Por Flavio Infante
El dialoguismo ebrio al que la Iglesia parece
haberse encomendado sin reservas necesitaba aún encontrar su más indecorosa
expresión, tanto como la más amplia radiación imaginable: cometido que suponía
conquistar el Trono para tronar, desde allí, los aperturismos más increíbles.
Hacía falta un papa querendón y zalamero, uno que, a la zaga de la Nostra
Aetate y la Dignitatis Humanae, se resolviera a promover una teología de nuevo
cuño que, por la exaltación frenética del diálogo, llegara incluso a bendecir a
aquel al que Eva se prestó con la serpiente.
Ya se sabe que para los «inquisidores de
signo inverso» la certeza es arrogancia, y la doctrina católica debe imitar la
técnica otrora practicada por el impresionismo pictórico: contornos difusos,
líneas vagas. S. S. Francisculus -lo llamaremos así en honor a la nimiedad de
su enseñanza y a la familiaridad que quiere inspirar a todos, reclamando a los
muchachotes que lo traten del tú, como a un igual- vino a ser el ungido por ese
destino devorador de toda majestad, que ahora se ceba a grandes bocados con
aquella institución que constituía la única garantía cierta de una victoria
sobre las fuerzas disolventes del acaso, el único refugio indemne a los
agravios de la naturaleza y la necesidad, la plaza fuerte ante los asaltos del
tiempo y el espacio.
Un luengo artículo aparte merecería la
judeofilia de Bergoglio. En el
último que aquí publicamos hicimos mención de
la carta
pública que S. S. Francisculus remitió a Eugenio Scalfari, director
del diario italiano La Repubblica, en el que -junto a los miramientos
dispensados a los más empedernidos ateos, representados por el propio Scalfari-
no faltan las sólitas lambidas a la Sinagoga. Grave es que el Papa, en su
enésimo conato de diálogo con los enemigos de Cristo, se haya prestado a un
intercambio con alguien para quien, al decir de Francesco Colafemmina «no
existen ni Dios ni el pecado. Pero que tienta al Papa, y quiere inducirlo por
mera cortesía verbal -y a través de un juego de insincera apertura a sus
respuestas- a afirmar que sí, que la misericordia de Dios perdona siempre (...)
No es una ovejita perdida, sino un pecador convicto, un ateo animado sólo por
una insensata hybris», a cuyo «jueguito soberbio y autorreferencial» el Papa no
tuvo el valor de sustraerse. Sí lo hizo en su momento Benedicto, provocado de
continuo por este venenoso agitador antiteísta a un diálogo imposible que aquél
supo rechazar con su silencio.
Pues bien, otra de las probadas debilidades
de Bergoglio han sido los de la medialuna, mucho más honrados por él que los
cristianos masacrados allí donde arrecia el satánico odio musulmán: de estos
recentísimos y admirables mártires, en rigor, no dijo aún ni mu. Como sea que a
veces, siquiera para descansar de sus pesadas tareas, los aplaudidores de rigor
se toman su momento de reposo, y en medio de ese saludable silencio hasta puede
ocurrir el prodigio de que un sacerdote se decida a poner blanco sobre negro,
así lo hizo el padre Guy Pagès, de la arquidiócesis de París, en una carta
abierta al Papa que no tiene desperdicio. Traducimos, de
su versión al italiano, algunos de sus fragmentos más significativos:
Saludando con «gran placer» a los musulmanes
con ocasión del Ramadam, tiempo empleado para «el ayuno, la oración y la
limosna», Ud. parece ignorar que el ayuno del Ramadam es tal que «el gasto
medio de una familia que lo practica aumenta en un 30 %», que la limosna
musulmana está destinada sólo a los musulmanes menesterosos y que la oración
musulmana consiste en rechazar cinco veces al día la fe en la Trinidad y en
Jesucristo, pidiendo la gracia de no seguir el camino de los extraviados, o
sea, de los cristianos... Por lo demás, durante el Ramadam la criminalidad se
incrementa de manera vertiginosa. ¿Hay en estas prácticas algún motivo posible
de elogio?
Su carta de Ud. afirma que debemos tener
estima por los musulmanes y «sobre todo por sus líderes religiosos», pero no se
dice a título de qué. ¿Qué es el Islam para un cristiano si, desde el momento
en que niega al Padre y al Hijo (I Jo. 2, 22) se presenta como uno de los más
poderosos Anticristos existentes, en número y en violencia (Ap. 20, 7- 10)?
