Lo haga o no explícito, es un hecho que para ese difuso entrevero de
doctrinas que cabría llamar "modernistas", el progreso evolutivo de la
historia en el sentido del bien (de un bien indefinido e indefinible)
resulta inexorable. En qué dato se funde tamaña presunción que no sea en
el simple hecho de una aspiración o pálpito cordial (en una
"corazonada", decimos por acá), nunca sabrán sus propios exponentes
exponerlo. El caso es que voces como "retardatario" o "regresivo" obran,
de cuarenta o cincuenta años a esta parte, como baldones ilevantables, y
el solo oponer alguna cautela a la corriente necesariamente evolutiva
de los tiempos constituye algo así como un delito «de leso progreso».
Sabemos que el modernismo, nombre siempre equívoco pero lo bastante sugestivo para membretar el caos doctrinal calculadamente extendido, obra un múltiple agravio en varios frentes. Ciñámonos pues, para abordar apenas una de sus injurias más significativas, al sentido del tiempo y de la historia, sabedores de que un error en este terreno acaba presto por repercutir -como a diario se comprueba- en la eclesiología, de la que luego se extiende -como no podría ser de otra manera- a la misma disciplina eclesiástica.
Deudor en esto del empirismo, del materialismo y de todas las tuertas concepciones derivadas de una aprehensión deformada de la realidad (tal como suele resultar de la sobrecivilización), el modernismo no ve en el tiempo sino su aspecto material, es decir: no lo concibe sino como mera sucesión. Omite que es el espíritu obrando en el tiempo quien garantiza la continuidad y la identidad de los pueblos y las culturas, haciendo del pasado una imborrable actualidad e introduciendo una aspiración de plenitud («vocación») a la que el tiempo se lanza como a su realización hipertélica.
El modernismo se agota en un "hodiernismo", en un presente continuo sin memoria ni esperanza, toda vez que ignora principios y fines, parasitados por unos medios declarados en rebeldía. La misma noción de "progreso indefinido" entraña una recusación del fin -y no ya del fin como término, sino incluso como completud y culmen. La indeterminación, aquí, y contra la doctrina perenne de la libertad, se sitúa claramente en el terreno de los fines, mientras que en cuanto a los medios se tendrá por lícita toda coacción mirante a favorecer la transitividad, la movilidad continua. Esto ocurre cabalmente en el culto del Estado (incluidas sus formas no declaradas, como cuando el Estado moderno se erige en educador y en planificador familiar), y ocurrirá en esa expresión novísima del cesaropapismo que encarnará el Anticristo. Y esto porque, una vez depuesto el fin, no queda sino ofrecer un fin espurio tomado de la misma costilla de los medios. Es la hoy tan frecuente absolutización de lo relativo, ilustrada (en insuperable síntesis de lo ridículo y lo demencial) en aquellos que hacen una causa, la causa de sus vidas, del rescate de los perros abandonados o de la salvaguarda de las ballenas.
Este espíritu penetró en la Iglesia de tal manera que apenas se salvó
-como lo registra el Apocalipsis (11, 1) en el pasaje de la «Medición
del templo»- el tabernáculo y los que allí se concitan en adoración. Que
en la encíclica "a cuatro manos" ratzin-bergogliana Lumen fidei
no comparezca ni una sola vez (pese al tema que la inspira) la palabra
«dogma», esto es todo un síntoma. Porque el dogma, en tanto verdad a
contemplar, pertenece al plano de los fines, de lo infranqueable, y en
tanto dato que reclama nuestro asentimiento y afirmación, es un puro
principio inamovible, cosas ambas que repugnan con fuerza a la
mentalidad contemporánea, incluida la Iglesia de-dogmatizada y
"peregrina". En cambio, el diálogo, ese fetiche tout court
post-conciliar (tanto, que Amerio lo encuentra veintiocho veces mentado
en los documentos del Vaticano II, contra ninguna en todo el Magisterio
de los veinte siglos anteriores), como concepto que asume razón de
medio, goza de la más empalagosa predilección en la homilética y la
enseñanza de nuestros días. Así Francisco, en la reciente carta abierta
al director del diario La Repubblica, no cabe en sí del gozo al
señalar que «ha llegado la hora, y precisamente el Vaticano II ha
inaugurado este ciclo, de iniciar un diálogo abierto y sin ideas
preconcebidas que reabra las puertas a un encuentro serio y fecundo»
nada menos que entre la Iglesia y la cultura moderna, que él mismo
reconoce como «de matriz iluminista». Esto, y defecar sobre ese último
artículo que el Syllabus de Pionono recogió en su condena («el
Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso,
con el liberalismo y con la civilización moderna») es todo uno. Se está
dejando rezagado nada menos que a un Küng, quien al menos se contentó
con el diálogo interreligioso, sin expresar tal encanto de coyunda con
la Aufklärung.
