- Por Flavio Infante
A
la modernidad podría definírsela sucintamente, enfocando apenas uno de sus
rasgos más salientes, como aquel período histórico que vio erigirse imperios
fundados en la sola fuerza, y que entendió y alentó la guerra como expedición
comercial del más lato alcance, sin escrúpulo ni freno al ansia de botín.
Guerra total que no se aviene a derecho alguno de guerra, con blancos cada vez
más mayoritariamente civiles, en una progresión demoníaca que obliga a
balbucear las más indecentes patrañas para ensayar su imposible justificación.
Muy
a diferencia del Imperio Romano, que asume el dominio a los fines de la
elevación de los súbditos (imperium, antes y al margen de la expansión imperial,
es vocablo castrense que se amplía al orden moral, remitiendo a una disciplina
fundada en las leyes y mirante al perfeccionamiento del conjunto social); muy a
diferencia también del Imperio Macedónico, que decide extender el radio de
acción política de la Hélade a partir de la certeza inquebrantable de que la
naturaleza racional del hombre establece una común dignidad y una universalidad
que exigen una expresión política vasta y unificadora (recuérdese que Alejandro
había sido formado por Aristóteles); obviamente demasiado lejos del
semirrealizado ideal medieval del Sacro Imperio, entendido éste como una
confederación de naciones cuyo quicio -magüer todas las previsibles
deficiencias humanas- es la justicia en su bíblica acepción de «santidad», el imperio
moderno pervierte y extenúa la acepción propia del término, asociándola
entrañablemente a la praxis «imperialista», esto es, a la política sistemática
de expansión territorial a costa de los vecinos -y aun de los que no lo son
tanto-, tirando por la borda toda referencia al derecho internacional y toda
reticencia de carácter ético. La maquiavélica sustitución de bien útil por bien
honesto aplicado a la teleología política y la cínica invención de Hobbes (la
de un Estado totalitario con nombre de serpiente marina) sitúan en los albores
mismos de la modernidad el motivo inspirador más o menos declarado -esto es,
más o menos oculto- de la política sucesiva.
Basta
constatar que la ruptura de la unidad religiosa en Occidente propició la boga
del absolutismo regio, y que derrocado éste se elevó aquella otra forma de
absolutismo que hoy padecemos (el del número, tal la democracia) para
evidenciar cuánto la suerte de esta mitad del mundo se mimetizó con aquel
carácter que se ha atribuido siempre al Oriente: el del fatalismo quietista,
garantía espiritual del despotismo. Y nótese que no hablamos de «fatalismo
quietista» de balde: pese al hormigueante trajín al que se ha lanzado el mundo
occidental en los últimos siglos, pese al activismo exterior y a la operosidad
transformadora del orbe, el hombre contemporáneo vive convicto de la ficción
ideológica del progreso necesario, de un sentido de los acontecimientos no
improntado por el espíritu, del positum rector y del descrédito más efectivo de
la libertad, sobre todo cuanto más se entienda ésta en su acepción más elevada:
la de la opción incluso heroica por el puro bien. Todo esto no es sino
fatalismo y rendición incondicional a la tiranía -de los hechos, de los
gobiernos, cualquiera sea.
Los
cristianos sabemos muy bien que la proyección última de la moderna concepción
de «imperio», fundada en los rasgos arriba citados, lleva invariablemente al
Anticristo. Sabemos que éste, apoyándose en una doctrina falaz, opugnadora de
todo lo que refiera a Dios (es más: que le robará a Dios los honores sólo a Él
debidos), ejercerá un dominio orbital incontrastable. Y que la única respuesta
efectiva a todas las tendencias orientadas a este catastrófico término consiste
-tal como lo comprendieron acuciantemente los papas desde León XIII hasta Pío
XII- en la consagración de todas las cosas, de la sociedad humana, a Cristo
Rey. Pío XI trazó en la Quas Primas la síntesis de ese itinerario de perdición
que le debemos al liberalismo ya condenado en el siglo diecinueve, y que
prolonga sus tesis en el progresismo que hoy se enseñorea de las cátedras
episcopales, incluida la romana: «Comenzóse por negar la soberanía de Cristo
sobre todas las gentes. Negóse a la Iglesia, el derecho, que es consecuencia
del derecho de Cristo, de enseñar al linaje humano, de dar leyes, de regir a
los pueblos, en orden claro a la bienaventuranza eterna. Luego paso tras paso
se equiparó a la Iglesia de Cristo con las falsas, poniéndola ignominiosamente
al nivel de ellas. Después se la sujetó al poder civil y poco faltó para que se
la entregara al arbitrio de soberanos y gobernantes. Más lejos fueron aquellos
que pensaron en sustituir la religión divina por una cierta religión natural,
por un cierto sentimiento natural. Ni tampoco faltaron naciones que juzgaron poderse
pasar sin Dios y hacer religión de la impiedad y del menosprecio de Dios».
