Hermana Cristina, Iglesia del Néstor de los Últimos Días. Barracas, 9/9/2013.
Las
palabras sonaron un tanto exageradas para la inauguración de una obra
pública en la Villa 21 del barrio de Barracas. Más si tenemos en cuenta
que Cristina también es la realizadora del milagro de ser
multimillonaria viviendo del Estado. Sin embargo, la Presi le metió
garra y se puso a trabajar para mejorar las perspectivas a futuro de
quienes más lo necesitan: sus candidatos.
Muchos se emocionaron con la presencia de
la Presi. Es lo más cercano que puede estar una persona de conocer a
Dios, ese que te cuentan que cuida por vos, que se preocupa por vos, del
que no se sabe bien si es o no el creador de tu mundo de mierda, pero a
quien no podés cuestionar, dado que obra de formas misteriosas. Sin
embargo, te obligan a adorarlo para obtener la salvación, si pinta,
porque te ama. Y en este caso te ama tanto, pero tanto, que te mantiene
así, totalmente pobre.
Aún no sabés cuál es tu culpa, si solo
tuviste la suerte de nacer acá, pero los miembros de la Iglesia del
Néstor de los Últimos Días te convencieron de que sos portador del
pecado original, algo así como que todo lo malo que te pasa no es tu
culpa, pero es como si lo fuera, dado que cargás sobre tus espaldas los
errores de personas que ya no están.
El gobierno dijo que probablemente
existieran algunas pequeñas deudas pendientes, y por algún lado había
que arrancar. Ahora que ya terminaron con lo vital y esencial en la
villa 21, quizás en un futuro puedan abordar los detalles superfluos,
esos lujos que nunca están de más, como lograr que la parada de bondi
más cercana no quede a veinte cuadras, o que los colectiveros puedan
circular por adentro sin perder un dedo en cada viaje.
Hoy es la Secretaría de Cultura la que se
instala en la Villa 21, y esperemos que no sea el único caso. Si las
instituciones que supuestamente están para modificar las realidades,
serán trasladadas a los lugares insignias de las realidades no
modificadas por dichas instituciones, para ser coherentes, se debería
mudar el ministerio de Economía a alguna cueva de la calle Libertad.
Otra buena idea que debería considerarse es la de convertir al
ministerio de Floppy Randazzo en una cartera itinerante, a bordo de una
formación del ferrocarril Sarmiento. Ya que estamos, al ministerio de
Seguridad se lo podría mudar a cualquier aguantadero y colocar oficinas
de atención al público en cada puterío. Por último, el ministerio de
Defensa se podría instalar en el museo de ciencias naturales, donde las
Fuerzas Armadas convivirían con el resto de las especies extintas.
Hablar de los asentamientos precarios es
un tema un tanto complejo y peligroso de abordar sin herir
susceptibilidades. De todos modos, si empezamos por reconocer que ya no
añadimos el término “de emergencia” a la villa, tenemos más de la mitad
del camino resuelto.
La existencia de las villas es un buen
negocio para el Estado, por eso nadie se calienta en abordarlo. Si las
villas resultaran un problema real para la subsistencia de un gobierno,
ya habrían sido reguladas. Por el lugar que ocupan, la inmensa mayoría
de los asentamientos son inofensivos para los funcionarios, que por lo
general viven en barrios más cómodos. Los que se trasladan en
helicóptero para ir de Olivos a la Rosada, ni sienten la intranquilidad
moral de ver las construcciones -que ningún arquitecto se atrevería a
denominar edificio- que asoman entre los barandales de la avenida
Lugones cuando empalma con la 9 de Julio.
Una de las grandes paradojas del sistema
de recaudación impositiva deriva en que a nadie con poder de decisión
real le importe la existencia de una villa, ni siquiera para el cobro de
impuestos. Las provincias no recaudan los impuestos municipales, y lo
que correspondería al impuesto a la propiedad inmueble, no merece el
esfuerzo de convertir el asentamiento en una zona residencial como la
gente. Asfaltar calles, construir escuelas en proporción a la cantidad
de alumnos, pagar a los ingratos de los docentes, establecer una
comisaría y su dotación, no son costos que puedan recuperarse con
recaudación de impuestos en lo que dura una gestión. Por su parte, al
Estado Nacional le da exactamente igual: los habitantes de las villas
pagan el mismo impuesto al consumo que los vecinos de Puerto Madero,
cada vez que dejan el 21% de IVA en la compra de un jabón de tocador.