Esta recusación de los fines y su consiguiente hipertrofia de los medios multiplicó y seguirá multiplicando, pese a las veleidades espontaneístas de Francisco, todo lo que sea burocracia, oficinismo, tráfico de influencias, nepotismo y carrerismo en la Iglesia, quitándole el vigor necesario para testimoniar el escándalo de la Cruz al mundo autosuficiente. Así, al tiempo de la poda, se acaba por aplicar la sierra a las raíces. Y esto porque se subordina la fidelidad, es decir, la fe, a un titánico afán creativo que admite -entre otras aberraciones- la disolución voluntaria de la historia y el rechazo de la tradición. Como consta en el cuestionario que se les dirigió a los recientemente intervenidos Franciscanos de la Inmaculada, en el que se les pregunta capciosamente si la Misa Tradicional, celebrada con asiduidad en las casas de la Orden, «constituye un bien y ayuda a la comunión entre los miembros«, si «responde a las exigencias de la evangelización y a las exigencias de espiritualidad del hombre contemporáneo», si es «reclamada por el Vaticano II» y si «responde a la mens del Santo Padre», malocultando la evidente aversión a una forma litúrgica que, pese a remontarse a los tiempo apostólicos y a haber servido a santificar a tantas generaciones, se pretende finalmente perimida.
La piedra que desecharon los constructores modernistas, pagados de un
creacionismo veleidoso y persuadidos en mala hora de que a Dios se lo
puede corregir, ha venido a ser otra vez la piedra angular con la que
tropiezan. Porque la Iglesia es, ante todo, tradición no interrumpida hasta la vuelta del Señor. El
nuevo Sanhedrín se ha vuelto tolerante y mimético para congraciarse con
los tiempos. Su pecado de historicismo agravia a la historia. Y hacerlo
supone negar la eternidad, pues sólo un principio inmaterial y eterno
puede introducir un sentido en la sucesión temporal, de otro modo
mecánica y ciega.
Sabemos que el modernismo, nombre siempre equívoco pero lo bastante sugestivo para membretar el caos doctrinal calculadamente extendido, obra un múltiple agravio en varios frentes. Ciñámonos pues, para abordar apenas una de sus injurias más significativas, al sentido del tiempo y de la historia, sabedores de que un error en este terreno acaba presto por repercutir -como a diario se comprueba- en la eclesiología, de la que luego se extiende -como no podría ser de otra manera- a la misma disciplina eclesiástica.
Deudor en esto del empirismo, del materialismo y de todas las tuertas concepciones derivadas de una aprehensión deformada de la realidad (tal como suele resultar de la sobrecivilización), el modernismo no ve en el tiempo sino su aspecto material, es decir: no lo concibe sino como mera sucesión. Omite que es el espíritu obrando en el tiempo quien garantiza la continuidad y la identidad de los pueblos y las culturas, haciendo del pasado una imborrable actualidad e introduciendo una aspiración de plenitud («vocación») a la que el tiempo se lanza como a su realización hipertélica.
El modernismo se agota en un "hodiernismo", en un presente continuo sin memoria ni esperanza, toda vez que ignora principios y fines, parasitados por unos medios declarados en rebeldía. La misma noción de "progreso indefinido" entraña una recusación del fin -y no ya del fin como término, sino incluso como completud y culmen. La indeterminación, aquí, y contra la doctrina perenne de la libertad, se sitúa claramente en el terreno de los fines, mientras que en cuanto a los medios se tendrá por lícita toda coacción mirante a favorecer la transitividad, la movilidad continua. Esto ocurre cabalmente en el culto del Estado (incluidas sus formas no declaradas, como cuando el Estado moderno se erige en educador y en planificador familiar), y ocurrirá en esa expresión novísima del cesaropapismo que encarnará el Anticristo. Y esto porque, una vez depuesto el fin, no queda sino ofrecer un fin espurio tomado de la misma costilla de los medios. Es la hoy tan frecuente absolutización de lo relativo, ilustrada (en insuperable síntesis de lo ridículo y lo demencial) en aquellos que hacen una causa, la causa de sus vidas, del rescate de los perros abandonados o de la salvaguarda de las ballenas.
| Hans Küng, digna gárgola para una catedral progresista |
Esta recusación de los fines y su consiguiente hipertrofia de los medios multiplicó y seguirá multiplicando, pese a las veleidades espontaneístas de Francisco, todo lo que sea burocracia, oficinismo, tráfico de influencias, nepotismo y carrerismo en la Iglesia, quitándole el vigor necesario para testimoniar el escándalo de la Cruz al mundo autosuficiente. Así, al tiempo de la poda, se acaba por aplicar la sierra a las raíces. Y esto porque se subordina la fidelidad, es decir, la fe, a un titánico afán creativo que admite -entre otras aberraciones- la disolución voluntaria de la historia y el rechazo de la tradición. Como consta en el cuestionario que se les dirigió a los recientemente intervenidos Franciscanos de la Inmaculada, en el que se les pregunta capciosamente si la Misa Tradicional, celebrada con asiduidad en las casas de la Orden, «constituye un bien y ayuda a la comunión entre los miembros«, si «responde a las exigencias de la evangelización y a las exigencias de espiritualidad del hombre contemporáneo», si es «reclamada por el Vaticano II» y si «responde a la mens del Santo Padre», malocultando la evidente aversión a una forma litúrgica que, pese a remontarse a los tiempo apostólicos y a haber servido a santificar a tantas generaciones, se pretende finalmente perimida.
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| Un templo modernísimo y pintón. |