La idea moderna de
«imperio» condiciona, como es obvio, la idea moderna de «guerra», que ya no se
cura sea justa. La inminencia de un ataque estadounidense a Siria -con la
posibilidad cierta de dilatar orbitalmente las consecuencias de una tal acción-
involucra a la Iglesia de manera no menos ineludible que al mundo. Y la
involucra no por la recurrencia a generalidades del tipo «nada de lo humano me
es ajeno», a lo Terencio, o por haber sido motejada alguna reciente vez como
«experta en humanidad». [En verdad, y sobre esto último, debe decirse que la
Iglesia, al reproducir el misterio teándrico de su Fundador, se hace también
«experta en divinidad», al menos en tanto ministrante la gracia y animada
íntimamente por el divino Paráclito]. A la Iglesia el caso la compromete con la
urgencia de recordar, a un mundo sordo ya a estas verdades, a un mundo que se
amotina «contra el Señor y su Ungido» (Ps. 2), que fuera de la libre aceptación
del llevadero yugo de Cristo no puede prometerse sino ruina, que no hay paz
verdadera sino como la da el Señor, que sólo el cetro de Cristo es cetro de
justicia. Constan en cambio, y a trueque del mensaje inequívoco que las
circunstancias exigen, las
siempre anodinas palabras del papa Francisco, que no
pueden sino agregar más mortificación a quienes sufren muerte y desolación en
la castigada nación siria: «hago una fuerte apelación por la paz... pido a las
partes en conflicto escuchar la voz de la propia conciencia, mirar al otro como
a un hermano y emprender con coraje y con decisión el camino del encuentro y de
la negociación... el empleo de las armas conduce a la guerra». Por el mismo
precio, regaló a la teleplatea mundial el clásico «la violencia engendra
violencia», voceando luego a
través de su cuenta de túiter un tan corajudo como utopista «¡nunca más la
guerra! ¡Nunca más la guerra!». Con
razón el patriarca maronita Bechara Boutros Rai, luego de denunciar el
«proyecto de destrucción del mundo árabe, aumentando en la medida de lo posible
los conflictos interconfesionales en el mundo musulmán entre sunitas y chiítas»
para mejor posar el garfio en el petróleo -y al precio ulterior, que bien
sensible debiera ser a la conciencia de un católico urgido por la caridad
fraterna, de la muerte de millares de hermanos en la fe y la destrucción de
templos y comunidades cristianas antiquísimas-, exprime su desazón ante la sosa
locuela del Santo Padre, «que sólo habla de paz y reconciliación».
Conforme
a esa ley metafísica que hace repercutir la actividad de las facultades y los
seres superiores sobre los inferiores incluso a manera de reflejo, la fidelidad
y la piedad de la Iglesia son el "fiel de la balanza" para medir
cuánta equidad se practica en el mundo. Se podrá objetar que en sus casi
trescientos primeros años de existencia la Iglesia ofreció suficientes ejemplos
de santidad y heroísmo mientras el mundo pagano y la sociedad civil se iba
degradando sin pausa. Lo cierto es que mal podía entablarse entonces en el
cosmos social -como cuerpo extraño que era la Iglesia, a su pesar- una factible
ecuación entre Iglesia y mundo. Bastó que éste la aceptara y permitiera la
acción de su levadura para que ambos, en los mejores momentos, se beneficiaran
recíprocamente: el Estado dispensando su protección a la Iglesia, y ésta
informando al corpus social con su doctrina y auspiciando, como añadidura de la
evangelización, el recto orden civil.
Si
esta correspondencia es real, ¿qué cabe esperar de los líderes políticos en tiempos
en que la Iglesia ha desistido de su misión proclamadora de la verdad? Los
respetos humanos y el sentimiento de inferioridad ante el mundo moderno han
llevado de hecho a la Iglesia a admitir -en una mutilación monstruosa de su
doctrina social- la aconfesionalidad del Estado, olvidando aquel principio de
que la pax Christi sólo se alcanza in regno Christi. El término inevitable de
una tal deserción es el acabar justificando -y ya no más por el silencio, sino
con la expresión explícita, con un contra-magisterio enajenado- todas las
pretensiones del poder secular, incluso las que más se alejan de la enseñanza
cristiana.
El reciente besamanos de Francisco a la reina de Jordania, creemos
que inédito en la historia del papado (siempre fueron los príncipes seculares
quienes se inclinaron a besar el anillo del pontífice), es un gesto en el que
debe verse algo más que mera galantería, tan farolera como inoportuna: es el
signo de la sumisión voluntaria del poder religioso al poder político, ahora
ensayado en relación a un actor de menor envergadura, pero listo a ser aplicado
-cuando las circunstancias derivadas de un eventual colapso internacional
subsiguiente acaso a una guerra- eleven a un tirano mundial presentado como
"pacificador de los pueblos".
Nadie
sabe el día ni la hora -ni quiénes vayan a ser los actores de tal estafa
finistemporal-, pero el Señor nos manda velar y atender los signos cuanto más
patentes.
Visto en: http://in-exspectatione.blogspot.com.ar/
Nacionalismo Católico San Juan Bautista