- Por Flavio Infante
Lo haga o no explícito, es un hecho que para
ese difuso entrevero de doctrinas que cabría llamar "modernistas", el
progreso evolutivo de la historia en el sentido del bien (de un bien indefinido
e indefinible) resulta inexorable. En qué dato se funde tamaña presunción que
no sea en el simple hecho de una aspiración o pálpito cordial (en una
"corazonada", decimos por acá), nunca sabrán sus propios exponentes
exponerlo. El caso es que voces como "retardatario" o "regresivo"
obran, de cuarenta o cincuenta años a esta parte, como baldones ilevantables, y
el solo oponer alguna cautela a la corriente necesariamente evolutiva de los
tiempos constituye algo así como un delito «de leso progreso».
Sabemos que el modernismo, nombre siempre
equívoco pero lo bastante sugestivo para membretar el caos doctrinal
calculadamente extendido, obra un múltiple agravio en varios frentes. Ciñámonos
pues, para abordar apenas una de sus injurias más significativas, al sentido
del tiempo y de la historia, sabedores de que un error en este terreno acaba
presto por repercutir -como a diario se comprueba- en la eclesiología, de la
que luego se extiende -como no podría ser de otra manera- a la misma disciplina
eclesiástica.
Deudor en esto del empirismo, del
materialismo y de todas las tuertas concepciones derivadas de una aprehensión
deformada de la realidad (tal como suele resultar de la sobrecivilización), el
modernismo no ve en el tiempo sino su aspecto material, es decir: no lo concibe
sino como mera sucesión. Omite que es el espíritu obrando en el tiempo quien
garantiza la continuidad y la identidad de los pueblos y las culturas, haciendo
del pasado una imborrable actualidad e introduciendo una aspiración de plenitud
(«vocación») a la que el tiempo se lanza como a su realización hipertélica.
El modernismo se agota en un
"hodiernismo", en un presente continuo sin memoria ni esperanza, toda
vez que ignora principios y fines, parasitados por unos medios declarados en
rebeldía. La misma noción de "progreso indefinido" entraña una
recusación del fin -y no ya del fin como término, sino incluso como completud
y
culmen. La indeterminación, aquí, y contra la doctrina perenne de la
libertad, se sitúa claramente en el terreno de los fines, mientras que en
cuanto a los medios se tendrá por lícita toda coacción mirante a favorecer la
transitividad, la movilidad continua. Esto ocurre cabalmente en el culto del
Estado (incluidas sus formas no declaradas, como cuando el Estado moderno se
erige en educador y en planificador familiar), y ocurrirá en esa expresión
novísima del cesaropapismo que encarnará el Anticristo. Y esto porque, una vez
depuesto el fin, no queda sino ofrecer un fin espurio tomado de la misma
costilla de los medios. Es la hoy tan frecuente absolutización de lo relativo,
ilustrada (en insuperable síntesis de lo ridículo y lo demencial) en aquellos
que hacen una causa, la causa de sus vidas, del rescate de los perros
abandonados o de la salvaguarda de las ballenas.
Este espíritu penetró en la Iglesia de tal
manera que apenas se salvó -como lo registra el Apocalipsis (11, 1) en el
pasaje de la «Medición del templo»- el tabernáculo y los que allí se concitan
en adoración. Que en la encíclica "a cuatro manos" ratzin-bergogliana
Lumen fidei no comparezca ni una sola vez (pese al tema que la inspira) la
palabra «dogma», esto es todo un síntoma. Porque el dogma, en tanto verdad a
contemplar, pertenece al plano de los fines, de lo infranqueable, y en tanto
dato que reclama nuestro asentimiento y afirmación, es un puro principio
inamovible, cosas ambas que repugnan con fuerza a la mentalidad contemporánea,
incluida la Iglesia de-dogmatizada y "peregrina". En cambio, el
diálogo, ese fetiche tout court post-conciliar (tanto,
que Amerio lo encuentra veintiocho veces mentado en los documentos del Vaticano
II, contra ninguna en todo el Magisterio de los veinte siglos anteriores), como
concepto que asume razón de medio, goza de la más empalagosa predilección en la
homilética y la enseñanza de nuestros días. Así Francisco, en la reciente carta
abierta al director del diario La Repubblica, no cabe en sí del
gozo al señalar que «ha llegado la hora, y precisamente el Vaticano II ha
inaugurado este ciclo, de iniciar un diálogo abierto y sin ideas preconcebidas
que reabra las puertas a un encuentro serio y fecundo» nada menos que entre la
Iglesia y la cultura moderna, que él mismo reconoce como «de matriz
iluminista». Esto, y defecar sobre ese último artículo que el Syllabus
de Pionono recogió en su condena («el Romano Pontífice puede y debe
reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la
civilización moderna») es todo uno. Se está dejando rezagado nada menos que a
un Küng, quien al menos se contentó con el diálogo interreligioso, sin expresar
tal encanto de coyunda con la Aufklärung.
Esta recusación de los fines y su
consiguiente hipertrofia de los medios multiplicó y seguirá multiplicando, pese
a las veleidades espontaneístas de Francisco, todo lo que sea burocracia,
oficinismo, tráfico de influencias, nepotismo y carrerismo en la Iglesia,
quitándole el vigor necesario para testimoniar el escándalo de la Cruz al mundo
autosuficiente. Así, al tiempo de la poda, se acaba por aplicar la sierra a las
raíces. Y esto porque se subordina la fidelidad, es decir, la fe, a un titánico
afán creativo que admite -entre otras aberraciones- la disolución voluntaria de
la historia y el rechazo de la tradición. Como consta en el cuestionario que se
les dirigió a los
recientemente intervenidos Franciscanos de la Inmaculada, en el que se les
pregunta capciosamente si la Misa Tradicional, celebrada con asiduidad en las
casas de la Orden, «constituye un bien y ayuda a la comunión entre los
miembros«, si «responde a las exigencias de la evangelización y a las
exigencias de espiritualidad del hombre contemporáneo», si es «reclamada por el
Vaticano II» y si «responde a la mens del Santo Padre», malocultando
la evidente aversión a una forma litúrgica que, pese a remontarse a los tiempo
apostólicos y a haber servido a santificar a tantas generaciones, se pretende
finalmente perimida.
La piedra que desecharon los constructores
modernistas, pagados de un creacionismo veleidoso y persuadidos en mala hora de
que a Dios se lo puede corregir, ha venido a ser otra vez la piedra angular con
la que tropiezan. Porque la Iglesia es, ante todo, tradición no interrumpida hasta la
vuelta del Señor. El nuevo Sanhedrín se ha vuelto tolerante y mimético
para congraciarse con los tiempos. Su pecado de historicismo agravia a la
historia. Y hacerlo supone negar la eternidad, pues sólo un principio
inmaterial y eterno puede introducir un sentido en la sucesión temporal, de
otro modo mecánica y ciega.
Visto en:
http://in-exspectatione.blogspot.com.ar/
Nacionalismo Católico San Juan Bautista