Los asentamientos precarios no siempre
tuvieron inicios de ocupación ilegal. El primero que se recuerde,
existió en la década del ´30 y fue creado por el mismísimo gobierno
nacional, quien no sólo permitió la permanencia de inmigrantes que huían
del hambre de Polonia, si no que cedió treinta vagones de tren para que
vivieran como pudieran. Para darle un tinte menos trágico, el
asentamiento se llamó “Villa Esperanza”. Si bien fue demolida unos años
después, el terreno ya era tentador. Hoy es la villa 31.
La denominación Villa Miseria se la
debemos al escritor Bernardo Verbitsky -padre de Horacio- que a
principios de los años cincuentas escribió unos textos sobre los
asentamientos en el desaparecido diario Noticias Gráficas. Tiempo más
tarde, quedaría inmortalizado en su libro “Villa Miseria también es
América”. Algunos intentaron poner un dejo de esperanza al denominarlas
villas de emergencia, con lo que intentaban no cerrar la ventana a una
chance de mejora social: era una situación de emergencia, se estaba de
paso. Durante años funcionó así, en muchos casos. En las últimas
décadas, los únicos que logran movilidad social ascendente habiendo
nacido en una villa, son los futbolistas que llegaron a jugar en
primera, los punteros y los narcos.
Históricamente,
el villero siempre buscó zafar. La marginalidad como norma general
dentro de las villas, es más bien moderna: creció con la hiperinflación,
se perfeccionó durante los noventa, se convirtió en heróica en la
crisis del 2001, y pasó a ser parte de la cultura popular en la década
ganada, llevando más de veinte años de éxito ininterrumpido en la
creación de generaciones que ya no recuerdan cuáles de sus ancestros
fueron los últimos en tener un empleo digno y estable. El término
villero dejó de ser despectivo y se convirtió en orgullo gracias al
cambio de siglo. Las tribus urbanas de clases bajas, por años se
identificaron con la cultura rolinga y consumían rock de la banda
británica o el producido por sus tristes clones locales. Sin embargo, a
fines de los noventa y con la cumbia animando las fiestas de la high
society en plena Quinta de Olivos, la villa empezó a cobrar protagonismo
más allá del paisaje urbano. La llegada de la cumbia villera hizo el
resto. De pronto, fue normal cruzarse por la calle con un adolescente
con uniforme de colegio privado tarareando “Colate un dedo” de Pibes Chorros.
A mi humilde entender, el surgimiento de
la cultura villera fue de las peores cosas que le pudo pasar a los
habitantes de las grandes urbes argentinas -y esto incluye a los propios
villeros- en cuanto a consciencia social refiere. La aceptación de la
existencia de un otro radicalmente distinto al que se teme y desprecia,
pero del que se consume su cultura por moda; un extraterrestre que
habita en el Área 51 que se encuentra tras la terminal de micros en
Retiro, o en Villa La Antena de La Matanza. El sentimiento de temor y
desprecio es recíproco: así como muchos piensan que el villero no es un
tipo que nació y creció en una realidad de mierda, sino que es un
humanoide prescindible, muchos de ellos no pueden comprender de manera
lógica la relación herencia-trabajo-poder adquisitivo de los demás
estratos sociales.
La aceptación de la cultura villera como
un elemento colorido del gen argentino, también acarrea políticas
pedorras y deshumanizantes, curiosamente propulsadas y defendidas por
gente que se define progresista y que a la villa va para sentirse mejor
persona. La mayoría de las medidas aplicadas son para mantener a los
villeros bien dentro de sus barrios. Suponer que armar un ciclo de
películas de la villa coloca a la misma en plano de igualdad con los
demás barrios residenciales, es prácticamente insultante. Si nos sacan
la posibilidad del afuera, todos creeremos que nuestra realidad es
inmodificable.
