Claves para entender el kirchnerismo
por Ricardo Esteves
La economía argentina paga ahora un alto precio por una política
populista
basada en la exacerbación del consumo y que presentaba al Gobierno
como enemigo del capital extranjero y amigo de los derechos humanos.
Si bien todo indica que camina raudamente al ocaso, no se puede
desconocer que durante los primeros ocho o nueve años de los 10 que
lleva en el poder, el kirchnerismo ha sido en términos políticos un
régimen muy exitoso. Ha sido el único desde que volvió la democracia en
la Argentina en 1983 que ha llegado a su tercer mandato consecutivo y ha
ejercido el poder con un control inusitado sobre la vida del país.
Ningún otro Gobierno en democracia detentó tanto poder e impuso sus
políticas como el régimen actual, a pesar de encontrarse hoy acorralado
en sus propias garras.
¿En qué se ha basado su fuerza y su éxito? Se ha sustentado
principalmente en tres vigas maestras.
La primera de ellas, en exacerbar por todos los medios y con todos los
resortes del poder el consumo popular desde el primer día de gobierno.
Su consigna fue llenarle los bolsillos a la sociedad con la convicción
de que con esa fórmula jamás perdería su apoyo. Y lo hizo promoviendo
año a año subidas reales del salario sin aumentar la productividad y
repartiendo millones de planes sociales que socavaron la cultura del
trabajo y crearon dependencia clientelar.
Otra viga consistió en presentarse ante la sociedad como el principal
enemigo del establishment (con la cuidada excepción de sus socios y sus
empleados), de las clases altas y del capital extranjero. La consigna
consistió en que ningún otro actor de la escena política argentina
encarne como ellos el enfrentamiento a las élites y al sistema
internacional.
Buscaron capitalizar así el justificado resentimiento que existe en
general en la sociedad hacia el establishment. Resentimiento sobre el
cual el autor ya se explayó en este periódico, con la nota Las culpas de
las élites de Argentina. El establishment siente a su vez que sectores
mayoritarios de las clases media y baja han apoyado causas políticas
que, supone, destruyeron el país.
El kirchnerismo interpretó y aprovechó muy bien esa fractura. En esa
cruzada, colocó en el mismo plano de enemistad al sistema financiero
internacional, con el que dinamitó todos los puentes y al cual ha
acudido con desesperación en los últimos tiempos, para que le brinde un
salvavidas que lo exima de hacer los ajustes que pretende imponerle la
realidad.
La tercera viga consistió en una alianza con las organizaciones de
derechos humanos -para tener cobertura moral- y un arreglo con sectores
de la intelectualidad, la cultura, el periodismo, el deporte y el
espectáculo, a fin de tener presencia mediática y comunicacional.
Engarzadas las tres vigas en un relato emancipador y bajo los eslóganes
de la distribución y de lo nacional y popular, se hipotecó el futuro del
país, ya que esa combinación conlleva inevitablemente el desaliento a
la inversión. Y con un estilo autoritario y absolutista de ejercer el
poder.
La exacerbación del consumo funcionó exitosamente hasta que se agotaron
los recursos. Fue una palanca extraordinaria en la construcción de poder
basándose en dos aspectos: el haber iniciado la carrera consumista
justo después de la caída más brutal del consumo que haya experimentado
la Argentina en su historia, con lo cual, había mucha tela para cortar. Y
sobre todo en las consabidas condiciones tan favorables en el plano
económico internacional que llegaron justo al inicio del ciclo
kirchnerista, donde los precios de las commodities fundamentales de las
exportaciones argentinas experimentaron unos precios excepcionales y la
disponibilidad de liquidez y bajas tasas de interés en el mundo
favoreció el comercio y la inversión.
Esa exacerbación del consumo se llevó adelante sin reparar en ninguna
consecuencia, como si un coche se desplazara todo el tiempo a 150
kilómetros por hora sin contemplar curvas, subidas o bajadas. Y una
carrera no se gana yendo a 150 todo el tiempo. La alternativa de
transitorios "ajustes" o de "enfriar la economía" por un periodo breve
estuvieron siempre descartadas.