¿Cómo podemos estimar sea a Cristo, sea a aquello que se Le opone?
¿Qué tipo de «paralelos» alcanza a encontrar
entre «la dimensión de la familia y de la sociedad musulmana» y «la fe y la
práctica cristiana», desde el mismo momento en que el estado de la familia
musulmana prevé la poligamia (Corán 4, 3, 33, 49; 52, 59), el divorcio (Corán
2, 230), la inferioridad ontológica y jurídica de las mujeres (Corán 4, 38; 2,
282; 4, 11), la posibilidad, para el marido, de pegarle a su esposa (Corán 4,
34), etc.? ¿Qué analogías puede haber entre la sociedad musulmana, construida
para la gloria del Único y que, de hecho, no puede tolerar la alteridad ni la
libertad ni, en consecuencia, distinguir las esferas religiosa y espiritual del
resto? «Entre nosotros y vosotros habrá enemistad y odio por siempre, hasta que
no creáis en el único Allah» (Corán 60, 4). ¿Qué analogías con la sociedad
cristiana, construida para la gloria de Dios Uno y Trino que promueve el
respeto de las legítimas diferencias? Por «paralelo», ¿no habría que
comprender, más bien que aquello que no se asemeja pero se aproxima, aquello
otro que no se acerca en absoluto? ¿No resulta sólo en este caso evidentemente
clara su declaración?
Usted propone a sus interlocutores
reflexionar acerca de la «promoción del respeto recíproco a través de la
educación», sugiriendo que ellos comparten con Usted los mismos valores de
humanidad, de «respeto recíproco». Pero no es éste el caso. Para un musulmán,
no es la naturaleza humana la que sirve de referencia, ni tampoco el bien
cognoscible de la razón: el hombre y su bien no son aquello a lo que apela el
Corán. El Corán enseña a los musulmanes que los cristianos, en tanto
cristianos, «son impureza» (Corán 9, 28), «lo peor de la Creación» (Corán 98,
6), «los más viles de entre los animales» (Corán 8, 22; cfr. 8, 55). Porque el
Islam es la verdadera religión (Corán 2, 208; 3, 19, 85) que dominará a todas
las otras para erradicarlas por completo (Corán 2, 193); aquellos que no son
musulmanes sólo pueden ser perversos y malditos (Corán 3, 10, 82, 110; 4, 48,
56, 76, 91; 7, 44 ; 9, 17,34; 11, 14; 13, 15, 33; 14.30 , 16,28-9; 18, 103-6;
21, 98; 22, 19-22, 55; 25, 21; 33, 64; 40, 63; 48,13); que los musulmanes deben
combatir constantemente (Corán 61, 4,10-2; 8, 40; 2, 193) con el engaño (Corán
3, 54; 4, 142; 8, 30; 86,16), el terror (Corán 3,151; 8, 12, 60; 33, 26; 59, 2)
y todo tipo de penas (Corán 5, 33; 8, 65; 9, 9, 29, 12; 25, 77), tales como la
decapitación (Corán 8, 12; 47, 4) o la crucifixión (Corán 5, 33), para
eliminarlos (Corán 2, 193; 8, 39; 9, 5, 111, 123; 47, 4) y finalmente
destruirlos (Corán 2, 191; 4, 89, 91; 6, 45; 9, 5, 30, 36, 73; 33, 60-2: 66,
9). «¡Oh, vosotros que creéis! ¡Combatid a muerte a los incrédulos que están
junto a vosotros, y que hallen en vosotros crueldad!» (Corán 9, 124). «¡Que
Allah los maldiga!» (Corán, 9, 30 cfr. 31, 51; 4, 48)...
Santo Padre, ¿se puede acaso olvidar, cuando
uno se dirige a los musulmanes, que éstos no pueden remitirse a otra cosa que
al Corán? Usted apela al «respeto hacia cada persona (...) Antes que nada hacia
su vida, hacia la integridad física, hacia su dignidad, con los derechos que le
son derivados, hacia su reputación, su patrimonio, su identidad étnica y
cultural, sus ideas y sus elecciones políticas». No puede influir sobre las
disposiciones dadas por Allah, que son inmutables, y he citado algunas entre
ellas. Pero si nosotros respetamos «las ideas ajenas y las elecciones
políticas», ¿cómo podemos, entonces, oponernos a la lapidación, a la
amputación, y a todo tipo de otras prácticas abominables exigidas por la
Sharia? Su bello discurso no puede conmover a los musulmanes, pues éstos no
tienen que aprender lecciones de nosotros, que somos «impureza» (Corán 9, 28).