Tanto que se habla de la movilidad social
ascendente, nadie tiene en cuenta el deseo de querer otra realidad para
nosotros y nuestros hijos. Nadie cambiaría su realidad si no deseara
otra. Obviamente, para desearla primero hay que conocerla. Y para no
mandarnos cagadas, hay que saber cómo alcanzar esa realidad deseada. ¿O
acaso todavía debemos creer que nuestros abuelos vinieron a la Argentina
sólo porque huían del hambre? Si no hubieran sabido que acá podían
estar mejor, ni se habrían acercado al puerto.
Ya que hablamos de la Villa 21-24 -La
Zavaleta, para los íntimos- alguien debería considerar que muchos padres
buscan colocar a sus hijos en escuelas que se encuentren fuera de la
villa, a pesar de existir varios establecimientos de educación inicial,
primaria, media, y hasta una
escuela de formación laboral que subsiste en parte por los aportes del
gobierno de la Ciudad, y otro tanto por donaciones privadas.
Son las ganas del afuera, el deseo de que
los hijos tengan una vida mejor que aquella que les toco a sus padres.
Para ello, tienen que saber que existe una vida mejor, para que el deseo
los movilice. En sus televisores ven los mismos comerciales que
cualquiera de nosotros, y al no ser marcianos, quieren comprar las
mismas cosas que nosotros. Sin embargo, al igual que nosotros, el deseo
del consumo no es igual al del progreso. Nosotros podemos llegar a
hipotecar la casa y el futuro de nuestros hijos sólo porque se nos
antojó algo que no podemos pagar. El que no tiene qué hipotecar,
igualmente buscará la forma de satisfacer su deseo consumista. Nosotros
podríamos tener una vida mejor, sólo que no la podemos pagar. Los más
humildes podrían tener una vida mejor, pero no saben que pueden
conseguirlo. Esto es algo que horroriza a cualquier progre que se precie
de tal, dado que si el más humilde pretende dejar de serlo, ya no
tendrían sentido las políticas limosneras y deberían buscar la forma de
emparejar hacia la cultura productiva. Y hacer cosas productivas es algo
que escapa de la cosmovisión de la cofradía de los ensayistas.
Parece
mentira que a la misma clase dirigente que viaja para ver cómo
funcionan las experiencias ajenas, no se les haya ocurrido aplicar lo
mismo puertas para dentro. No es lo mismo montar un teatro itinerante
por las villas que facilitar entradas para el teatro al que concurren el
resto de los mortales. Este es el país en el que por ley se reserva un
cupo femenino en cada lista legislativa, pero a nadie le pareció buena
idea que en cada sala de cine se habilite un cupo de entradas gratuitas
para los que no tienen con qué pagarlas.
Una villa se puede urbanizar. Pero si se
mantiene el culto a la marginalidad misógina y delincuente, en la que el
cuánto valés se mide con la escala Motomel, y donde ser madre a los 14 y
abuela a los 28 es la única contribución a la sociedad que se tiene al
alcance de la mano, será en vano. El problema no es sólo la villa, si no
la marginalidad. Y si esto no fuera así, el complejo habitacional
Ejército de los Andes no sería conocido como Fuerte Apache.
La historia reciente demuestra que todas
aquellas políticas que se venden como inclusivas, en su mayoría son
discriminatorias, y para muchos está bien que sea de ese modo, en una
actitud ligada a un trauma emocional que genera la necesidad de
sobreproteger al otro sin enseñarle a protegerse solo. No vaya a ser
cosa que la movilidad social ascendente derive en que los necesitados
dejen de necesitarlos y terminen compitiendo por sus puestos de trabajo.
“Este es
apenas uno de los misterios de la economía marginal en las
ciudades latinoamericanas, un misterio que los planificadores, ya sean
desarrollistas, keynesianos, friedmanianos o marxistas, prefieren no
enfrentar. La marginalidad es el moderno e implacable Waterloo de
capitalistas, tecnócratas, dictadores y hasta revolucionarios”.