La gran mayoría de la sociedad, que mide las cosas según los resultados,
palpó en carne propia esa bonanza. Fueron casi 10 años de abundancia,
algo absolutamente desconocido en un país donde los ciclos suelen durar
dos o tres años y luego viene un freno. ¿Por qué entonces escuchar las
voces agoreras? ¿Por qué no seguir apoyando la fiesta?
El mito de los superávits gemelos (de comercio exterior y fiscal) y el
dólar competitivo de los primeros años, fue apenas una circunstancia y
no un sistema de manejar la economía. Desaparecieron incluso mucho antes
de que Néstor Kirchner dejara este mundo.
Si uno va a un restaurante e invita a todas las mesas, al salir debe
pagar la cuenta. Y al Estado no le alcanza hoy la billetera para
pagarla. Quemó ya todos los activos comunitarios. Para seguir necesita
que alguien le preste. Pero rompió lazos y credibilidad con los
potenciales acreedores. Y a Dios gracias, pues la mayor tragedia para el
país sería asumir deuda pública para financiar consumo. Por ese camino
la Argentina iría derecho a otro default aún más estrepitoso que el de
2001.
Por eso, desde este análisis, se considera entre lo más destacable de la
actual Administración haber roto con el sistema financiero
internacional, y haber inhibido al país de recurrir a deuda externa para
financiar consumo, es decir, viajes a Miami, fútbol para todos (los
derechos para ver el futbol en canal abierto y sin coste), el
atesoramiento de dólares de sectores pudientes -vaya, qué paradoja- en
el marco de la flexibilización del cepo cambiario, y cuantas otras
experiencias nefastas y absurdas que Argentina ya vivió.
Es cierto que esa ruptura perjudicó a las empresas argentinas, a las que
el autor de esta nota considera pilares imprescindibles para el
desarrollo del país. Pero ellas se hubieran hundido junto al
portaaviones de la nación en el cual se asientan si el país recurría
irresponsablemente una vez más al crédito externo para financiar gasto.
El crédito externo debe reservarse para un modelo de inversión.
Fruto de esa exacerbación del consumo, el Gobierno padece una crisis
fiscal de muy graves consecuencias. Lo que recauda por todos los
conceptos no le alcanza para cubrir sus gastos. Como no tiene quien le
preste para cubrir el faltante debe emitir más de lo que corresponde, a
fin de pagar sueldos y gastos de la Administración. Esa emisión sin
respaldo, es decir, no sustentada en una cantidad equivalente de bienes
que el país no produce, hace que el peso pierda valor y la gente huya a
refugiarse en el dólar. De ese proceso resulta eso que se llama
inflación, que destruye toda la economía y el poder de compra de los
salarios, y que fue de casi el 30% el año pasado, y promete entre el 5% y
el 6% para los dos primeros meses de este año. Y ello marca el fin de
la marcha triunfal del consumismo.
Simultáneamente está la crisis de los servicios públicos, sacrificados
precisamente en esa doble estrategia: se congelaron sus precios para que
a la gente le sobre dinero para gastar en otras cosas y de paso se
castigaba al capital extranjero que vino al país en los años noventa.
En las últimas semanas se han tomado medidas que eran imprescindibles
para la producción y las economías regionales, pero sin atender la
cuestión de fondo que es el déficit fiscal. En el actual contexto, las
mejores medidas correctivas resultan entre inocuas y perniciosas si no
se corrige simultáneamente el agujero fiscal.
Mientras el Gobierno no dé una señal contundente a los mercados de que
está decidido a recortar el gasto público, estos jugarán en su contra.
El mercado, para darle apoyo, exige un corte significativo en los gastos
que conduzca al equilibrio fiscal. Es decir, que los gastos igualen a
los ingresos.
¿Qué sacrificar? ¿Por dónde cortar? Si es que por esas casualidades se
predispusiera a hacerlo (algo de lo que ha abjurado), sería la primera
vez en la historia argentina que un Gobierno que se autodefine como
nacional y popular deba hacer sangrar a su pueblo en la receta de la
realidad.