Y si a pesar de todo lo aplauden, como han hecho en Italia, es porque la
política de la Santa Sede sirve notablemente a sus intereses haciendo pasar su
religión como respetable a los ojos del mundo. Lo aplaudirán en tanto sean,
como en Italia, una minoría. Pero cuando no lo sean más, ocurrirá lo que ocurre
en todos los lugares en los que son mayoría: todo grupo no musulmán tendrá que
desaparecer (Corán 9,1; 47, 4; 61, 4; etc.) o pagar la jyzaia para obtener el derecho
de sobrevivir (Corán 9, 29). Usted no puede ignorar todo esto, pero ¿cómo
puede, escondiéndolo a los ojos del mundo, promover la expansión del Islam ante
inocentes o ingenuos engañados de tal guisa? ¿Acaso admite usted los cumplidos
que le han sido tributados como signo de la fecundidad de su postura? Entonces
Ud. ignora el principio de la takyia que manda besar la mano que el musulmán no
puede cortar (Corán 3, 28; 16, 106)? Pero, ¿qué valen tales intercambios de
cortesía? ¿No dijo san Pablo: «si busco agradar a los hombres, no seré servidor
de Cristo» (Gal 1, 10)? Jesús ha declarado malditos a aquellos que son objeto
de veneración de parte de todos (Lc. 6, 26). ¿La misión de la Iglesia es
enseñar los buenos modales para vivir en sociedad? ¿Habría muerto san Juan
Bautista si hubiera simplemente querido desear una bella fiesta a Herodes?
Quizás se dirá que no hay comparación con
Herodes, porque Herodes vivía en el pecado y que era el deber de un profeta
denunciar el pecado. Pero si cada cristiano ha venido a ser un profeta el día
de su bautismo, y si el pecado es no creer en Jesús, Hijo de Dios, Salvador
(Jo. 16, 9), aquello de lo que precisamente se gloría el Islam, ¿cómo podría el
cristiano no denunciar el pecado que es el Islam y llamar a la conversión «en
toda ocasión oportuna e inoportuna» (2 Tim. 4, 2)? Desde el mismo momento en
que la finalidad del Islam es sustituir al cristianismo, que habría pervertido
la revelación del puro monoteísmo con la fe en la Santa Trinidad, y ya que
Jesús no es Dios, ni habría muerto ni resucitado, no habría habido Redención y
su misión se reduciría a nada, ¿por qué no denunciar al Islam como al impostor
preconizado (Mt. 24, 4; 11, 24) y el depredador por excelencia de la Iglesia?
En lugar de echar al lobo, la diplomacia vaticana parece preferir alimentarlo
con adulaciones, no advirtiendo que éste sólo espera hallarse bien nutrido para
hacer lo que hace allí donde se ha vuelto suficientemente fuerte y vigoroso.
¿Hay necesidad de recordar los cristianos mártires de Egipto, Pakistán, y todos
los países en los que el Islam tiene el poder? ¿Cómo puede la Santa Sede asumir
la responsabilidad de avalar al Islam presentándolo como un cordero, mientras
que es un lobo disfrazado de cordero? En Akita, la Virgen María nos advirtió: «el
Diablo se introducirá en la Iglesia porque está llena de gente que acepta
compromisos».
Oh, ciertamente, asociarse al gozo de buenas
personas ignorantes de la voluntad de Dios deseándoles un feliz Ramadam no
puede parecer una cosa mala en sí misma, exactamente como pensaba san Pedro cuando justificaba los usos
hebraicos... temeroso de los
proto-musulmanes, o sea de los nazarenos hebreos. Pero san Pablo lo corrigió en
presencia de todos demostrando que tenía cosas más importantes que hacer que
buscar contentar a los falsos hermanos (Gal 24, 11-14; 2 Cor 11, 26; Corán 21,
93; 60, 4, etc.). Si Pablo tiene razón, ¿cómo se puede decir que «no podemos
criticar la religión de los otros, sus enseñanzas, sus símbolos y valores»? No
queriendo criticar al Islam, su carta justifica también a los obispos que
asisten a la ceremonia de colocación de la piedra inaugural de una mezquita.
