más sutiles, en el mundo
periodístico, con el mismo fin: embarrar la cancha, meternos en comidillas y
chusmeríos de todo tipo, alimentar prejuicios y, en suma, impedir que hablemos
de aquellos asuntos en que se juega nuestro destino, o que, si los abordamos,
sea de un modo útil para resolverlos o, cuando esa posibilidad es limitada, apliquemos
la inteligencia para estimular la reflexión y madurez colectiva. Visto como
conjunto, cabe decir que todo esto, particularmente en el ámbito de la
televisión privada, responde a esa regla.
Dicho en una fórmula, ellos
trabajan incentivando el prejuicio, la irracionalidad y el miedo. De este lado,
es nuestra tarea apostar al juicio, a la capacidad racional, a la coherencia, a
una visión aguda y realista de los problemas, que excluye desde el vamos la
venta de espejitos.
Pero es necesario señalar la
espuma y su propósito, sin ignorarla. Si una porción de argentinos es seducida
por “Periodismo para todos”, algo debemos hacer al respecto. Una cosa es ir al
fondo, no obstante, desnudar el mecanismo embrutecedor del programa y otra, muy
distinta, darle a Lanata la entidad que no tiene, y que la tropa de cibernautas
que apoya al gobierno intente contrarrestar el efecto sobre la audiencia en el terreno del Grosero, haciéndole
el juego y atribuyéndole una condición de contendor válido. O hablar de “seguridad”,
para competir con Massa y de “diálogo” si lidiamos con enanos fascistas
disfrazados de “tolerantes”. No aludimos a un problema menor y lo intentaremos
demostrar con un par de ejemplos.
Uno de los temas predilectos del
amarillismo periodístico es “la corrupción”. Desde luego, tiene una medida para
juzgar a los amigos (los políticos del stablishment) y otra muy distinta para
tratar a los k, como les dice despectivamente. Hay dos modos de contrarrestar
esto: la primera es echar y promover el castigo de los delincuentes propios,
sin vacilación alguna; son parte del enemigo, en realidad nos dañan más que un
oponente por malvado que sea. La segunda es una tarea docente, que incluye
explicar que el poder corrompe y que el mejor medio contra los delitos que él alienta
es democratizarlo, con presencia creciente del control popular en la gestión
pública, monopolizada por burócratas, un
funcionariado donde medran los mercenarios “rápidos”. Finalmente, alentando la
reflexión de la ciudadanía, ir a uno de los ejes del problema: decirle al país
que la honestidad en la gestión es una cualidad que no puede florecer en un
marco de traición al país y entrega de sus riquezas al núcleo de poder
oligárquico concentrado, como lo demuestra el hecho de que la mayor corrupción
en los cuadros del Estado tuvo lugar en la década del 90, con Menem y De la
Rúa. Ningún medio masivo que responda al núcleo del poder económico concentrado
cuyo poder entró en crisis en el 2001 y herido por Néstor Kirchner en el 2003,
va a desarrollar líneas de pensamiento que ubiquen la cuestión en estas
coordenadas, las únicas que aportan racionalidad al análisis. En consecuencia,
es esa nuestra tarea.
Algo similar ocurre con la
seguridad. Nadie señala –y no hacerlo, desde la militancia popular, es entrar
en un juego de embustes– que en diferente grado la inseguridad es un mal
endémico de todas las sociedades y de todos los tiempos, un problema complejo
que no puede encararse con las recetas “duras” (“tolerancia cero”, pena de
muerte, policía brava) ni absolutizando el concepto de que liquidar la pobreza “es
liquidar el delito”, ignorando las dimensiones y múltiples fuentes de la
miseria moral, psíquica y sexual que afectan por igual, aunque de modo
variable, a millones de seres humanos de la sociedad enajenada en la cual
vivimos. Situación que, si nos expresamos con responsabilidad, ceñirá las
posibilidades de acción del Estado dentro de ciertos límites, lejanos a la
utopía de obtener esa seguridad con la que buscan réditos los políticos de la
derecha, después de crear, como ocurrió
en los 90, grados de desesperación en los sectores sumergidos que no podían
sino impulsarlos al expediente del saqueo, para paliar el hambre, no ya como
bandas delictivas, porque no lo eran, sino como masas sometidas a condiciones
de “sálvese quien pueda”.
Volvemos al fondo con las
monsergas sobre “la intolerancia”, donde la frivolidad intelectual está al
servicio, como siempre, del oscurecimiento de lo sustancial. En 200 años de
historia argentina, han corrido ríos de sangre –las guerras civiles del siglo
XIX; la guerra del Paraguay; los 3000 muertos de la batalla de Belgrano para
hacer de Buenos Aires la Capital Federal; los bombardeos de Plaza de Mayo en
1955 y las docenas de miles de los exterminados por el Proceso, son quizás los
hitos que condensan dramáticamente esta amarga verdad– en la pugna que enfrenta
al bloque oligárquico y sus socios extranjeros –que sólo mutan para
adecuarse tecnológicamente y seguir succionando las riquezas del país– y el pueblo argentino. Cegándonos con
espuma, la argentina tradicional y su ala “popular” –incluida “su” ala “izquierda”,
para frivolizar temas y denunciar “el capitalismo” y “el entreguismo” de los
gobiernos que perturban la paz de los amos del país– socava el respaldo que un
poder popular precisa obtener, para lidiar con enemigos tan poderosas. Impedir
la clarificación del sentido de las disputas es un arma eficaz cuando los
motivos reales son impresentables, como lo prueban las denuncias sobre el “gas sarín”,
para marear a los estadounidenses y justificar el alevoso ataque a Siria.
Es natural que esto ocurra. Como
decía Menem, “si contás lo que vas a hacer, nadie te vota”. Para el frente
patriótico la situación se plantea justamente a la inversa: la claridad sumará
a todos los argentinos afectados por la rapiña del capital extranjero y el
parasitismo oligárquico. A nosotros, sólo
la conciencia nacional y social nos hará libres.
AURELIO ARGAÑARAZ