Cuanto ellos hacen es, también en su caso, una cuestión de cortesía en el deseo
de complacer a todos y favorecer la paz civil.
Mañana, cuando sus fieles se hagan
musulmanes, dirán que fue su obispo quien, en vez de conservarlos en el
cristianismo, les indicó el camino haca la mezquita. Y podrán decir la misma
cosa respecto a la Santa Sede, ya que habrán aprendido a no pensar la verdad sobre
el Islam, sino a honrarlo como a bueno y respetable en sí mismo...
Muchos
musulmanes me han expresado su alegría por el hecho de que Ud. honra su
religión. ¿Cómo podrán nunca convertirse, si la Iglesia los estimula a
practicar el Islam? ¿No favorece todo esto el relativismo religioso por el cual
las diferencias entre religiones serían de poca monta, mientras lo importante
sería cuanto haya de bueno en el hombre, que se salvaría independientemente de
las religiones?
Y aunque amemos al prójimo, cualquiera éste
sea, comprendidos los musulmanes en tanto miembros -como nosotros- de la
especie humana, querida y amada desde toda la eternidad por Dios y redimida con
la Sangre del Cordero sin mancha, Jesús nos ha enseñado a negar todo ligamen
humano que se opone a su amor (Mt 12, 46-50; 23, 31; Lc 9, 59-62; 14, 26; Jo
10, 34; 15,25). ¿Con qué fraternidad, pues, se podría llamar «hermanos» a los
musulmanes (vea su declaración del 29.03.2013)? ¿Hay una fraternidad que
trasciende todas las cosas humanas, entre ellas la de la comunión con Cristo,
rechazada por el Islam, y que debiera ser la única importante?
Su carta hace referencia al testimonio de san
Francisco, pero no dice que san Francisco envió frailes para evangelizar
Marruecos sabiendo que muy probablemente hubieran sido martirizados, como
efectivamente ocurrió. No dice que se empeñó él mismo en evangelizar al sultán
Al Malik Al Kamil. La caridad denuncia la mentira y llama a la conversión.
Santísimo Padre, nos resulta muy difícil
encontrar en su carta a los musulmanes el eco de la caridad de san Pablo que
manda: «no os unáis con los infieles bajo un yugo que no es para vosotros,
pues, ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿O cuál comunión
entre la luz y las tinieblas? ¿Y qué acuerdo entre Cristo y Belial? ¿O qué
relación hay entre el creyente y el infiel?» (2 Cor 6, 14-15), o aquellas del
dulce san Juan de no acoger a nadie que rechace la fe católica, de no saludarlo
siquiera, bajo pena de participar de sus «malas acciones» (2 Jo 7, 11).
Saludando a los musulmanes con ocasión del Ramadam, ¿no se participa de sus
obras malvadas?
Santo Padre, Ud. ha leído la carta abierta de
Magdi Cristiano Allam, ex musulmán bautizado por Benedicto XVI en 2006, que
anunció su alejamiento de la Iglesia a causa de su compromiso con la
islamización de Occidente. ¡Esta carta es un terrible trueno en el cielo ante
la tibieza y la cobardía de la Iglesia, y tendría que ser un gran aviso para
nosotros!
Santísimo
Padre, ya que la diplomacia no está cubierta por el carisma de la infalibilidad
y su mensaje a los musulmanes con ocasión del fin del Ramadam no es un acto
magisterial, me tomo la libertad de criticarlo abierta y respetuosamente (can.
212 § 3). Seguramente Ud. ha considerado que antes de hablar de «teología» con
los musulmanes, era necesario disponer su corazón enseñándoles el deber, sin
falta elemental, de respetar a los demás. Quería decirle que nos parece que una
tal enseñanza debía ser hecha sin ninguna referencia al Islam, con el fin de
evitar cualquier ambigüedad a su respecto. ¿Por qué no con ocasión del Año
Nuevo, o en Navidad?
Visto en: http://in-exspectatione.blogspot.com.ar/
Nacionalismo Católico San Juan Bautista

